Los cuatro médicos forenses tenían sobre la mesa el cadáver del joven Manfred Albrecht von Richthofen, cuando faltaban apenas dos semanas para que cumpliera 26 años. Un solo impacto de bala había acabado con su vida. El proyectil calibre .303 entró por el costado derecho del tórax provocando daños primero en un pulmón y luego en el corazón. La trayectoria era ascendente y limpia. Los galenos utilizaron un alambre de valla para seguir su curso.

El cuerpo fue bañado y vestido con traje de oficial de caballería, su rango original por el aristocrático origen. Los mecánicos del escuadrón número 3 de The Australian Flying Corps confeccionaron una cruz y un ataúd de madera con una placa de zinc inscrita en inglés y alemán, sobre la identidad del ocupante.

En la tarde del 22 de abril de 1918 en la comuna de Vaux-sur-Somme, al norte de Francia, seis pilotos australianos portaron el féretro cubierto de flores con los colores de Alemania seguidos por un sacerdote, mientras un grupo de fusileros disparaba salvas de honor. Toda la ceremonia fue filmada para ser exhibida en los cines de los países aliados. Los británicos, que habían tomado fotos del cadáver, sobrevolaron posiciones alemanas lanzando esas imágenes y otras de la tumba, como pruebas del derribo y la muerte del máximo as de la aviación de la Primera Guerra Mundial, el legendario Barón Rojo.

Su avión, un triplano Fokker Dr.I 425/17 pintado de rojo furioso con la cruz de hierro del II Reich en sus costados y timón de cola, de alta maniobrabilidad y rápido ascenso -aunque no muy veloz-, había sido prácticamente desmantelado por un centenar de soldados australianos apenas aterrizó con von Richthofen agonizando -su última palabra habría sido “kaputt”-, aunque otras versiones aseguran que ya estaba muerto cuando tocó tierra violentamente, destrozando el tren de aterrizaje. El piloto venerado transversalmente en el conflicto se golpeó el rostro contra sus ametralladoras, fracturando nariz y mandíbula.

El asiento de la aeronave fue destinado al Instituto Militar Real canadiense, en Toronto en 1920. Partes del fuselaje se remitieron al Museo Imperial de la Guerra en Londres, y otros restos al Memorial de la Guerra en Canberra, Australia.

El cuerpo de Manfred Albrecht von Richthofen, triunfador en 80 combates aéreos durante 19 meses, fue trasladado cuatro veces en el transcurso de 57 años.

Adiós a la caballería

La aviación tenía apenas 11 años de desarrollo cuando estalló la Primera Guerra Mundial, el 28 de julio de 1914. Los primeros usos de las aeronaves consistían en labores de reconocimiento sobre líneas enemigas, información que los ejércitos utilizaban para direccionar la artillería y el movimiento de tropas. No pasó mucho tiempo hasta que los acompañantes del piloto dedicados a la observación, comenzaron a portar armas y disparar a los aviones rivales.

En 1915 el aviador y diseñador holandés Anton Fokker, que trabajaba para el gobierno alemán, introdujo un sistema que permitía montar la ametralladora frente a la hélice sincronizando el tiro con el paso de las aspas. A su vez, este mecanismo ya había sido desarrollado por Roland Garros, piloto francés derribado cuya aeronave cayó en manos germanas. El adelanto permitía que solamente un piloto al comando pudiera atacar a sus rivales. Nacían así los aviones de combate.

Manfred Albrecht von Richthofen llegó al mundo el 2 de mayo de 1892 en una familia de linaje prusiano, en Kleinburg, Baja Silesia, actualmente Polonia. Hábil en los deportes y en actividades a campo traviesa como montar a caballo y la cacería, su destino castrense estaba delineado por su padre, el mayor Albrecht Philipp Karl Julius Freiherr von Richthofen. Con 11 años, ingresó a la escuela militar de Wahlstatt. Graduado, se unió a la caballería de los ulanos.

