La mirada de los otros. En su paso por Santiago, el escritor peruano Fernando Iwasaki, radicado en Sevilla ya por décadas, reivindicó a las aldeas y pueblos chicos en el taller de lectura que ofreció para el programa La Ciudad y Las Palabras, en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Católica. Iwasaki se basó en un texto donde Milan Kundera plantea para las literaturas de países chicos, como estrategia de sobrevivencia, “la máxima diversidad en el mínimo espacio”. Es una exhortación más misteriosa de lo que parece. No va necesariamente por el lado de la sentencia atribuida a Tólstoi: “Describe tu aldea y serás universal”. Es más complejo que eso. Pero, como quiera que sea, el planteamiento fue una buena base para que Iwasaki rescatara El lugar sin límite, de José Donoso; Yawar fiesta, de Arguedas, y La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig, entre otras novelas. Fue bueno escuchar a Iwasaki y compartir las miradas que cruza. La de Kundera, la suya de Sevilla, la suya como escritor peruano. Es interesante su mirada sobre la literatura chilena, la jerarquía que le concede a González Vera o a Germán Marín, que en Chile no obtuvo jamás un mísero premio literario. Como que nos faltan más Iwasakis en Chile. Ojalá los tuviéramos. Estudiosos, buenos lectores, globalizados, capaces de ver sobre y bajo el agua. En ese mismo ensayo que citó Iwasaki, Kundera dice que el provincianismo, esto es, la incapacidad de mirar las cosas en un contexto amplio, afecta por igual a las naciones grandes que a las chicas. Habla de una encuesta que hizo entre los franceses un diario parisino para elegir en el establishment cultural del momento los mejores libros de Francia. Ganó Los miserables, de Victor Hugo. Se entiende, pero difícilmente habría ganado si la encuesta se hubiera extendido a Europa o a América. Era raro el ranking. Dice que las memorias de De Gaulle superaban a Rabelais. Que Madame Bovary estaba en el puesto 25. Que En busca del tiempo perdido con esfuerzo llegó al séptimo lugar y que La cartuja de Parma, obra maestra de Stendhal, no llegó ni al cien y quedó, por lo tanto, dejado de la mesa. Mal. Al parecer, también es esto, las literaturas nacionales necesitan de la mirada de los demás.
Rocco inmortal. Alain Delon no acudió a ninguna academia ni realizó jamás estudios de actuación y, sin embargo, pocos actores europeos lograron asociar su rostro y su mirada a tantas películas notables como pudo hacerlo él. Es cosa de un ligero recuento: Rocco y sus hermanos, El eclipse, El gatopardo, La piscina, El samurái, El círculo rojo, Mr. Klein, El asesinato de Trotsky. Notable, sin contar varias otras cintas menores que no eran malas, como A pleno sol, ¿Arde París?, La primera noche de la quietud o Borsalino. Trabajó con grandes directores: Visconti, Antonioni, Jean Pierre Melville, Deray, Zurlini, Losey. Es posible que dentro de la variedad de roles que interpretó sea, sin embargo, su personaje de Rocco el que realmente lo inmortalizó. En ese melodrama encarnaba al menor de los hermanos, que sacrifica inútilmente su felicidad para mantener unida a su familia. Aunque había nacido en el seno de una familia acomodada, Delon tuvo una vida dura, porque su hogar se desarmó, sus padres adoptivos después murieron y terminó matriculado en un internado para adolescentes del cual lo expulsaron. Luego cayó en picada, aunque logró alistarse a los 17 en la Marina. Combatió incluso durante un tiempo en Indochina como paracaidista. Si llegó donde llegó fue solo gracias a su físico, porque viajando de acompañante de la actriz Brigitte Auber al Festival de Cannes, nada menos que David O. Selznick, el productor de Lo que viento se llevó, logró reclutarlo ahí mismo, a condición de que aprendiera inglés. Quiso hacerlo, pero entonces la mujer de Yves Allégret intercedió ante su marido para que le ofreciera algún rol en una película suya y pudiera quedarse en Francia. Así partió. Después de eso, el hermano del cineasta, Marc Allégret, que había sido amante de André Gide, que dirigió muchísimas películas y fue un gran descubridor de talentos, lo reclutó para la comedia Una rubia peligrosa, protagonizada por una Mylene Demongeot despampanante, y esta cinta puede considerarse como su verdadero debut. Curiosamente, en la misma realización también estaba debutando su compatriota Jean Paul Belmondo.
Cuestión de métrica. Según Milan Kundera, un hombre pasa a ser célebre en el momento exacto en que el número de quienes lo conocen supera el número de los que él mismo conoce. Ni un minuto antes, ni uno después. Puede ser una métrica demasiado básica o elemental, pero vaya que sirve para clarificar conceptos. Según Kundera, el reconocimiento de que goza un gran cirujano no es celebridad, sino admiración de sus pacientes, de sus pares, quizás de la cátedra. La celebridad, la fama, es otra cosa, a su juicio. Es un desequilibrio algo monstruoso. El paroxismo es lo que se ve hoy: famosos que son famosos por eso mismo: porque son famosos. Se especializan en la fama, los conoce medio mundo, aunque ellos no tengan idea de quiénes son. Hay profesiones donde el desequilibrio entre conocer y ser conocido es parte del negocio, por así decirlo, fatal e inevitablemente: el star system, la política, los deportistas, los artistas. Kundera dice que la gloria de los artistas es la más monstruosa, porque implica, aunque el escritor, el pintor o el músico lo nieguen, la idea o la ambición de la inmortalidad. Concluye Kundera, gran novelista y príncipe de la inteligencia: “La honestidad del novelista está atada al potro infame de su megalomanía”.