La muerte lo llevó a preguntarse por la vida. Cuando niño, Humberto Maturana sufrió dos pérdidas sensibles y dolorosas para un chico de seis años: la de su gatito, al que vio morir en su casa, y la de un tío muy querido. Lloró mucho y no quería aceptarlo. “Fue entonces cuando comencé a preguntarme: ¿qué es el morir? ¿qué es lo vivo que muere?”, escribió en El sentido de lo humano.
Esas preguntas atravesaron íntimamente las reflexiones del biólogo y Premio Nacional de Ciencias, fallecido a los 92 años producto de una neumonía. Nacido en Santiago en 1928, Maturana realizó aportes de enorme resonancia al estudio de los seres vivos y a la biología del conocimiento. A partir de ellos extendió su reflexión en torno al lenguaje, lo que nos constituye como humanos, y a la biología del amor.
“Como el convivir humano tiene lugar en el lenguaje, ocurre que el aprender a ser humanos lo aprendemos al mismo tiempo en un continuo entrelazamiento de nuestro lenguaje y emociones según nuestro vivir. Yo llamo conversar a este entrelazamiento de lenguaje y emociones. Por esto el vivir humano se da, de hecho, en el conversar”, decía.
Con estudios de Medicina en la Universidad de Chile, Maturana se doctoró en Biología en Harvard, y entre 1958 y 1959 trabajó en el MIT. Al año siguiente regresó al país y se integró como ayudante de la cátedra de Biología en la Facultad de Medicina. Organizó un ciclo de seis clases hacia fin de año y las preparó cuidadosamente. En cierto modo, sentía que toda su vida se había preparado para ello, pero no pudo evitar la sorpresa que le esperaba.
Ya entonces Maturana concluía que los seres vivos son sistemas moleculares determinados por su estructura. Pero durante una clase, un estudiante le planteó una pregunta inesperada y lo empujó a ir más allá. Y en lugar de improvisar una respuesta para salir del paso, Maturana contestó: “Si usted viene el próximo año, le propondré una respuesta”.
Esencialmente, la pregunta del estudiante apuntaba: “¿Qué clase de sistema es un ser vivo?”.
En 1960 aquella pregunta no tenía una respuesta clara y definitiva, no una al menos. La tendencia más aceptada consideraba a los seres vivos como sistemas abiertos procesadores de energía. Maturana pensaba distinto: los seres vivos son seres discretos, autónomos, “que existen en su vivir como unidades independientes”.
A partir de esa idea comenzó una reflexión que progresivamente dio forma a un concepto brillante y célebre: autopoiesis. Básicamente, Maturana concluye que los seres vivos son sistemas moleculares autónomos con una organización circular de transformaciones y producciones; sistemas en correspondencia o armonía con su medio. O dicho de otro modo y más preciso, los seres vivos somos seres autopoiéticos moleculares y nos mantenemos vivos mientras estamos en autopoiesis.
En 1969 Maturana dio a conocer sus conclusiones en un congreso de antropología en Chicago. Por entonces aún no daba con el concepto preciso, aún hablaba de “organización circular” de los seres vivos. Gracias a una conversación con su amigo y filósofo José María Bulnes, concibió la expresión que lo haría célebre. No era una charla sobre ciencia, sino sobre el Quijote: su amigo hablaba sobre el dilema del protagonista, Alonso Quijano, entre seguir el camino de las armas, o la praxis, y el de las letras, o la poiesis. Al escuchar este último término griego, que se refiere a creación, el biólogo encontró la palabra que necesitaba para designar la organización circular de los seres vivos.
“Los seres vivos somos sistemas autopoiéticos moleculares, o sea, sistemas moleculares que nos producimos a nosotros mismos, y la realización de esa producción de sí mismo como sistemas moleculares constituye el vivir”, diría.
Por entonces Maturana trabajaba con el biólogo y ex alumno Francisco Varela. Juntos publicaron De máquinas y seres vivos. Autopoiesis: la organización de la vida (1973), un libro sofisticado y complejo que tuvo repercusiones que trascendieron la biología y alcanzaron otras disciplinas como la filosofía, la sociología y la teoría de sistemas.
Aquellas reflexiones desembocaron en la pregunta por el conocimiento: “¿qué es el conocer?”. En El árbol del conocimiento (1984), Maturana y Varela entregan una conclusión audaz que los aproximó a los terrenos de la filosofía: sostienen que no vemos el mundo tal cual es, sino que nuestra experiencia del mundo está determinada por nuestra estructura. En un sentido, la objetividad no existe; la objetividad, diría Maturana, es un argumento para someter a otros. Pero “sí podemos ponernos de acuerdo. Y todos sabemos cotidianamente que el mundo en el que vivimos es un mundo de acuerdos de acciones”.