Iniciada la Gran Guerra, von Richthofen combatió en Rusia, Francia y Bélgica. Cuando el conflicto se entrampó en las trincheras, la caballería perdió sentido. Su unidad se disolvió, y fue relegado a labores secundarias, hasta ser enviado a una central de abastecimientos. En el intertanto, el oficial había observado combates aéreos y tuvo la chance de mirar de cerca una aeronave apostada en una unidad militar.

“No vine a la guerra a buscar queso y huevos, vine con otro propósito”, escribió a su superior, para ser trasladado a la Luftstreitkräfte, la fuerza aérea alemana. “Al principio, la gente de arriba quería gruñirme, pero luego cumplieron mi deseo. Así que me uní al servicio de vuelo a fines de mayo de 1915″.

Con la aviación de guerra en ciernes y también por su origen aristocrático, von Richthofen creyó que, tal como ocurría en tierra donde un chofer manejaba su vehículo, en la fuerza aérea tendría un piloto para conducir la nave.

“Naturalmente, estaba muy emocionado, porque no tenía ni idea de cómo sería -escribió-. Era una sensación gloriosa estar tan alto sobre la tierra. Todos los días, por la mañana y por la tarde, tenía que volar para hacer un reconocimiento y, a menudo, volvía con información valiosa”.

Como los franceses y los británicos también ejercían vuelos con la misma finalidad, von Richthofen decidió llevar consigo un rifle para atacar a las aeronaves enemigas. La primera vez que ordenó a su piloto acercarse lo máximo posible a un avión rival, no logró derribar al oponente. La experiencia fue crucial. Si quería tener éxito en un avión, reflexionó, debía pilotar y disparar él mismo.

También resultó significativo un encuentro en un tren con el teniente Oswald Boelcke, que había derribado cuatro aviones, convirtiéndose en una figura popular en toda Europa. Le preguntó cómo lo hacía para perpetrar el ataque. El teniente respondió que simplemente se acercaba lo suficiente para disparar y derribarlos.

Decidido a pilotar por sí mismo, von Richthofen se sometió a un periodo de entrenamiento donde, curiosamente, no demostró habilidades especiales. El 1 de septiembre de 1916 se unió al escuadrón de Boelcke, y el 17 del mismo mes derribó a su primer avión. “Le di varias ráfagas cortas con mi metralleta -escribió-. De pronto, estuve cerca de gritar de alegría cuando me di cuenta que la máquina enemiga había dejado de girar”.

En rigor, había derribado un avión de observación británico. Las víctimas fueron el capitán Tom Rees y el teniente Lionel Morris. En las siguientes seis semanas desplomó a otras cinco aeronaves. La alegría de von Richthofen se desvaneció cuando el 28 de octubre Oswald Boelcke cayó muerto en un combate, tras acumular 40 victorias.

El 4 de enero de 1917 derribó su 16ª aeronave con un saldo de 19 tripulantes abatidos. Aquella marca significó su primera medalla, la prestigiosa Pour le mérite entregada por el mismo kaiser.

A partir de ese momento, von Richthofen asumió una de sus características centrales. “Se me ocurrió pintar toda mi caja de embalaje de rojo intenso. El resultado fue que todos conocieron a mi pájaro rojo”.

“Mis adversarios también parecen haber oído hablar de la transformación de color”, agregó. “No es algo desconocido ni siquiera entre las tropas en las trincheras y lo llaman ‘el diablo rojo’”.

En enero de 1917 sus superiores le entregaron el comando de un escuadrón: Jasta 11. Como líder y con su nave exhibiendo el nuevo color distintivo, Manfred Albrecht von Richthofen fue apodado el Barón Rojo por la prensa británica, en alusión a su título nobiliario.

“El instinto de todo alemán es lanzarse contra el enemigo donde quiera que lo encuentre”, escribió en su autobiografía. “En mi imaginación me vi a mí mismo al frente de mi pequeña tropa atacando a un escuadrón enemigo y me embriagué de una alegre expectativa”.

