Era un mundo más simple, de menos estímulos, que permitía experiencias inmersivas al descubrir un álbum sin la connotación sónica 360 de hoy, sino propiciadas por el artefacto, el empaque completo de un disco. La tarea incluía costumbres como pasar largo rato observando cada detalle de la carátula, inmerso en el arte, las letras, los créditos y agradecimientos. Escudriñar tan embelesado como intrigado la portada desplegable de Tommy (1969) de The Who; descubrir que el cartón de Disintegration (1989) de The Cure contenía unas tenues hendiduras en el rostro de Robert Smith, simulando tierra agrietada; el gesto electrizante de Neil Diamond en la portada de Hot august night (1972); la inquietante imagen de oscuros hechiceros de Black Sabbath en Paranoid (1970), y ese lujo de edición que fue ¡Al Séptimo de línea! (1966) de Los Cuatro Cuartos, un verdadero libro de historia.

Aunque el arribo del disco compacto redujo el tamaño del empaque, las posibilidades de diseño se expandieron en preciosuras como la caja naranja con relieves en Very (1993) de Pet Shop Boys, el primoroso librillo de Pearl Jam en Vitalogy (1994), o la cubierta lenticular de efecto hipnótico en Ænima (1996) de Tool.

Feria Vinilo Garage - Foto cedida

El arte y la información contenida permitía trazar mapas y enlazar datos. Sabías, a miles de kilómetros de distancia, que Rockfield studios en Gales -donde se grabó Rapsodia bohemia- era un santuario del mejor rock; lo mismo Electric Ladyland en Nueva York. Los nombres de los productores e ingenieros se volvían familiares, como el omnipresente Bob Ludwig, el amo y señor de la masterización retirado en 2023, o que Terry Date se especializaba en bandas de filo metálico que le daban más de una vuelta a las creaciones acorazadas en riffs, como Pantera y Deftones. Eran detalles relevantes si la música te conmovía a nivel vital.

Las plataformas más socorridas como Spotify y Apple Music despliegan irregular y aleatoriamente algunos detalles de las grabaciones. En una era de sobreinformación y 100 mil nuevas canciones al día, no hay mayor interés en especificar la genealogía del material. ¿Quién hizo qué? ¿Quién toca qué? No importa. La opción se presenta con el encanto y el cariño de una tienda todo a mil.

No solo es la fragmentación de las audiencias, la preponderancia del single sobre el álbum, o la obligación del featuring como recurso para escalar en los rankings. La música popular ha perdido peso y relevancia artística porque sus productos han sido despojados de características extras para crear un archivo perdurable en la memoria. No es una experiencia consumir canciones sino un acto mecanizado como abrir el refri.

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Esta perorata puede ser acusada como propia de un carcamal. Aceptado, no hay problema. Distintas colecciones -primero vinilos, luego compactos- fueron vendidas para financiar otros intereses. Volver a los elepés es una droga dura y cara. Estuve ahí y no creo que regrese.

Pero cuando visito amistades con vastas colecciones y buenos equipos -casi siempre inversiones millonarias-, ocurre de nuevo. Reaparece una dimensión en que la música va aparejada en armonía con otras expresiones artísticas -diseño y gráfica por ejemplo-, conjugadas para convertir un puñado de canciones en un relato y una obra provista de distintas dimensiones.

Nunca antes tuvimos tanta música disponible de todos los tiempos y no deja de ser maravilloso y abrumador. Pero sin esas pistas y momentos, se asemeja a la chatura de un buffet de tenedor libre con comida que se enfría. Se desvanece la relación íntima con el registro grabado en un océano de opciones sin historia, sin huella, sin herramientas extras para marcar recuerdos. Música que se confunde como lágrimas en la lluvia.