La inspiración medular fueron Elvis Presley y The Beatles. El periodista Alejandro Tapia (47), editor de La Tercera Sábado y con más de 20 años de trayectoria en el rubro, cuenta que al leer los libros Elvis, de Peter Guralnick, y The Beatles - All These Years: Volume One, de Mark Lewisohn, algo despertó su atención: se trataba de investigaciones tan caudalosas y exhaustivas en detalles, que lograban aportar nuevos ángulos y derribar mitos en torno a fenómenos culturales explorados por décadas. De alguna forma, abrían nuevas rutas en geografías que parecían definitivas.
Por eso, girando la mirada hacia el cancionero local, se hizo la pregunta clave: ¿por qué no intentar una aventura similar con Los Prisioneros, el grupo más mitificado de la historia chilena, del que ya existen un puñado de libros, series, una película y los más diversos análisis y relatos que van desde lo creativo y artístico, hasta lo social y lo que concierne a sus capítulos privados?
“Para eso, consideré fundamental concentrarme en una etapa específica de la banda, de 1980 a 1986, en lugar de abarcar toda su trayectoria”, puntualiza Tapia en diálogo con Culto y al minuto de presentar el resultado de su investigación. Se trata de Ya viene la fuerza. Los Prisioneros 1980-1986, el primer texto que se concentra en los años formativos del trío sanmiguelino, y el título que contiene los pasajes más completos y reveladores que se han escrito en torno a ese período.
Un libro -publicado por editorial Clubdefans- que sigue una narración cronológica, que demoró cuatro años y que incluye 160 entrevistas a testigos presenciales de ese lapso, incluyendo a familiares, productores, músicos, roadies, amigos, fotógrafos, diseñadores, fanáticos, profesores, colaboradores y exparejas, además de los propios músicos de Los Prisioneros. De hecho, Jorge González, Claudio Narea y Miguel Tapia se explayan ampliamente en sus casi 400 páginas, desplegando con nitidez sus recuerdos, vivencias y reflexiones en torno a ese largo camino que los llevó a la gloria y que luce como cúspide el álbum La voz de los 80, editado el 13 de diciembre de 1984, hace casi 40 años. También hay espacio para alusiones a grabaciones inéditas de demos, shows o entrevistas que no están disponibles en YouTube, y para fotografías nunca antes vistas del conjunto.
Tapia sigue: “Lo que más tiempo me tomó fue contactar a personas menos conocidas que trabajaron o estuvieron cerca de Los Prisioneros y que me pudiesen mostrar otro lado del grupo. También tuve que convencer a quienes se habían mostrado reacios a hablar de ellos. A algunos les provocaba pánico la sola mención del nombre de la banda, no querían exponerse a polémicas. Sin embargo, al explicarles que mi enfoque no era farandulero, accedían. De hecho, muchos me comentaron que sentían que la historia de Los Prisioneros estaba muy manoseada y, sobre todo, distorsionada, algo con lo que coincido plenamente”.
En ese sentido, Ya viene la fuerza sigue un destino claro: “El enfoque del libro es musical; no hay espacio para chismes ni cizaña, tal como el trabajo de Guralnick y Lewisohn”, aclara el autor. Luego remata: “Por supuesto hay historias y vivencias del ámbito más privado, pero solo incluí las que tienen que ver con la música”.
Sin tratarse de una “historia definitiva”, como subraya el periodista en la presentación, el libro sí funciona como un grito primario: todo lo que sucede en esos días germinales, sirve para comprender lo que vino posteriormente en las horas de consagración, fulgor creativo, ruptura y reencuentro.
Tapia lo escribe así en las primeras páginas: “Los Prisioneros no aparecieron en escena ni se formaron de un día para otro. Fueron sus años formativos en San Miguel los que fraguaron su creatividad, su amistad, sus primeras composiciones y sobre todo su determinación. Así, parte importante de lo que ocurrió después de La voz de los 80 y Pateando piedras —es decir, los conciertos multitudinarios, las presentaciones en Latinoamérica, la censura de los militares a la gira de La cultura de la basura, la ruptura tras Corazones, la reconciliación para sus conciertos en el Estadio Nacional una década más tarde e incluso las rencillas posteriores al reencuentro— encuentra explicación en esta primera etapa, que se extiende entre 1980 y 1986″.
