Columna de Héctor Soto: Rescates y olvidos

John Banville
John Banville.


Dublín revisitado. No será seguramente lo mejor de John Banville, autor de El intocable o de El mar, entre otras grandes novelas, pero La alquimia del tiempo. Un memoir dublinés (Alfaguara, 2024) es un libro encantador. Sentido, revelador, cero estridente, penetrante, a veces conmovedor y a veces divertido. Banville dice que vivimos en el presente y soñamos en el pasado. Dice también que el presente es tan fugaz que no existe y que el futuro es pura improbabilidad, de suerte que de lo único que somos dueños es del pasado. Y en estas páginas está el suyo. Él no nació en Dublín, sino cerca, en un pueblito que le parecía agobiante y del cual quiso huir tan pronto pudo. Cuando de joven, en los años 50, llegó a Dublín, no reparó mucho en que todavía era una ciudad pobre y mugrienta. Pero, claro, no era un páramo. Había sido la ciudad de Joyce. Ahí nacieron o vivieron W.B. Yeats, Oscar Wilde y Samuel Beckett. En ese tiempo todavía podías encontrarte en la calle con Lucien Freud, Flann O’Brien o Francis Bacon. Pero no es que él se fijara mucho en eso. Este viaje a la ciudad que lo recibió tiene algo de acto de contrición. “Es verdad que, en cierto modo, este libro trata sobre mí, pero no de una forma convencional, como unas memorias. Hay pocos datos, cierto. Es más bien un acto de expiación por la ceguera más o menos voluntaria que mantuve a lo largo de mi vida. Nunca miré nada, como solemos hacer los escritores, tipos de vidas aburridas que simplemente nos sentamos a escribir las vidas de otros”, dijo recientemente en una entrevista. “Ya lo he tomado casi como un lema personal, pero es cierto que quizá debería haber vivido más y escrito menos. No obstante, así es como soy”. Cualquiera diría que es un ser limitado. Cualquiera que no sepa que nada menos que George Steiner consideró a Banville “el estilista más elegante de lengua inglesa”.

Largo olvido. En Adam Smith, el filósofo economista (Fondo de Cultura Económica-CEP, 2024), su autor, Leonidas Montes, atribuye al éxito del magisterio ético del imperativo categórico de Kant y a la enorme acogida que tuvo en el debate moral el utilitarismo de Jeremy Bentham la postergación e incluso el olvido en que cayó durante 200 años el libro La teoría de los sentimientos morales, con el cual el padre de la economía como ciencia completó su percepción de lo que era el sistema económico. Fue pospuesto, nadie le dio mucha importante. ¿Habrían cambiado mucho las percepciones más bien frías o deshumanizadas del capitalismo o de la economía liberal sin ese olvido? Es un tema que da para mucha conjetura o discusión. Lo concreto es que durante siglos el nombre del filósofo escosés que mejor entendió la lógica del capitalismo quedó asociado solo a su obra La riqueza de las naciones, que exalta la competencia, aboga por la libertad de precios, rechaza el sistema mercantilista y se la juega por el libre comercio. Sin embargo, en el concepto de filosofía moral de Adam Smith cabían con el mismo peso la economía, ciencia de la cual él es el gran precursor; la ética, a la cual dedicó La teoría de los sentimientos morales y donde son cruciales los conceptos de igualdad y de simpatía, y el derecho o la jurisprudencia, tema del que no alcanzó a hacerse cargo y con el cual quedó en deuda al morir. El libro de Montes es en sí mismo un modelo de economía: sustantivo, claro, iluminador y directo al hueso. No hay página que se vaya por las ramas. No solo es un valioso breviario del pensamiento de Smith. También es un perfil de su carácter, una aproximación a la tranquilidad, rigor, moderación y bonhomía que caracterizaron su vida intelectual y su infatigable trabajo como profesor. Gran amigo de David Hume, que era gordo, agnóstico, extrovertido y socialmente encantador, pero que nunca logró entrar a la cátedra, Smith, tal como él y varios otros, fueron mentes privilegiadas que surgieron en el contexto de ese fenómeno tan insólito y singular que se llamó la Ilustración escocesa, y que le dio, desde una nación pequeña y relativamente pobre como lo era entonces, una lección de rigor, realismo y sensatez intelectual a toda Europa y su época. Leonidas Montes, que es precisamente profesor de la cátedra Adam Smith de la UAI, informa, explica y persuade de todo esto con tanta agudeza como convicción.

Incontinencia. En La sustancia, cinta angloamericana escrita y dirigida por la cineasta francesa Coralie Fargeat, que estuvo en salas y ahora está en Mubi, hay de todo menos sutileza. Aquí no se conoce la contención. Es como si Carpenter se uniera al primer Cronenberg, como si Allien flirteara con el animé, como si Tarantino imaginara un comercial de salsa de tomates, como si el grotesco y el gore buscaran empleo en la industria del fitness y la cosmética. Se trata de una macabra pesadilla de matriz mefistofélica sobre el culto al cuerpo, la fama y la juventud. Es patética, sorprendente y muy, muy feroz. Como menos habría logrado más. Pero, aun así, hasta antes de volverse orgiástica, asquerosa y basura, tiene momentos perversos y divertidos. Demi Moore está notable asumiendo riesgos que pocas estrellas se atreverían a correr.

Terrible. Martín Caparrós, periodista, exguerrillero, escritor y con frecuencia cronista inspirado, tiene ELA. Es un dato devastador, porque posiblemente no haya enfermedad más miserable. Mantienes tu cerebro relativamente intacto mientras tu cuerpo, tus músculos, se van atrofiando irreversiblemente. Terrible fatalidad para un escritor tan intenso, dotado y brillante como él. No hay consuelo que permita digerir la noticia. El único quizás, si es cierto lo que dice Mauro Libertella en su libro sobre Ricardo Piglia, que padeció el mismo mal, es que no es doloroso. No lo sientes, pero te das cuenta y nunca deja de avanzar.

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