En el caluroso enero de 1823, Bernardo O’Higgins tomó una decisión en firme, abdicó de forma dramática a su cargo de Director Supremo de Chile. Tras ser sometido a un Juicio de Residencia (costumbre heredada de la administración española) en el que dio cuenta de sus actos, fue autorizado a dejar el país rumbo al Perú. Ahí, el gobierno peruano le entregó las Haciendas de Montalván y Cuiba, pero el prócer ansiaba regresar a Chile.

Después de haber acompañado a Simón Bolívar en su última fase de la independencia del Perú, O’Higgins se retiró a sus haciendas, donde siguió presto las noticias que le llegaban de Chile, donde una guerra civil desangraba el país principalmente entre liberales (pipiolos) y conservadores (pelucones), además de la presencia de otros grupos como federalistas y estanqueros. En esos años se probaban Constituciones y se sucedían gobiernos inestables. Uno de los bandos políticos de esos años, los o’higginistas, planteaban abiertamente su regreso al país y al poder.

Y eso estuvo cerca de concretarse. A mediados de 1826, un grupo de partidarios de Bernardo O’Higgins, desde Lima, fraguaron un levantamiento contra Ramón Freire, el entonces Director Supremo y quien había liderado el alzamiento contra O’Higgins en 1823. El movimiento pretendía colocar nuevamente al prócer en el poder. Tomaron el control de la isla de Chiloé y se declararon independientes. Sin embargo, el alzamiento fracasó.

A partir de ahí, O’Higgins no tuvo más intentonas de intervención política en el convulsionado Chile del período 1823 a 1831, año en que tras la Batalla de Lircay, asumió uno de sus antiguos generales, Joaquín Prieto, uno de los más destacados o’higginistas, pero que tras el triunfo conservador y el influjo del ministro Diego Portales, se mantuvo alejado de la figura del prócer.

Sin embargo, la idea de volver a Chile nunca lo abandonó, pero su salud comenzó a dejalo. En enero de 1841, O’Higgins comenzó a sentir molestias en el pecho mientas cabalgaba por el campo. Ello lo motivó a dejar su hacienda en manos de su hermana y trasladarse hasta Lima, donde se le diagnosticó una hipertrofia al corazón. Poco a poco mejoró, lo que le permitió planificar su viaje de regreso al país para diciembre de ese año, pero la mala salud no lo dejó y el día en que debía embarcar sufrió un ataque al corazón que postergó los planes. Lo intentó meses después, en febrero de 1842, pero volvió a sufrir un fuerte dolor en el pecho. Allí los médicos fueron tajantes; no podría viajar. Así, el chillanejo debió resignarse a que moriría lejos de su tierra.

Consciente de que le quedaba poco tiempo, en los primeros días de octubre de 1842 mandó llamar al notario Jerónimo Villafuerte ante quien dictó su testamento, legando sus bienes a su media hermana, Rosa Rodríguez Riquelme y sobre todo a su único hijo, Pedro Demetrio. Luego, en su pieza hizo construir un altar para escuchar misa todas las mañanas.

En la primaveral mañana del 24 de octubre, O’Higgins se sintió con energía y bien, por lo que se hizo vestir, pidió que lo sentaran en un sillón, pero la fatiga obligó a que volviera a su camal. De repente, entre su respiración entrecortaba, exclamó: “¡Magallanes!”. Eran las 12.30 horas del 24 de octubre de 1842.

Tras conocerse su muerte, el periódico El Comercio de Lima, publicó una necrología del prócer el día 26 de octubre. “El espíritu de un hombre verdaderamente grande acaba de dejar este mundo y ascendido a otro mejor. Tal era el general O’Higgins, que falleció ayer en su residencia en esta ciudad, de resultas de una enfermedad en el corazón”, la que según el matutino tenía una causa. “Causada por la ingratitud, mala fe e injusticia que experimentó por muchos años”.

Finalmente, sus restos volvieron a Chile en 1869, por gestiones de su hijo Pedro Demetrio. Fue sepultado en una pomposa ceremonia en el Cementerio General. Pero desde agosto de 1979 descansan en el Altar de la Patria, en la Alameda, la cañada que su gobierno transformó en una importante arteria de la ciudad.

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