Como en un cuento de Chéjov, Antonio Díaz Oliva decidió dejar abierto el final de su libro. Cuando en 2010 publicó su volumen Piedra Roja: el mito del Woodstock chileno (RIL) -donde revisó la historia del Festival Los Dominicos, en octubre de 1970- en la última página dejó un correo electrónico con la intención de que si alguien quisiese compartirle información sobre el evento y sobre el hipismo en Chile, le escribiera. El resultado del ejercicio lo asombró.
“A lo largo de los años me llegaron varios, así como personas que leían el libro me mandaban emails, a veces largos -recuerda Díaz Oliva a Culto, desde Chicago, ciudad donde reside-. Eventualmente, cuando la tercera tirada del libro se acabó (ahora va por la quinta) quise hacer una edición nueva y mejorada. Pero a medida que lo revisaba lo fui rescribiendo y salió este otro libro, que es sobre la contracultura en Chile durante los años setenta”.
Con la nueva información, entonces, Díaz Oliva fue reescribiendo ese libro y lo amplió hasta tratar un tema más general: la contracultura en Chile durante los 70. Hablamos del cruce del rock, el cine, la literatura y el mundo hippie; de la influencia que tuvieron las películas de Woodstock y Busco mi destino en la juventud; las diferencias de clases sociales en el mundo contracultural; cómo se hablaba de los jóvenes en la prensa; el impacto de la novela y la película Palomita Blanca; el nacimiento de una nueva forma de pensar, diferente a la que tenían los padres y que la sociedad chilena no toleró tan fácil. En suma, el universo que debió convivir por un lado, con el conservadurismo; y por otro, con la Vía chilena al socialismo.
El resultado de este trabajo se llama Se supone que hay una revolución, y lo publica la casa editora Pez Espiral. El libro ya ha hecho algo de ruido, pues obtuvo el galardón Escritura de la Memoria de los Premios Literarios versión 2023, que otorga el Ministerio de las Culturas, en la categoría Obras Inéditas. “Piedra Roja: el mito del Woodstock chileno es mi libro sobre el hipismo durante la UP. Y Se supone que hay una revolución es mi libro sobre la contracultura durante la UP”, aclara Díaz Oliva como quien repite un aforismo.
El libro es una investigación presentada en formato historia oral, donde los protagonistas van hablando uno por uno. “Me fascina el género de la historia oral. Soy muy fan de libros como Por favor, mátame: la historia oral del punk y Nos vemos en el baño: Renacimiento y Rock and Roll en Nueva York, 2001-2011. Y en Chile hay un par de buenos ejemplos, como el librazo de Rodrigo Fluxá sobre la Blondie. También me gusta mucho, y creo que debería haber alcanzado más lectores, el libro sobre ese experimento llamado Canal Rock & Pop: Nunca cumplimos 30 de María Ignacia Pentz y Javier Correa. Es decir: siempre me fascinó el género y siempre, cuando escribí la crónica que se volvió en Piedra Roja: el mito del Woodstock chileno, quise escribir una. Y a medida que me metí más y más en Se supone que hay una revolución se me hizo evidente, ya que es un libro sobre grupos y comunidades socioculturales, que tenía que ser una historia oral”.
“En medio de su escritura pude leer, además, un libro clave: La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska, escrito en los setenta, donde usa el formato de historia oral (es decir: deja que los protagonistas hablen), pero asimismo incluye lo que dijeron los medios de comunicación, así como hasta los grafitis y rayados de la Ciudad de México. Es casi como un collage literario. Y en Se supone que hay una revolución también dejo que los medios ‘den su testimonio’ y asimismo pongo extractos de libros (Palomita Blanca, Mala onda de Fuguet, Nocturno de Chile de Bolaño, una novela de Hernán Rivera Letelier, Papelucho)”.
“Son vagos que pretenden ser hippies”
Los medios que “dan su testimonio” son una fuente notable de cómo la sociedad veía a estos nuevos adultos que no comulgaban con lo establecido hasta entonces. Por ejemplo, El Mercurio de Valparaíso escribió: “Son vagos que pretenden ser hippies, los que cometen todo tipo de actos groseros entre su grupo o con los concurrentes a dichos lugares”. O La Tercera: “Una campaña destinada a eliminar de las playas viñamarinas a numerosos vagos que se autodenominan hippies inició la Municipalidad de Viña del Mar”.
