Si uno de los encuentros más memorables del público chileno con Sting se remite a ese Festival de Viña de 2011 en que el británico se presentó a toda orquesta, la cita de este viernes 21 en el Movistar Arena representa el reverso: el boleto de retorno al origen. El abrazo de vuelta con el formato trío.
Despojado de ornamentaciones instrumentales y de grandes decorados escenográficos, el artista retoma precisamente esa alineación que lo convirtió en figura multiventas con The Police, esta vez con 73 años y secundado por el guitarrista Dominic Miller -fiel escudero desde hace años- y el baterista Chris Maas, parte de bandas recientes como Mumford & Sons.
Ese entorno más austero le permite lucir sus aún intactos e impresionantes dotes interpretativos, casi sin fisuras pese a la marcha del calendario, despuntando todavía esa frescura algo juvenil y esas vocalizaciones sobre del final de cada tema que resuenan como ecos de otra era y que hicieron a su conjunto una verdadera institución FM, capaz de influir a generaciones completas de rockeros hispanohablantes, partiendo por Soda Stereo y Los Prisioneros.
Sting sabe que ha estirado con prestancia su garganta hasta la adultez, desplegando recursos épicos en pasajes de hits como Walking on the moon.
Porque precisamente de eso se trata el tour Sting 3.0 que mostró anoche ante un recinto capitalino atiborrado: un generoso recorrido por gran parte de su catálogo. No hay espacio para mezquindades. Sting no se reserva nada desde un comienzo, abriendo fuego con Message in a bottle de los propios Police, en un perfecto balance entre delicadeza y electricidad, con el artista también desplegando su virtuosismo como bajista, el corazón rítmico de su performance.
Luego la ruta se abre hacia su universo en solitario, con If I ever lose my faith in you, para enganchar con la muy aplaudida Englishman in New York. La audiencia -adulta en su mayoría, aunque también con presencia juvenil y hasta adolescente- no sólo se declara impresionada con su voz, sino que también con su aspecto, simple y sin pretensiones, pero que también forma parte de una figura que parece no haber sufrido grandes cambios en décadas.
El espectáculo sigue con otro clásico imbatible, Every little thing she does is magic, también de su banda madre, diseñada bajo contornos más rockeros que la original, lo que refuerza el acento más duro que hoy adquieren sus composiciones. Fields of gold devuelve la calma, mientras que en Never coming home regala líneas de bajo gruesas y exuberantes, otro arrojo del dominio eximio del instrumento.
En contraparte, Wrapped around your finger calca las formas del track original, a diferencia de Can’t stand losing you, elástica y extendida hacia un remate envolvente. Mass se muestra en todo minuto como un percusionista preciso y que no requiere de grandes acrobacias para lucir, mientras Miller responde a cada instante desde su rol, disparando acordes que parecen flotar con naturalidad y fluidez.
La noche sigue con hits como So lonely, King of pain y la eterna Every breath you take, esa oda a la obsesión que parece siempre conmover. En el bis, la fiesta es para Roxanne -alargada, saturada de quiebres y nuevos rumbos- y un cierre acústico con Fragile.
Sting ha ofrecido uno de los grandes momentos en vivo de esta primera parte del año, gracias a una vigencia sustentada en una voz impecable y en un estado escénico sin fractura alguna. Como las leyendas, le ha llegado el minuto de levantar el espejo retrovisor y echar mano a lo construido durante décadas. En el minuto del recuento, nunca decae. Precisamente como eso: como las leyendas.