Para demostrarlo, el título invita a una travesía que no sólo parte en el amanecer de los 80, sino que incluso más atrás. En la infancia de sus integrantes.
Los orígenes
Nacido el 6 de diciembre de 1964 en el hospital Ramón Barros Luco y residiendo en San Miguel, Jorge González comenzó desde niño a recibir el influjo artístico de su padre, del mismo nombre pero apodado “Koke Rey”, un vendedor de timbres de goma a lo largo de Chile, pero que durante los fines de semana se consagraba a su verdadera pasión, la animación de eventos y los bailes folclóricos.
Cuando el futuro músico tenía 12 años, le regaló una tornamesas, posibilitando la opción de que adquiriera su primer single: fue Devotion de Earth, Wind & Fire. Mientras veían el Mundial de Alemania en 1974, en un intermedio aparecieron en pantalla los Bee Gees. González quedó tan asombrado que se puso a tocar unos tarros junto a su hermano y un primo, en la primera vez que intentaba algo así. Tras el golpe de estado de 1973, también supo por primera vez lo que era administrar una banda: el quiebre democrático hizo que los grupos folclóricos donde tocaba Koke Rey trasladaran los ensayos a su casa.
“Ahí me di cuenta de que había que ensayar mucho antes de subirse a un escenario”, asegura el vocalista en el libro, en una suerte de golpe profético que sintió cuando era niño. De modo paralelo, Narea y Tapia también vivían su propio despertar artístico: mientras el primero se pintaba como Kiss con los amigos de su barrio en la Villa Las Palmas, el después baterista le reveló a los once años a su madre que quería formar un conjunto. Ella de inmediato le dijo sí, adelante. “Ese fue un hito en mi vida”, admite Miguel Tapia en el texto.
Esos primeros anhelos empezaron a materializarse en marzo de 1979, cuando González quedó en el Primero Medio C del Liceo 6. Ahí la afición temprana por la música lo unió a sus compañeros Claudio y Miguel. Aunque con el primero que enganchó fue con Tapia; los otros dos no se llevaban muy bien en esos días embrionarios.
Luego que Narea viera en un diario un reportaje acerca del punk inglés, focalizado en dos agrupaciones que lo dejaron sorprendido -Sex Pistols y The Clash-, la idea fue casi unánime: ¡formemos una banda! Ese primer elenco también lo integraban otros amigos de barrio, como los hermanos Álvaro y Rodrigo Beltrán, y se bautizaron como Los Pseudopillos. Además, crearon su primera canción, interpretada a capela y en base a golpes sobre la mesa o aplausos: La mazorca del olvido. Difundida entre compañeros de colegio, fue su primer “impacto”, según establece el libro.
En ese punto, desde sus orígenes Ya viene la fuerza alerta de un aspecto clave: los futuros Prisioneros, con apenas quince años, querían hacer temas propios. Nada de covers. Esa es precisamente la columna vertebral que sostiene gran parte del texto: gracias a ese ímpetu, la agrupación logró diferenciarse de todos sus contemporáneos y barrió años más tarde con movimientos como el hard rock nacional que se arrastraba desde los años 70.
“Entre las revelaciones del libro está la visión que tenía Jorge sobre su grupo. Él quería que Los Prisioneros fuesen una banda popular y comercial a la vez”, profundiza Alejandro Tapia. En las páginas iniciales de la pieza, el propio González introduce esa misma tesis: “Queríamos que la gente se parara de sus asientos, que se dejaran de lloriquear y tiraran para arriba”.
En su prehistoria como banda, los incipientes músicos -y en particular Jorge- repiten algo que también se extiende como mantra en sus primeros años y en las páginas del libro: la firme convicción de que algún día serían famosos. Incluso el cantante afirma sin dudarlo que serían el mejor grupo de Chile.
