Coherencia. La última novela de Gonzalo Contreras, El verano y toda su ira, parte con un brillante capítulo en torno a un funeral en Casablanca y al almuerzo campestre que reúne a la familia después de los ritos fúnebres. El difunto es un suicida de 50 años, amigo del narrador, el único varón entre cuatro hermanas, un sujeto desadaptado, arrogante, adicto a Nietzsche y despectivo con el mundo, pero sobre el cual esta novela despliega una mirada condescendiente y cariñosa. Quien cuenta la historia, tomándose quizás muy en serio y sin mayor ironía, es su gran amigo de los tiempos de la adolescencia, cuando lo conoció tanto a él como a sus hermanas al interior de eso que llaman una familia disfuncional, en una casa relativamente opulenta que para el narrador se convertiría en escuela de sentimientos, de erotismo, de refinamiento mundano y de también de madurez, si por esto se entiende tomarle el pulso a ese amplio arco de dilemas familiares que van del amor al resentimiento, del furor a la decepción, de la afinidad a la competencia o de la lealtad a la traición. Fiel a una concepción de la novela que descansa mucho más en la densidad de los caracteres que en los vuelcos de la trama, Contreras es aquí más fiel que nunca a las coordenadas dentro de las cuales ha trabajado todas sus ficciones y se interna con especial agudeza -sobre todo en el caso de los personajes femeninos- en los motivos, ansiedades, emociones y sentimientos que limpian, nublan, redimen, ensucian o complican las relaciones humanas. Es el territorio al que él como escritor ha vuelto una y otra vez.

Singularidad. Que vuelva, que no vuelva, que pónganlo, que sáquenlo… Una vergüenza. Quién iba a imaginar esta zalagarda en torno al general Baquedano. Personaje singular, de pocas palabras, modesto, de reconocido don de mando, terco como mula una vez que decidía. El coronel José Manuel Varela recuerda haberlo visto dos o tres veces en Veterano de tres guerras. Una vez en Arica, cuando era comandante en jefe en terreno, palabreando a un oficial que majaderamente le pedía licencia para volver a Santiago. ¡Hasta cuándo me sigues jodiendo!, le dijo, tal cual. No se la concedió. Eran los días en que se preparaba el asalto final al Perú. La segunda vez, cuando lo vio entrar (chico, de pelo blanco y piel oscura, muy quemado por el sol) al Palacio de los Virreyes en Lima, en la etapa final de la Guerra del Pacífico. Solterón, solitario, lacónico, de pocos amigos, devoto de la disciplina, Baquedano fue militar desde los 12 años. Siempre muy frontal, al punto de parecer primitivo en sus tácticas de combate. Pero era bueno para elegir colaboradores (Pedro Lagos, Lynch, Emilio Sotomayor, Estanislao del Canto…) y la resistencia era lo suyo. Fue quizás su gran legado al Ejército. Supo, por lo demás, navegar en aguas difíciles. Le tocó trabajar con dos ministros de guerra de carácter, Rafael Sotomayor, que muere a los 57 años, un año después de iniciado el conflicto, y con Juan Francisco Vergara, con quien tuvo roces constantes. Tanto como respetar al poder civil, también supo hacer respetar. Su regreso a Santiago en 1881, después del triunfo, fue el de un héroe. Semanas después resignó el cargo. Habiendo rechazado una candidatura presidencial, llegó al Senado por dos períodos y el 91, cuando el Presidente Balmaceda renunció en su favor, fue Presidente de la República por un día, antes que tomara el mando el almirante Jorge Montt.

Sin falsa modestia. Werner Herzog sabía, cuando estrenó su Nosferatu en 1979, que habían tenido que pasar 50 años desde el clásico de Murnau para que el cine alemán volviera a atreverse con Drácula, y pensaba que iban a pasar otros 50 antes sin que nadie pudiera disputarle al personaje de Klaus Kinski ni la sombra de la autoridad que él le imprimió al personaje. Herzog recuerda que Kinski aparecía en solo 17 de los 96 minutos de la película, pero que todo giraba en torno a él. Es sano recordar estas cosas, porque en la nueva versión de Robert Eggers, el protagonista, descontándole la bulla y pirotecnia, casi se desvaneció. No tiene peso ni figura. Esta no es una película de terror; es apenas de efectos especiales. En eso y en la dirección de arte se fue toda la plata. El relato es a trompicones y los personajes cuentan poco. Donde Herzog vio casi una historia de amor y soledad, Eggers trata de sacarse los balazos con una lectura más sexual, lo cual simplifica el personaje de Ellen, puesto que lo convierte en un caso de posesión diabólica, de escasa proyección romántica. Como remake, innecesario. Como experiencia, un desastre. Como película, mejor ni hablar.