En el caldo de las redes algunos lo asumen como una revancha generacional, a la manera de esas películas hollywoodenses de alto presupuesto y flojo guión con tripulantes retirados rescatando un viejo acorazado para enfrentar extraterrestres -Battleship (2012)-, o una misión interestelar donde un veterano se sacrifica -Armageddon (1998)- en pos del planeta. También se augura que van a barrer los récords de shows consecutivos de Taylor Swift en Wembley, un tapaboca a la legión swiftie convencida de que cada movimiento de la ídola, es un capítulo inédito en las páginas del pop.
El regreso de Oasis tendría por misión poner las cosas en su lugar como en los viejos días del Britpop, cuando los acuerdos y las noticias ocurrían en bares del bohemio barrio de Candem, con músicos, productores, ejecutivos y periodistas sostenidos en pintas de cerveza cigarrillo en mano, y drogados hasta las cejas. Un estilo de vida que dejaba más que resacas -Graham Coxon de Blur adjudica en parte su alcoholismo a ese ambiente laboral-, pero que le dio sabor, efervescencia y la polémica necesaria al último estertor del rock de masas timbrado en la isla.
En ese escenario circunscrito a Londres, la banda de los hermanos Gallagher era el cliché provinciano -tal como los Beatles 30 años antes- del que se hacía chiste por el acento cerrado (en EEUU subtitulaban sus entrevistas), y la evidente falta de educación y modales, desinteresados de todo lo que no fuera rock y fútbol.
Su irrupción tuvo algo de Robin Hood al arrebatar a la capital el protagonismo del Britpop a manos de Suede y Blur, y el melodrama protagonizado por Justine Frischmann, miembro de los primeros y futura líder de Elastica, cuando se pasó de la cama de Brett Anderson a la de Damon Albarn.
El relato de Oasis era otro, con aroma a cantina y gresca como hobbie, encarnando rotundamente el orgullo de la clase obrera manchesteriana, cuya juventud acariciaba la quimera del crack o el rockstar, tal como hoy los chicos aspiran a youtuber o influencer.
Oasis caló más profundo que sus contemporáneos no porque sus canciones y talentos fueran mejores -la mayoría de sus pares eran más originales y dotados artísticamente-, sino por aludir una identidad popular con gustos ad hoc, y una extraordinaria capacidad de síntesis invocando a algunos de los soberanos ingleses más reverenciados. El primer disco Definitely maybe (1994) extendió dúctil sus tentáculos en dirección a la melodía de los Beatles, el swagger de los Stones, el riff de T-Rex en Get it on robado en Cigarettes & alcohol, Sex Pistols (si, los Pistols en el fraseo de Bring it on down y Up in the sky) y el volumen de The Who, a lo que sumaba la imagen y gestualidad reciclada de The Stone Roses.
Destilaron un sabor único, tradicional y renovado, que daba por concluida la historia del rock británico en el siglo XX, reflotando además ese comportamiento corsario que había hecho tristemente célebres a The Who, Cream y Led Zeppelin -a Liam le volaron los dientes en un bar de Munich en 2002-, junto con revivir el enfrentamiento fratricida, parte del encanto de The Kinks con los hermanos Davies.
Es probable que la reunión no solo convoque al público que disfrutó de Oasis en su momento, sino también audiencias juveniles -la Generación Z- más dispuesta que otros públicos a escuchar artistas de otros días; lo confirman datos de Spotify y la Asociación de la industria discográfica de Estados Unidos (RIAA), gracias al efecto de Tik Tok.
La volatilidad es parte del encanto en este regreso, el redoble de tambores sobre los Gallagher, como una prueba de que un poco de suspenso y tensión no viene mal en una oferta musical cada vez más controlada y acolchada en corrección y modales. Los chicos malos suelen ser irresistibles.