O el desaparecido diario La Tarde, que fue particularmente duro: “Chile, con una población actual que ajustadamente se empina por sobre los nueve millones de habitantes, es lo que los sociólogos denominan un pueblo genuinamente ‘joven’. Más del 50 por ciento, en efecto, de su población no llega a los 21 años. Los hippies constituyen, pues, dentro del conglomerado, una minoría ínfima”. Y agregó: “Es un movimiento ajeno a la idiosincrasia chilena, a las costumbres nacionales que no conocieron, hasta hace poco tiempo, nada de esto y a las propias necesidades del país, cuyo subdesarrollo le impide despegar hacia cielos más claros y promisorios, no puede merecer sino la censura y la reprobación generales. No anuncia, en realidad, nada bueno para lo porvenir ni se aviene con el derecho a sufragio otorgado por la última reforma constitucional a los chilenos de 18 años”.
El rol de los medios fue algo importante durante esta época, asegura Díaz Oliva. “Chile es un país reaccionario, en el sentido de que reacciona a lo que culturalmente está sucediendo en Europa y Estados Unidos, y cuando esas corrientes ya están instaladas en Chile, por lo general las mira con suspicacia. Cuando no las juzga. Los medios hicieron mierda a los hippies, y es curioso que los que más les dieron como caja eran los medios de izquierda, como el Clarín, o la revista Ramona. Parte de la investigación fue buscar entrevistas a Salvador Allende en esos medios, donde ojalá hablara de los hippies, de la música, o de esas corrientes culturales que la UP estaba pasando por alto. Y encontré un par de frases. Es interesante, porque Allende sabía que parte de la juventud chilena miraba con recelo al proyecto de la UP, ya que la UP les exigía a los jóvenes que fueran productivos. Cuando el ocio—y tener tiempo para imaginar y crear– eran formas vitales para ellos. Nada de eso los medios supieron entender. Su cobertura siempre era buscando la polémica”.
Otro aspecto fue la diferencia de clases sociales dentro del mismo conjunto de la contracultura. Los hippies del Parque Forestal no tenían nada que ver con los que se juntaban en el barrio alto. “Tu acceso a la música dependía de tu familia y su nivel de ingresos -dice Díaz Oliva-. Por eso los primeros eventos suceden en colegios del barrio alto, ya que esos tenían acceso a discos o les traían ropa de afuera, como los jeans, en una época donde no todo el mundo tenía jeans. Lo mismo para la política. La derecha era totalmente clasista; y la izquierda, si bien pudo representar al pueblo, era representada por pensadores que venían de familias acomodadas. O tradicionales. Donde roles como de esposa que le sirve comida al esposo que llega del trabajo no eran cuestionados totalmente. Por eso la importancia de la contracultura”.
Y agrega un ejemplo decidor: “O sea, imagínate que Jorge Gomez Ainslie, quien organizó Piedra Roja, luego armó unas comunidades en la cordillera, donde la gente vivía una utopía, algo totalmente comunista, en el sentido de las comunidades, y que se acabaría para el golpe de estado. Cuando al Jorge lo detienen los milicos y se lo quieren llevar al Estadio Nacional”.
El meollo de la contracultura en estos años hay que entenderlo en su contexto, en la efervescencia política del momento, por lo que cultura y política tendieron a cruzarse. “Ese periodo (fines de los 60 e inicios de los 70) fue efervescente en lo cultural y político -dice Díaz Oliva-. Por eso me interesaba escribir este libro: todavía no se ha explorado bien ese periodo, en parte porque el trauma de la dictadura sigue ahí. Pero se sabe poco de cómo la contracultura ha influido en la construcción de Chile, de su identidad, de sus hitos y relatos. O sea, imagínate que en su libro Sebastián Piñera dice que fue a Piedra Roja y que era hippie, cuando hay gente que dice que probablemente el expresidente está mintiendo. Él que sí estuvo fue su hermano; el Negro Piñera, pero cuando hablé con él no me dijo nada interesante. Lo cual me recordó esa frase: ‘Si recuerdas los 60, es porque no estuviste ahí’”.
