La primera grabación hecha en Chile que se conserva es una toma de audio sobre cilindro de cera con dos voces de tenores y acompañamiento de piano para la Canción Nacional. Fue registrada en 1906, en Santiago, gracias a la producción e impulso de Efraín Band, inmigrante ruso que llevó adelante tareas pioneras de registro y distribución de música en nuestro país a través de sellos como Fonografía Artística y Discos Águila, entre otros. Deslumbrado ante el invento del fonógrafo, Band fue un emprendedor visionario, que en 1901 postuló a un parcial financiamiento del Ministerio de Industria y Obras Públicas para conocer oficinas y fábricas de Europa abocadas al naciente rubro. A su regreso, se ocupó en la grabación de artistas populares, bandas instrumentales, folcloristas y músicos aficionados chilenos en un estudio levantado por él en una habitación de su propia casa de calle San Isidro 218, en cuyo patio construyó un galpón para toda la (hoy obsoleta) maquinaria de fabricación de discos y cilindros.
Desearía uno que Efraín Band fuese un nombre recurrente en el debate cultural chileno, al menos como referencia para lo que luego fue asentándose en nuestro desarrollo musical. Hay menciones a su legado en el recorrido que el Museo del Sonido —de fondos privados— propone en su sede del Barrio Yungay (Huérfanos 2919). A pocas cuadras de allí, en la Quinta Normal, la única copia de la primera grabación suya que se conserva está bajo el cuidado del Museo de Ciencia y Tecnología. Pero no es suficiente para hacerse una idea de todo el profundo cambio social y artístico que aquellos hitos nos trajeron. En general, la historia de nuestra música no es prioridad para aquello que la oficialidad agrupa bajo el concepto de patrimonio cultural, y por lo tanto son esfuerzos inconexos los que la preservan y divulgan… en la medida de lo posible. Junto a iniciativas fundamentales, como el Museo Claudio Arrau, en Chillán, y el Archivo de Música de la Biblioteca Nacional, existen espacios más bien testimoniales, valiosos en cuidado y cariño, pero precarios en el contexto de un relato mayor (están, entre otros, los museos Del Audio, en Curacaví, y Del Acordeón, en Chonchi; el Museo de Guadalupe del Carmen, en Chanco; y el capitalino Museo del Sindicato Nacional de Músicos y Artistas). Anota el musicólogo Juan Pablo González en uno de sus libros: «La incorrecta aplicación en el país del depósito legal —que ha ignorado el soporte sonoro como patrimonio y fuente fundamental del siglo XX— no nos permite contar con una fonoteca nacional».
Se discute encendidamente en estas semanas sobre la suerte del Museo Violeta Parra. Legítimos argumentos arquitectónicos, financieros y hasta legales cuestionan la demora por su restauración, así como el cambio en su colección y programa de actividades. Como no hay calendarios oficiales ni autoridades que clarifiquen el debate, nos tienta añadir aun otra perspectiva: en un país reacio a considerar la música como patrimonio histórico y clave de identidad cultural, el financiamiento público para el legado de nuestros cantautores, compositores e intérpretes es una conquista que defender con convicción. Ni un acorde atrás.