Otro rasgo que cruza el relato son las precariedades técnicas que enfrentan en el despegue, lo que definiría una ruta de dificultades que incluso alcanzó después sus instantes más estelares. De hecho, cuando en 1981 ya eran Los Vinchukas, González debió adaptar una guitarra hechiza para convertirla en bajo y constituirse en su rol de toda la vida. Pero esas carencias técnicas las suplían con talento.
En 1982 idearon frente a su curso una ópera rock que criticaba a la TV y a los medios que manipulaban la información, en una de sus primeras exhibiciones del filo contestatario que después determinaría su obra, lo que dejó boquiabiertos a sus compañeros y profesores.
Shows y reseñas
Tras el fin del colegio y los primeros shows, el libro es rico en detalles en el trayecto que siguieron en sus difíciles años universitarios, el nacimiento definitivo de Los Prisioneros, las inspiraciones de sus primeros himnos, los acercamientos con el mánager Carlos Fonseca, el vínculo con la disquería Fusión, las distintas veces que grabaron los temas de La voz de los 80, las exploraciones con otros lenguajes musicales, la fricción con sus colegas y las primeras reseñas en medios.
En abril de 1984, el propio Fonseca escribió en la revista Mundo Diners acerca de ellos, destacando que Jorge González “es la antítesis de lo que se considera el arquetipo de un músico de rock: no fuma, no bebe, no se droga y se acuesta temprano”.
Al echar la mirada atrás a esas mimas fechas, González en el texto se lanza con una teoría atrevida: La voz de los 80 sería algo así como “su primer álbum solista”. “Yo hice todas las guitarras, todos los bajos y los ritmos de todo el disco. Los cabros tocaban nomás. Era poco menos que un disco solista. Todos dicen Corazones es el primer disco solista, pero yo digo que el único no solista es La cultura de la basura”, postula.
A la par de la fama creciente, Ya viene la fuerza también aporta diversas historias inéditas acerca de los shows de los sanmiguelinos, tanto en Santiago como en regiones. Una de las grandes anécdotas guarda relación con el espectáculo que fueron a dar a Concepción en octubre de 1984, teloneados por el conjunto local Los Ilegales, integrado también por futuras leyendas como Álvaro Henríquez, Roberto Lindl y Jorge “Yogui” Alvarado, aunque sólo se dedicaban a los covers. Henríquez quedó tan impactado de las composiciones propias de Los Prisioneros que decidió armar inmediatamente su propio proyecto con temas originales. A partir de esa noche nacieron Los Tres.
Los shows también alcanzaban colegios del sector oriente de la capital, circuitos asociados a una movida artística de elite y sitios remitidos a movimientos que parecían situarse en las antípodas, como el Café del Cerro, epicentro el canto nuevo. 1985, el año posterior a La voz de los 80, emerge como un largo calendario con los conciertos más disímiles y en los sitios más impensados. Por ejemplo, en la exclusiva discoteca Brass Club del Hotel Crown Plaza, donde estaba sentado Álvaro Corbalán de la CNI entre el público. Apenas vio a Los Prisioneros, se paró y se fue.
Ahí se levanta otra constante del libro: la amplificación del suceso Prisionero alcanzó toda clase de audiencias. Tanto así que el volumen parte con una pequeña mención a 1988, cuando la banda ya era la más célebre del país.
Ese año, en Mendoza, fueron parte del evento de Amnistía Internacional que también invitó a astros anglo como Sting y Bruce Springsteen. El hombre de The Police le contó a los miembros del equipo de Los Prisioneros que tenía en su casa el casete de La voz de los 80, ya que lo había recibido como obsequio de una amiga. El alcance de los chilenos ya era absoluto. Una grandeza imperecedera incubada desde esos primeros días de esfuerzo y convicción en su natal San Miguel.
*Ya viene la fuerza llegará a librerías en noviembre, pero habrá algunas copias disponibles en exclusiva durante la Primavera del Libro (este 4 al 6 de octubre en el Parque Estadio Nacional) en el stand de editorial Clubdefans.