Hay un Marx para cada estación. En el Chile de 1983, cuando cobraban fuerza las protestas nacionales contra Pinochet y la revista Time titulaba "Karl Marx is dead" (por el centenario de su muerte), circulaba un chiste que mayor gracia tenía si se lo contaba imitando la voz pituda del Capital General: desde el presente minuto, advierte el dictador, se suprimirá en Chile el mes de marzo ("no quiero marzistas en mi país"). También el champú Linic ("tampoco quiero lininistas en mi país").

Uno entre muchos, el chiste se contaba en un momento global poco auspicioso para comunismos y otros "ismos" que reclamaban domicilio junto al "barbón de marras" (como le llamaban los exiliados de Isla Dawson para evitar nombrarlo): los años dorados de Reagan, Thatcher y Juan Pablo II eran los mismos en que el General Jaruzelski daba un golpe en Polonia y en que el líder de la facción "renovada" del PS chileno, Ricardo Núñez, llamaba a pensar en un Marx democrático, "como lo entendemos los socialistas".

La pregunta por la muerte del legado de Marx se formuló entonces, pero sobre todo tras la caída del Muro de Berlín (1989) y el fin de la URSS (1991). Muchos creyeron entonces que la pregunta se respondía sola. Que si no se había acabado la historia, al menos el alba de la revolución y la imposición de las clases dominadas habían quedado fuera del juego. Ahora los pobres no entienden que Carlos Marx "está muerto y enterrado", cantó con ironía Joan Manuel Serrat en Viña 93 (muchos en las gradas no entendieron la ironía y aplaudieron entusiastas).

Lo que la historia parece sugerir en 2018 no es que Karl Heinrich Marx haya descubierto la ley del desarrollo inexorable de la historia humana, como proclamó Engels en su funeral, sino algo mucho más simple y más frecuente: que no hay que dar por muerta a la gente, o al menos no a sus espectros. A casi 10 años de las crisis financiera que hizo levantarse al filósofo, periodista y agitador de las ruinas de Berlín, se dibuja con claridad una estela de regresos a Marx expresados en biografías, estudios y diversas iniciativas académicas y militantes.

En ciertos casos se trata de hacerlo dialogar, fórceps mediante a veces, con las políticas de la identidad y otras aproximaciones ideológicas "de nicho". En otros se busca separar Marx y marxismo, así como lo marxiano de lo marxista, para librar aunque sea en parte al hombre de la pesada mochila que suponen los crímenes perpetrados por regímenes que lo consideraron su profeta ("200 años, 500 millones de muertos", tituló un diario conservador alemán). Y ha habido también relecturas del autor y nuevas visitas al personaje inscrito en su tiempo, algunas tan iluminadoras como las biografías de Jonathan Sperber (Karl Marx, 2013) y Gareth Stedman Jones (Karl Marx. Ilusión y grandeza, 2018), para quien su biografiado es "el verdadero teórico del capitalismo".

No pueden sino asomar, después de tanto, otros Marx que tientan a generaciones que no comulgan con "ismos". Que hacen gifs y memes con su imagen y que sin duda lo ven como un ícono pop, sin que ello los inhiba de depositar en él sus esperanzas de transformación social. Un Marx del que también se apropian generaciones mayores, aunque sea para decir, como David Harvey, que el Manchester de la revolución industrial no difiere mucho de la actual Los Angeles. Y a veces líderes políticos y estudiantiles que llenan auditorios reivindicándolo. Porque su nombre, cualquiera sea la filiación de quien lo invoque, aún convoca. Ni Marx ni menos.

En su tiempo

El señalado regreso de Marx ha pasado, en las izquierdas de distintas latitudes, por bajarlo del pedestal: por saltarse los recitativos jacobinos y las consignas de antaño para examinar sus propios textos, deseablemente, y para hacerlo dialogar "de igual a igual", como escribió en Clarín el historiador argentino Horacio Tarcus, "con Spinoza y con Pascal, con Hannah Arendt y Carl Schmidt". Eso, ahora que en su ciudad natal, Tréveris, hay una disputa por las conmemoraciones bicentenarias, y ya que el marxismo no es "el horizonte intelectual de nuestra época", como observaba Sartre, ni el "careo con Marx" es ya la piedra de toque de todo pensador, como quiso Georg Lukacs.