Los miembros de su escuadrilla también decidieron pintar de colores vivos sus aeronaves, en tanto el grupo se trasladaba por vía férrea a distintos frentes donde se requería su cobertura. Jasta 11 montaba un campamento con carpas y fue así como el grupo se hizo conocido como The Flying Circus, el circo volador.

El 6 de marzo de 1917 un piloto británico atacó al as germano hasta derribarlo. Sin embargo, a último minuto, el avezado aviador logró maniobrar y aterrizar en el sector alemán. Ésa misma tarde, con un avión prestado logró su 24ª victoria en el aire. A fines de marzo había derribado 31 aeroplanos, matando a 37 aviadores y tomando a otros 11 tripulantes como rehenes.

La técnica de ataque del Barón Rojo era similar a la de un cazador. Esa manera de concebir el pilotaje la transmitió también a su escuadrón: acechar sigilosamente a sus enemigos y atacarlos de improviso.

Símbolo de propaganda

Abril de 1917 fue bautizado como “abril sangriento” por la fuerza aérea británica con 89 pilotos fuera de combate, a manos del Circo volador del Barón Rojo. El piloto seguía en racha y fiel a la costumbre de tomar souvenirs de las naves derribadas por su metralla, que colmaron una habitación como prueba tangible de los triunfos ante sus superiores. Si el piloto enemigo sobrevivía y era hospitalizado, von Richthofen solía ir de visita.

El 3 de abril el Barón Rojo derribó un avión que cobró dos víctimas, sobrepasando la marca de Oswald Boelcke. Por la tarde mandó a tierra otros dos aeroplanos, consagrándose como el combatiente más célebre del monumental conflicto.

Las autoridades alemanas comenzaron a utilizar su figura con fines propagandísticos, llevándolo de gira en distintos puntos del frente, pero su suerte cambió el 6 de julio. En medio de un enfrentamiento aéreo, una bala lo hirió detrás de una oreja. La herida dañó su nervio óptico dificultando la visión. Estaba casi nocaut cuando logró recuperar el control de los comandos. Hospitalizado varias semanas, hasta agosto el Barón Rojo utilizaba una vistosa venda en su cabeza.

Convaleciente, redactó Der rote Kampfflieger (El aviador rojo de combate, 1917), proyecto editorial bajo el férreo escrutinio de la fuerza aérea. Aún así, hay pasajes donde el piloto revela la crudeza del sangriento conflicto. “Me siento desdichado después de cada combate aéreo. Creo que [la guerra] no es como la gente de casa la imagina, con hurras y rugidos; es muy seria, muy sombría”.

La penetración de su figura en la psique del pueblo alemán era tal que se le ofreció un puesto en tierra, ante el temor de ser derribado. Manfred Albrecht von Richthofen rechazó la propuesta aludiendo a los combatientes en tierra. “Todo pobre hombre en las trincheras debe cumplir con su deber”, dijo, descartando un trato preferencial.

Cuando volvió a pilotar su aeronave comenzó a sufrir dolores de cabeza. Se tornó irascible, nervioso y descuidado en sus estrategias, como si nada le importara.

“Después de cada combate aéreo, me siento desanimado -escribió-. Cuando vuelvo a poner un pie en el suelo en el aeródromo, me dirijo a mis cuatro paredes. No quiero ver a nadie ni nada”.

El 2 de abril de 1918 derribó el avión número 75. El día 6 el número 76. Al día siguiente, otras dos aeronaves. Las bajas 79 y 80 fueron registradas el 20 de abril. Para entonces 91 aviadores aliados habían caído bajo las armas del Barón Rojo.

El vuelo final

En la mañana del domingo 21 de abril despegó del aeródromo de Cappy al norte de Francia junto a varias naves, entre ellas la de su primo Wolfram von Richthofen, un novato al que aconsejó mantenerse alejado de cualquier acción de riesgo. Entre las fuerzas enemigas, figuraban en el mismo espacio aéreo el piloto canadiense Roy Brown y el recién llegado Wilfred May, novato al que también se le advirtió de no participar en combate.

