Más allá que muchos de sus seguidores se lo pedían en sus redes sociales, Pedro Ruminot tomó una decisión sabia en su tercera presentación en la Quinta Vergara: desestimar monólogos que involucraran a su esposa y sus hijos. El año pasado, en ese mismo escenario, su mujer concentró su espectáculo en su vida familiar y, aunque partió graciosa, terminó exagerando y transformando sus vicisitudes puertas adentro en un exceso humorístico.
Ruminot, lo ha demostrado en toda su vida laboral, es un obsesivo. No es el más talentoso ni tampoco el más carismático de los comediantes, pero piensa y trabaja para ser el mejor. Se fija en los pequeños detalles para refrescar lo más posible su rutina. Apenas comenzó su espectáculo citó que en 2020 no pudo recorrer Chile -tras un logrado show en Viña- porque a las semanas llegó la pandemia. Y mencionó que por el apagón nacional del martes no pudo presentarse el día que le correspondía y que, si todo hubiese salido como estaba previsto, hoy debería estar comiendo un asado con sus amigos.
Sin embargo, ser el último de los humoristas en esta versión festivalera significó un ánimo más festivo del público que, casi de inmediato, conectó con Ruminot. Fue hábil en citar un par de veces al comodín del humor, George Harris –”puta que erís fome, conchetumadre”, le dijo-, en instancias precisas, al callo. Esa exactitud y minuciosidad fue una constante. Cada garabato que pronunció estaba en su lugar y dicho con gracia. Nada estaba fuera de control y ese autoconocimiento de tener una buena rutina hizo que Ruminot se viera relajado, dispuesto a responder los chistes del público y a sostener un espectáculo que nunca lo sobrepasó. Más bien, todo lo contrario. Lo condujo con oficio y a su arbitrio, consciente que lo que estaba haciendo era divertido y especial.
Ese dinamismo en el monólogo al exponer situaciones cotidianas en la farmacia y en los supermercados tuvieron siempre buenos remates. Algo que costó plasmar en la mayoría de los shows de sus colegas. Utilizó muy bien el absurdo de la chilenidad con ejemplos específicos. Cuando, sabiendo que tienes más de 40 años, te piden el carnet de identidad por comprar un vino para comprobar que eres mayor de edad. O también cuando citó la desconfianza como un símbolo nacional al afirmar que si un vecino hace una ampliación en su casa, de seguro es un narco.
Lo que parecía que podría bajar el rating, cuando dialogó con extranjeros presentes, también resultó. Sobre todo, con el estadounidense llamado Benneth y al que el comediante, ágil mentalmente, bautizó como “Penneth”.
La noche estaba bendita para Ruminot. Todo le salió como esperaba. Y el auditorio era cómplice. A menos de veinte minutos del inicio, pedían gaviotas. Para los que han seguido su trayectoria, su actuación tuvo la agudeza y perspicacia de sus inicios televisivos en Duro de Domar. Propagó esa esencia que se logra cuando sabes que tu espectáculo juega a ganador. En una versión festivalera en que el humor no había alcanzado instantes estelares -sí patéticos con George Harris, el más lamentable que recuerda la historia en Viña-, Pedro Ruminot tuvo una presentación consagratoria que ni siquiera el evitable protagonismo del director ejecutivo de Bizarro, Daniel Merino -pasándole una trompeta o haciendo gestos en la platea-, pudo opacar. Eso estuvo de más. Perfectamente pudo haber estado media hora o más arriba del escenario y todo hubiese fluido. Para él, una noche mágica. Para el público, una jornada que esperaron toda la semana.