Y si se trata de hurgar en la persona detrás del personaje, hubo el año pasado un hito de especial consideración que hasta hoy se hará presente en el Centro Cultural de España. En la Berlinale 2017 se estrenó mundialmente El joven Marx, del realizador haitiano Raoul Peck, reconocido por su retrato del líder congolés Patrice Lumumba (Lumumba, 2000) y por su documental I am not your negro (2016), postulado a un Oscar.

El filme ofrece al espectador la trayectoria personal, intelectual y política del autor de El Capital: de 1843, cuando se esmera en mantener en pie un pasquín que aspira a la debacle de la corona prusiana, a 1848, cuando publica con su amigo íntimo y financista Friedrich Engels el Manifiesto del Partido Comunista. Un "catequismo" y un trabajo por encargo a cuya elaboración Marx se resistió en principio, como nos cuenta la película, acaso para perplejidad de quienes lo tienen o lo tuvieron como texto de cabecera.

Si se instala a Marx en el tiempo que le tocó, asoman las cuitas que marcaron su vida. Algunas de ellas se explicitan en el filme, como la permanente precariedad financiera que lo obliga a recurrir de apuro al mencionado Engels e incluso a la familia de su esposa, Jenny, de rancia aristocracia prusiana y firme partidaria de acabar con esa misma aristocracia.

En el período que despliega la película, Marx fue considerado por distintas autoridades como un peligro. Por ello, y porque la anhelada revolución debía promoverse en diferentes latitudes, migró de Colonia a París, de París a Bruselas y de Bruselas a Londres. Siempre con Jenny y sus hijos, que llegaron a ser siete (aunque cuatro murieron tempranamente). Habitualmente sin un cobre, pero casi siempre con una empleada doméstica. Lo que no se detalla aquí, e historiadores como Marc Ferro y el mencionado Sperber estiman relevante, es que de los amoríos que tuvo con su mucama nació un hijo, que por amistad terminó reconociendo Engels.

Otro ítem relevante que deja ver El joven Marx, que evita caer en la trampa de mirar el pasado como si quienes lo vivieron hubiesen conocido el futuro, es la descripción de la carrera marxiana por ejercer un liderazgo: por darse a conocer y por probarse más hábil y más útil a las causa proletaria que anarquistas como Mijaíl Bakunin y Pierre-Joseph Proudhon, y que los socialistas llamados más tarde "utópicos". A veces reconocido en sus dotes intelectuales, a veces humillado por algún líder demagógico.

Una escena de la cinta es especialmente gráfica a este respecto. Se ve al principio a Marx perorando ante un grupo de trabajadores industriales: los alienta a rebelarse y les habla de economía, del valor de su trabajo con que se quedan sus patrones, e incluso se va contra el entonces popular Proudhon, lo que le gana algunos abucheos. Acto seguido, pasa al frente el hoy olvidado Wilhelm Weitling: les habla desde la emoción, desde la hermandad y la tierra prometida. Marx, a quienes varios adversarios socialistas consideran entonces arrogante e irrespetuoso, mira la escena y no puede creer lo que está mirando: después de todo, él habla de las estructuras de un sistema económico y el resto sólo parece hacerlo desde la fe y la voluntad. Irónicamente, este prurito religioso se verá en muchos marxistas de los siglos venideros.

Es cierto que hoy, y desde hace rato, Karl Marx no es el "Prometeo de Tréveris", como tituló una biografía publicada en la extinta RDA. Pero que sigue dando material (para la reivindicación ilusionada, el estudio crítico o el examen desprejuiciado), lo sigue dando.