Chile, 1837. La primavera se acerca. El bajo pueblo celebra las fiestas patrias en las chinganas y fondas. En ese tiempo simplemente son construcciones precarias hechas con palos, tablas, troncos, ramas de árboles, paja y cualquier material que sirva. Da lo mismo, la cosa es celebrar. El piso es de tierra, pero a nadie le importa. La mayoría de la plebe desempeña sus labores en el mundo rural, en chacras y es algo habitual.
La gente celebra “el cumpleaños de Chile” comiendo buñuelos fritos, carne asada, pescado, u otras delicias como las empanadas que tanto éxito tienen en las cocinerías populares (las “vivanderas”, como menciona Gabriel Salazar en su obra Labradores, peones y proletarios). ¿El baile y la música? Los hits de la época estaban en manos de la zamacueca, la zapatera, el llanto y el cuándo. Por supuesto, no faltan los tragos. ¿El predilecto? No era la piscola, sino la infaltable chicha, aunque también el vino y el aguardiente ocupaban un lugar de privilegio.
La viajera inglesa María Graham, en su Diario de mi residencia en Chile, narra cómo era la diversión: “El pueblo parece gozar extraordinariamente en haraganear y beber diversas clases de licores, especialmente chicha, al son de una música bastante agradable de arpa, guitarra, tamborín y triángulo, que acompañan las mujeres con canciones amorosas y patrióticas. Los músicos se instalan en carros, techados generalmente con caña o paja, y tocan sus instrumentos para atraer compradores a las mesas cubiertas de tortas, licores”.
Ese año en particular, el gobierno de Joaquín Prieto –en un decreto firmado conjuntamente con su ministro del Interior, Relaciones exteriores, Guerra y marina, Diego Portales– decretó que las fiestas patrias tendrían un solo día. El 18 de septiembre.
Menos fiesta, más trabajo
Tradicionalmente, se suele asociar al 18 de septiembre con la idea de la independencia de Chile. No obstante, esto es un error, así lo explica el historiador y académico de la Universidad de Chile, Cristián Guerrero Lira: “Es simple. En 1810 se buscaba un gobierno autónomo, sin dependencia de los gobiernos provisorios que se establecieron en España y también respecto del virrey del Perú, estando sometidos al Rey. En definitiva, no se quería salir de la monarquía. En cambio, en 1818 se pretende ser absolutamente independiente de la monarquía y del Rey, que ya había regresado de su cautiverio, por lo tanto se quería establecer una república, no como en 1810″.
Hasta 1823, las festividades patrióticas eran tres: 12 de febrero, 5 de abril, y el 18 de septiembre. Es decir, una celebración por cada una de las fechas relevantes durante el proceso emancipatorio, con la proclamación de la independencia, la batalla de Maipú y la conformación de la primera junta nacional de gobierno, respectivamente. Es decir, desde los comienzos de la república se consideró al “18″ como una fecha crucial, pese a que su intención no era independentista. Pero, el 14 de agosto de 1824, y con Ramón Freire como Director Supremo, se abolió la conmemoración del 5 de abril y se dejaron como festividades cívicas oficiales al 12 de febrero y el 18 de septiembre.
“No habrá en lo sucesivo más días feriados que el 12 de febrero por el aniversario de la declaración de nuestra independencia, y el diez y ocho de septiembre por el de la regeneración política de Chile”, rezaba el decreto.
La historiadora Paulina Peralta, en su libro ¡Chile tiene fiesta! El origen del 18 de septiembre 1810-1837, explica que el motivo que tuvo la administración de Freire para eliminar el feriado del 5 de abril fue la idea de generar un ideal de trabajo en la población, acostumbrándola a tener menos días festivos. “A partir de la década de 1820, el gobierno comenzó a esforzarse por modificar ‘desde arriba’ ciertos comportamientos bastante arraigados, necesario para imponer la idea del progreso. Un primer paso en este sentido, era promover una nueva ética del trabajo, que fuera políticamente adecuada a los nuevos parámetros que se iban estableciendo. De ahí a que el exceso de días feriados, característicos de los tiempos coloniales, fuese visto como un factor contraproducente para los deseos de modernidad que se proponían”.
