“La escuché en la radio en Las Torpederas en Valparaíso un verano comiendo un York”, responde un amigo ante la pregunta del primer recuerdo de Los Prisioneros. “Me gustaron de una”, agrega.

“De repente sonó La Voz de los ‘80 en la Cooperativa. Estribillo pegajoso y un hueón rabioso cantando. Aluciné”, responde otro.

“La primera vez que escuché de ellos fue en el programa Más música de Andrea Tessa”, relata un tercero. “Un sonido fresco y desconocido hasta ese entonces en Chile”, apunta.

“Una voz extraña y verborreica, muy convencida”, evoca un cuarto consultado. “Tarrientos”, sentencia un ex compañero de la universidad. “Equipos pencas”, observa otro.

La primera vez que escuchaste al trío de San Miguel es como interrogar a los boomers sobre el asesinato de Kennedy o la llegada a la Luna, momentos a fuego grabados para siempre.

Para mí, aquel primer contacto está eternamente ligado a la voz profunda de Juan Carlos Gil en radio Galaxia. “La lista está lista”, decía cuando terminaba su programa de pedidos de los auditores con dedicatorias entre la una y las tres de la tarde, donde Los Prisioneros eran infaltables tras la publicación de La Voz de los ‘80, el 13 de diciembre de 1984. Saliendo de clases apuraba el paso de vuelta a la casa para apretar play y rec en una carreteada radio caset sin tapa, ajustando el dial y moviendo una antena hechiza con un alambre, porque la señal era precaria en el cerro Yungay de Valparaíso.

Lo tocaban completo, todas las canciones parecían singles, y las letras eran impresionantes. El ingenio y la actitud frontal de Jorge González en un país censurado como el Chile de ese entonces, emocionaba. Su canto vociferante era como una fractura en colores en medio de un país gris. Parecía enojado, respondía irónico, impredecible y rápido, y lo acusaban de resentido. No solo los jóvenes hablaban de ellos, sino también los adultos. Nadie era ajeno al fenómeno que sólo Televisión Nacional y la radio Concierto intentaban obviar burdamente.

El canal estatal por razones obvias, la censura era parte de su dinámica con directores ejecutivos vestidos de uniforme recorriendo los pasillos. La Concierto, por capricho y sesgo. Al director artístico Fernando Casas del Valle no le gustaba el grupo. De nada sirvió que volvieran a grabar la canción central del debut -un poco más larga que la original-, en exclusiva para la estación. Ninguno de los tres primeros álbumes tuvieron cabida en su parrilla, que si se rendía sin pudor ante el rock argentino. Sólo cedieron en 1990 ante Corazones, grabado en Los Ángeles con Gustavo Santaolalla.

En una época de sonidos cristalinos y ritmos saltarines efervescentes siguiendo el manual de The Police, la guitarra de Los Prisioneros crujía. Las líneas del bajo eran inquietas, a ratos protagónicas como sucedía en Brigada de negro. El sonido de la batería variaba. En Latinoamérica es un pueblo al sur de Estados Unidos, Sexo y No necesitamos banderas, entre otras, la caja tenía una resonancia reggae no muy bien lograda. En cambio, para ¿Quién mató a Marilyn? y La voz de los ‘80 parecía un chasquido. Con su base programada, Eve-Evelyn era como proto rock industrial, y un anticipo del gusto de González por las máquinas.

La mezcla completa del debut dejaba la sensación de un sonido más propio de la textura de la señal AM, que la sofisticación y modernidad de la frecuencia modulada.

“Había una oscuridad total y de repente se hizo la luz”, explica emocionado el escritor y crítico Joe Queenan, en el reciente documental Beatles ‘64 de Disney+. Con Los Prisioneros sucedió exactamente lo mismo.

En Chile no había música para jóvenes compuesta por jóvenes desde la época de La Nueva Ola. Existía el Canto Nuevo pero sonaba como un lamento y una letanía; había que leer entre líneas y no eran precisamente lolos sus figuras. Y si lo eran, parecían hippies reciclados. “En las peñas facultades y en la televisión, junto a los artesas y conscientes snob, te crees revolucionario y acusativo, pero nunca quedas mal con nadie”, escribió implacable González, prácticamente jubilando a esa generación musical. El poder de una sola canción bastó para provocar el relevo.

La energía y la fuerza que irradiaban Los Prisioneros cambió el curso de la cultura pop de este país, junto con provocar fanatismos e identificación en Perú, Ecuador y Colombia. El rock en nuestro idioma se convirtió en una realidad. Las canciones no solo te animaban sino que decían lo que sentías y vivías. Te interpelaban -”tu rol es estelar”, proclamaba La Voz de los ‘80-, rasgando la fomedad y amargura de la existencia chilena con junta militar.

En la era de los raros peinados nuevos, Jorge González, Claudio Narea y Miguel Tapia no se maquillaban ni se escarmenaban, vistiendo como el común de los jóvenes de la época. Parecían increíblemente normales, pero a la vez no era tan así. Eran Los Prisioneros, la banda rock definitiva en la historia de Chile.

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