“También esto de explorar la contracultura sirve para matizar los años de la UP, donde hubo muchas cosas interesantes desde la izquierda, pero asimismo desde grupos y sectores que no eran necesariamente comprometidos con los valores de esa izquierda allendista. Eran cabros y cabras en otra onda. Y eso también es Chile -añade-. Y una de las cosas que encontré, por ejemplo, es que luego del golpe de estado se hace un concierto en Nueva York donde toca Bob Dylan y otros próceres de la contracultura: Friends Of Chile Benefit Concert. Era como que la misma izquierda chilena que despreciaba al rock y el folk, ahora era recibida por sus próceres”.
Palomita y Papelucho
Los libros también tuvieron mucho que decir en esta época, y Díaz Oliva se detiene sobre todo en dos: Palomita blanca (1971), la novela de Enrique Lafourcade que todo escolar chileno ha tenido que leer, y que luego sería llevada al cine en un inolvidable filme de Raúl Ruiz, de 1973 (aunque estrenada en 1992); y el libro Papelucho y su hermano hippie (1970), de Marcela Paz.
“Dos de los documentos literarios que tenemos fueron escritos in situ, en su momento. Ambos son libros que hasta hoy se leen en los colegios. Hoy día ningún escritor chileno ha conseguido eso. ¿Qué novelas quedaron, o van a quedar, del estallido social? No lo tengo claro. Creo que los escritores chilenos no han estado a la altura; les falta oído, calle, e imaginación. La no-ficción está mucho mejor, por otra parte. Faltan lectores, eso sí. Y espacios para que los libros tengan una vida más larga, que es lo que sucedió con Palomita blanca en 1971, cuando se publicó y la gente la leyó, pero también se crearon espacios para comentarla y destrozarla y todo eso llevó, eventualmente, a que alguien del Partido Socialista (creo) dijera: ¿y si hacemos una película?”.
Sobre Palomita blanca, Díaz Oliva es de la idea de que no es ni de cerca lo más destacado de Lafourcade. “No es su mejor novela. Él mismo Lafourcade lo sabía, pero la escribió en el momento en que todo pasaba y por tanto dejó una radiografía muy vívida. Pero imagínate que Lafourcade escribe el libro luego de que su hijo va a Piedra Roja, se publica unos meses luego de eso, se vuelve un hit, y entonces aparece el Partido Socialista con dineros de no sé dónde (dicen que hasta eran de los soviéticos) para hacer una película que hablara sobre la guerra de clases, algo como Love Story. Y le piden ni más ni menos a Raúl Ruiz, quien era un joven y chascón director de películas experimentales, alguien que, si bien nació en Chile, tuvo siempre una visión de mundo a la francesa. Y luego Ruiz hace una recreación de Piedra Roja en La Reina y en 1972, y para el 1973, cuando la está por estrenar, ya va cayendo el peso de la noche: Palomita Blanca, la adaptación, nunca se estrena, y se vuelve un mito. Todo esto en menos de 3 años. Muy rápido”.
“Y eso que es una era sin internet, donde la cultura se pasaba de boca en boca. Era todo muy intensa y estaba pasando mucho culturalmente en el Chile de la UP. No solo en cuanto a la clásica cultura de izquierda (Víctor Jara y los Quilapayún), sino también en esas bandas y grupos de personas que estaban pensando en otras formas de convivir y crear conciencia social a través de la música, películas, o hasta arte contemporáneo. Justo cuando estaba terminando el libro cayó en mis manos el libro, sin terminar, del filósofo pop británico Mark Fisher, Comunismo ácido, donde explora la UP como proyecto cultural, y dice: ‘Allende estaba experimentando con una forma de socialismo democrático que ofrecía una alternativa real tanto al capitalismo como al estalinismo’. Dentro de eso, según el académico pop inglés, la contracultura ofrecía nuevas conexiones estéticas donde se podían unir ‘la conciencia de clase y la conciencia psicodélica’”.