"No se atacaba el feriado en sí, sino el exceso de ellos, heredados desde tiempos coloniales. El grupo dirigente era consciente que restringiendo la posibilidad de ocio mediante la reducción de ciertos feriados, lograría ejercer un fuerte control en los pocos días que iban quedando como tales, y probablemente evitar que estos derivaran en desórdenes", agrega Peralta.
Sin embargo, tener dos festividades patrias fue un problema. Peralta explica en el citado texto que una razón importante fue el precario estado en que el Cabildo de Santiago –encargado de organizar las festividades– se encontraba debido a la obligación. La institución debía endeudarse constantemente para solventar los gastos de las festividades. “La crisis económica por la que atravesaba el organismo municipal no pudo ser combatida con las medidas tomadas hasta ese momento. Por tanto, quedaba la opción de ser bastante más radicales e iniciar un nuevo proceso de reducción de los diversos gastos que por reglamento les correspondían, uno de los cuales eran las fiestas cívicas: o se celebraba el 12 de febrero o el 18 de septiembre. Así de drástico”.
¿Qué tanto gasto tenía el cabildo? Paulina Peralta los detalla: “La municipalidad no solo estaba encargada de preparar una función de fuegos en la plaza, sino que también debía cubrir banquetes, orquestas, bailes preparados para la ocasión, remodelaciones de los espacios públicos, diversos adornos, tablados, gastos en la función religiosa –entre los que se contaba el sermón–, e iluminaciones en varias zonas de la ciudad”.
La historiadora también agrega otro factor, de tipo simbólico. Resulta que al mantener ambas fechas, la gente solía confundirse, entonces, comenzó a ocurrir que nadie sabía muy bien qué celebraba. “La fiesta cívica del 12 de febrero conmemoraba dos sucesos ocurridos en años distintos, uno de carácter ‘militar’ y otro ‘civil’. Este hecho se tornaba muchas veces contraproducente, ya que ni permitía contar de manera acertada los años transcurridos, determinando con eso que la fiesta no cumpliera con su función de llevar la ‘cuenta’ del paso del tiempo”.
"En contraposición a eso, el 18 de septiembre se presentaba como la conmemoración de un único suceso y además tenía la cualidad de haber sucedido en un año terminado en cero, lo que de alguna manera ‘facilitaba’ la tarea de llevar un registro acabado de los años de vida republicana y nacional”, agrega Peralta.
Todos contra O'Higgins
Sin embargo, para Cristián Guerrero Lira, la explicación va por otro lado, y es mucho más política. “Básicamente por una suerte de reacción contraria a O’Higgins pues había varias celebraciones en las que se le rendía homenaje, como el 5 de abril y el 12 de febrero. Existiendo gobiernos posteriores contrarios a él aparecía extraño que se mantuviesen esas festividades. Entonces, tiempo después se optó por dejar solamente el 18 de septiembre puesto que desde 1811 se celebraba esa fecha, e incluso el mismo O’Higgins la calificaba como la del inicio de la revolución”.
Lo señalado por Guerrero Lira no es casual. Freire, quien eliminó la festividad del 5 de abril, fue en su momento uno de los líderes del alzamiento de la ciudad de Concepción que desembocó en la abdicación del Director Supremo, el 28 de enero de 1823. Por otro lado, Portales, al lado de Prieto, no quería por ningún motivo el regreso de O'Higgins a Chile. El chillanejo permanecía en el exilio en Perú tras haber dejado su cargo y contaba con partidarios que pedían su regreso.
Portales, como explica Alberto Edwards Vives en su libro La fronda aristocrática (1928), creía que el prócer de vuelta en Chile sería un elemento que crearía desorden y que alteraría el modelo de gobierno autoritario e impersonal que había contribuido a crear. “Su hostilidad contra O’Higgins no nacía, como se ha dicho, de las sugestiones carrerinas o godas de su séquito íntimo. La restauración del ilustre fundador de nuestra Independencia significaba, sí, la muerte de su sistema, pues habría vinculado el poder al prestigio y a la vida de un hombre”.
