El periodista Richard Sandoval (37) apela a una suerte de paradoja para argumentar las razones que lo estimularon a escribir la primera biografía de Eduardo “Gato” Alquinta: “Siempre me pareció una figura tremendamente popular, pero muy misteriosa. Pese a todo lo que genera, me resultaba llamativo que no se conociera mucho de él”.
Con esa dualidad -la del artista que es despedido por cientos de miles de personas en la Estación Mapocho tras su muerte en 2003, pero con una personalidad casi indescifrable a ojos del gran público-, Sandoval comenzó hace dos años a darle cuerpo a Los ojos del Gato. La maravillosa vida de Eduardo Alquinta, el primer libro que narra la vida del cantante de Los Jaivas.
Un extenso y revelador perfil sin mandatos cronológicos estrictos, pero en un arco que va desde su nacimiento en Valparaíso hasta sus últimos días en la playa La Herradura en Coquimbo, pasando por su infancia, la relación con su estricto padre Carlos, sus años universitarios como estudiante de Arquitectura, sus amores, el vínculo con sus hijos y, por supuesto, el férreo núcleo creado con sus compañeros de banda (está a la venta desde la próxima semana en tiendas).
Aunque el periodista ya se había topado con la figura del músico en sus investigaciones previas dedicadas a otros símbolos populares -es autor de La sonrisa de Gladys, consagrada a Gladys Marín-, esta vez el ángulo era distinto: Alquinta no representaba al ícono clásico ni su estatura era la del frontman de contornos tradicionales.
“Eso fue muy cautivante, porque no era el cantante que en primera instancia elige hacer las declaraciones en entrevistas o estar al frente. Seguía sintiendo mucho temor de presentarse frente al público. Era una persona muy lejana al clásico rockstar. Él era uno más dentro de un proyecto colectivo. Tampoco es un ícono de banderas o de mensajes ideológicos, ya que su aura se transmite por otros medios. La gente ha captado la sensibilidad de su mensaje político y de sus valores, pero a su manera”, postula Sandoval.
En esa misma línea, en un tramo del texto dice: “La estrella de rock, el eterno frontman de una banda que despierta fanatismos, muchas veces estuvo al borde del colapso producto de su timidez. Al borde de una crisis de pánico escénico, cuando alzaba la vista y lo único que veía eran cabecitas indistintas esperando su voz. Eran instantes de máxima tensión sobre el escenario. Los espectadores no eran capaces de advertirlo, pero sus compañeros arriba sí”.
La relación con su padre y sus matrimonios
Quizás por lo mismo, había pocos lugares en el mundo donde “Gato” sentía la comodidad del refugio, el espacio en que podía ser tal cual era. Uno de ellos era la ciudad de Salamanca, donde residía su familia materna, encabezada por su tío Abelardo Espinoza. Ahí pasaba largos períodos en sus vacaciones. Ahí tomaba vodka con bebida Quatro, se largaba a hablar de Lucho Gatica y cantaba algunos temas de Zalo Reyes. Ahí también pensaba ir a descansar después de ese fatídico paso por Coquimbo en que falleció.
Y ahí también caía una de sus características más honestas: el silencio. Sandoval dice en el libro: “Silencio es una palabra constante en la vida del Gato Alquinta (…) Poseía la virtud de hablar con pocas palabras. Si no tengo nada importante e inteligente que decir, mejor no hablo”.
Hubo una relación en que tampoco hicieron falta las palabras para tornarse esencial: la crianza de su padre Carlos Alquinta, militante comunista y trabajador de las salitreras del norte. Pese a que siempre se comportó muy severo con el futuro intérprete (“yo creo que incluso hasta le pegaba”, asegura su hija, Aurora Alquinta, en el libro), de él recibió la enseñanza de canciones en guitarra, sobre todo de tango y folclore argentino. Sandoval dice: “No se entiende al ‘Gato’ sin don Carlos. Por sus valores y por la formación que le dio. Cuando ‘Gato’ se entera de la muerte de su padre, pese a lo rígida y hasta algo fría que había sido la relación, se pone a llorar como un niño. Su esposa Mónica Monsalve cuenta que nunca lo había visto llorar así, ni siquiera para la muerte de Gabriel Parra”.
Otros lazos que definieron la existencia del compositor fueron sus matrimonios. La biografía establece y resalta la importancia de las mujeres en el destino de Alquinta. Se casó tres veces: a mediados de los 60 con Eduvigis Gildemeister, compañera en Arquitectura en la Universidad de Chile en Valparaíso y a quien apodaban “la Gata”; después con Verónica Ross, estudiante de la misma carrera pero en la Católica y con quien tuvo a sus dos primeros hijos, Ankatu y Eloy, además de emprender juntos un viaje por Sudamérica en 1968 que le cambió la vida; y luego con la bailarina Mónica Monsalve, su gran amor hasta sus días finales y con quien tuvo a Aurora y Moisés.
La primera huella vino por parte de “la Gata”: tras un tiempo casados, le fue infiel con el pintor Marco Antonio Hughes. “Queda destrozado, sufriendo, tirado en la cama, nadie lo podía levantar. La historia de ellos era idílica, pero se convierte en un fracaso. Y es muy decidor cómo un fracaso así puede moldear tu personalidad”, comenta el autor.
Aunque si se trata de heridas, hay algunas elocuentes en su rol de padre con Ankatu y Eloy. Cuando el “Gato” parte con Los Jaivas a Argentina en 1973 tras el golpe militar y abandona Chile por años, los deja de ver durante mucho tiempo y sólo retomará el contacto en sus venidas al país hacia los 80.
Sandoval comenta: “La relación con sus hijos se ve como un tabú, pero me esfuerzo por plantearla lo más humana posible. Reconstruir esa relación padre e hijo fue súper duro para ellos. Hay un recelo y un reclamo explícito hacia su padre; de hecho, en dos ocasiones Eloy encara al ‘Gato’ por haberlos dejado, se lo dice de modo directo. Es una catarsis en donde terminan abrazados y se dicen todo lo que tienen que decirse. Creo que es una fricción que construye a un ser humano como tal y lo saca de su rol de héroe”.
Finalmente, las primeras páginas de la biografía funcionan casi de manera circular y dejan una frase que contextualiza el epílogo de la vida de Alquinta. “Él sabía que se iba a morir”, se lee.
Sandoval explica: “Es una interpretación que yo hago del momento que vive el ‘Gato’ en 2003, a partir de esa última noche de amor con Mónica. Es la luz que suele anteceder a la muerte. Él estaba viviendo un momento de absoluta plenitud antes de partir para siempre”.