El escuadrón aliado 209 divisó a un grupo de triplanos Fokker, y atacó de inmediato. May se mantuvo como observador, pero a lo lejos divisó el avión de Wolfram. Fue en su dirección cuando el Barón Rojo, advertido de la maniobra, se desenganchó de la batalla volando hacia su primo. A su vez, Roy Brown hizo lo mismo. Se desprendió enfilando hacia esta segunda confrontación, persiguiendo al Barón Rojo que volaba siguiendo el curso del río Somme, desatendiendo que estaba en pleno territorio enemigo con artillería antiaérea. De pronto, von Richthofen hizo un giro y se fue casi en picada, aterrizando de golpe.

Roy Brown tocó tierra y se encaminó hasta donde estaba el afamado avión siniestrado con su legendario tripulante muerto. Creía que sus ametralladoras habían derribado al capo alemán, tal como más tarde la información oficial lo estableció.

“La visión de Richthofen, al acercarme, me sobresaltó -escribió el piloto canadiense-. Me pareció tan pequeño, tan delicado. Parecía tan amigable. Su cabello rubio, suave como la seda, como el de un niño, caía desde su frente amplia y alta. Su rostro era particularmente pacífico, tenía una expresión de gentileza y bondad refinada”.

“De pronto me sentí miserable, desesperadamente infeliz, como si hubiera cometido una injusticia, con un sentimiento de vergüenza, una especie de rabia contra mí mismo, conmovido en mis pensamientos por haberlo obligado a permanecer allí. Y en mi corazón, maldije la fuerza que se dedica a la muerte, rechiné los dientes y maldije la guerra. Si hubiera podido, con gusto lo habría devuelto a la vida (...). Me fui. No me sentía como un vencedor. Tenía un nudo en la garganta”.

Sin embargo, también hay teorías de que la bala que acabó con su vida era fuego terrestre de militares australianos. Se presume que fue un proyectil disparado por el sargento Cedric Popkin o del fuego antiaéreo de dos tiradores cercanos, de apellidos Buie y Evans.

Peregrinaje post mortem

Esa misma noche la tumba del Barón Rojo resultó atacada por pobladores. Las flores fueron esparcidas y la cruz robada. El general australiano sir John Monarch se quejó amargamente al alcalde local por el ultraje. El personal del escuadrón número 3 hizo otra cruz con una de las aspas y restauró la tumba. No pasó mucho tiempo hasta que los franceses decidieron tomar todos los restos de alemanes caídos en la guerra en cementerios locales, hasta un camposanto dedicado en exclusiva a los rivales. Fue así como los restos del Barón Rojo fueron trasladados al cementerio militar alemán de Fricourt.

Al poco tiempo la familia von Richthofen reclamó los restos para reunirlos en un mausoleo con su padre y un hermano, que también había sido un as de la aviación en la Primera Guerra. Pero la república de Weimar decidió un funeral de estado en Berlín liderado por el presidente Paul von Hindenburg, siendo enterrado en un camposanto exclusivo para los mayores héroes germanos como el general Gerhard von Scharnhorst, héroe de las guerras napoleónicas.

En la siguiente década, a ojos del régimen nazi, la tumba del Barón Rojo no era todo lo monumental que merecía. Se decidió entonces erigir una lápida imponente que sólo llevaba el apellido del as de la aviación.

El lugar fue dañado en los intensos bombardeos sobre la capital alemana en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial. En los años posteriores el cementerio quedó en la zona de ocupación soviética, despreocupados de mantener el lugar.

En 1961 se comenzó a levantar el muro de Berlín. El cementerio quedó en una especie de territorio de nadie, utilizado para escapar hacia el sector occidental. La lápida del Barón Rojo recibió numerosos impactos de bala de los guardias intentando detener a quienes trataban de fugarse.

En la década del 70, la familia von Richthofen solicitó nuevamente los restos de su afamado integrante. En 1975 el gobierno de Alemania oriental accedió. El Barón Rojo fue removido por cuarta vez, rumbo al cementerio de Wiesbaden. La gigantesca lápida que habían levantado los nazis, luego baleada en la Guerra Fría, no fue trasladada.