“El cansancio producido por las turbulencias anteriores, la actividad, el prestigio innegable y las aptitudes políticas de O´Higgins, podrían haberlo mantenido en el gobierno después de su restauración, quizás, hasta su muerte, y éste habría sido sin Portales, el desenlace lógico de la revolución de 1829. Pero, pocos años más adelante, a la desaparición de O’Higgins, el problema que Portales quería resolver, desde luego y para siempre, habría resucitado aún en peores condiciones. Por eso, de un solo golpe, Portales decapita al o’higginismo y ahuyenta las esperanzas de la politiquería civilista que comenzaba a levantar la cabeza”, agrega Edwards Vives.
Asimismo, Guerrero Lira asegura que en la supresión del feriado del 12 de febrero hubo otro factor influyente: "su cercanía con la cuaresma".
¿Y el 12 qué pasó?
Al viento de las batallas, y en primavera, el gobierno del Director Supremo, Bernardo O’Higgins había instaurado como festivo el 12 de febrero. Fue el día en que, 1818, en Talca, el hijo del Virrey proclamó oficialmente la independencia de Chile, y lo hacía en esa fecha aludiendo a su vez al 12 de febrero de 1817, fecha de la batalla de Chacabuco con el decisivo triunfo del Ejército de Los Andes sobre los realistas.
En internet, circula información de que el general habría firmado la declaración de independencia el 1 de enero de 1818, y que lo ocurrido tiempo después en Talca solo fue una ceremonia. Sin embargo, la realidad fue otra. Lo explica el profesor Guerrero Lira: “No es efectivo que O’Higgins firmase un acta de independencia en Concepción o en Talcahuano. Eso es una tradición oral de la zona que no tiene comprobación documental alguna y que se hizo pública a fines de la década de los 30 del siglo XX. El texto de la declaración dice que se firmó en Concepción el 1 de enero de 1818 ya que O’Higgins ordenó, a mediados de enero de ese año, es decir después, que se pusiese esa fecha, para que cuando se proclamase la independencia la provincia quedara incluida pues desde inicios de enero estaba en manos de los realistas”.
“Acta de declaración no existe ni ha existido nunca –agrega Guerrero Lira–. Lo que si existe es el texto de la declaración, aprobado y enmendado por O’Higgins a fines de enero de 1818 y se conserva en el archivo del Congreso. Lo que había en la Moneda era una copia caligráfica de ese texto que se hizo en 1832 y que tenía las firmas de O’Higgins y sus ministros, pero no era de 1818. En Talca y otras ciudades se realizó una proclamación el 12 de febrero de 1818, de acuerdo a lo que estaba estipulado desde fines del año 1817″.
De acuerdo a lo que señala Diego Barros Arana en el tomo XI de su monumental Historia general de Chile, O'Higgins, quien había llegado a Talca al mando del ejército para hacer frente a una nueva expedición española, proclamó el siguiente texto: "Juro a Dios, y prometo a la patria, bajo la garantía de mi honor, vida y fortuna sostener la presente declaración de independencia absoluta del estado chileno de Fernando VII, sus sucesores, y de cualquiera otra nación extraña".
En Santiago, la ceremonia fue presidida por el Director Supremo delegado, el general Luis de la Cruz, y tuvo como invitados al general José de San Martín y al diputado argentino Tomás Guido. La declaración fue impresa y distribuida en variados lugares, para que el pueblo la leyera. En la ciudad del Maule, O’Higgins dispuso de celebraciones populares y ordenó que el Ejército disparara salvas de fusil y de cañón, a modo de homenaje. Barros Arana asegura que dichos disparos, como si fuesen un aviso, “fueron oídas por Ias partidas de vanguardia de los invasores. Se necesitaban todavía grandes esfuerzos para afianzar esta declaración”.