Eventualmente, los acuerdos no son el problema sino más bien la tentación de obstinarse en una referencia del mundo, es decir, “en el apego a ella a través de creer que uno puede dominar a los otros reclamando para sí el privilegio de saber cómo las cosas son en sí”.
El amor y la convivencia
Segundo hijo de una madre separada, en la biografía intelectual y emocional de Humberto Maturana, Olga Romesín ocupa un lugar fundamental. Ella lo instruyó en las tareas domésticas: así, él se convertiría en un biólogo que sabía cocinar, coser y tejer. Pero también heredó otras lecciones. Asistente social, de niña ella vivió con una comunidad aymara. Cuando Maturana le preguntó qué había aprendido con ellos, ella respondió: “A compartir y a colaborar”. Ambos verbos formaban parte del lenguaje personal y esencial del biólogo.
Durante su niñez Maturana comenzó a interesarse por el lenguaje. “Me fascinaba la idea de que uno pudiera usar el lenguaje para maldecir o bendecir. Que en la brujería se hicieran sortilegios y encantamientos con palabras… Que el nombre de Dios fuese secreto según la tradición judía”, contaba en El sentido de lo humano. También le gustaba cambiarse de nombre: un día llegó al colegio y dijo que se llamaba Sasha Romesín. No respondía a otro nombre. Más tarde, cuando ya había abandonado la fe, escogió el de Tubalcaín, hijo de Caín. Y luego de contraer tuberculosis, mientras estaba internado en el Hospital del Salvador, adoptó el de Irigoitía.
De este modo, el lenguaje fue una de sus preocupaciones y alcanzó un espacio protagónico en su reflexión: los seres humanos convivimos en el lenguaje, que para Maturana es una serie de coordinaciones de acciones y emociones. Estrenó un verbo: lenguajear, que alude al fluir del lenguaje, de esta red de coordinaciones que surge de la convivencia.
Desde la familia ancestral, sostiene Maturana, esta red de coordinaciones posibilitó un convivir en el placer de estar juntos, en el bien-estar y la protección del grupo. Ciertamente, para que ello fuera posible era necesaria la emoción. Y la emoción que hace posible estar juntos es el amor.
Desde la biología, Maturana reivindica el amor como “la emoción que funda lo social”. El amor “hizo posible la intimidad en la convivencia que dio origen al lenguajear como un modo de convivir”. Extendiendo la reflexión, el amor “es el dominio de las acciones que constituyen al otro como un legítimo otro en la convivencia, y donde hay colaboración que se da solo en el respeto mutuo, desaparecen la arrogancia y la obediencia. Todos los valores tienen que ver con el amor y son expresión de la armonía social, pues lo social se funda en el amor” (La objetividad, un argumento para obligar).
Revolución reflexiva
Hacia fines de los 90, con casi 70 años, Humberto Maturana conoció a Ximena Dávila, con quien fundó el instituto de pensamiento Matríztica. Junto a ella profundizó en la reflexión en torno a la naturaleza cultural de la vida humana.
Académico admirado y profesor querido por sus alumnos, Maturana era una figura intelectual que trascendía ampliamente las fronteras de la ciencia. Sus clases eran muy populares en la Universidad de Chile. En los últimos años, ofreció charlas y talleres a través de Matríztica, fue invitado al Congreso del Futuro, brindó conferencias con auditorios universitarios colmados de público y recibió un amplio reconocimiento por sus aportes.
Preocupado de nuestra convivencia, en cada una de sus intervenciones, así como en sus libros recientes, insistió en la necesidad de recuperar el diálogo en la sociedad, escuchar al otro, el respeto mutuo y la honestidad.
En coautoría con Ximena Dávila, en 2019 publicó Historia de nuestro vivir cotidiano, y hace solo unas semanas dio a conocer La revolución reflexiva: una invitación a crear un futuro de colaboración. Escrito durante la pandemia, en este breve libro apuntan a la necesidad de reemplazar la cultura de la competencia por una cultura colaborativa, basada en los principios que siempre defendió.
“Somos distintos, tenemos sensibilidades diferentes, pero podemos tener un proyecto común. Y ese es el punto. Pero para tener un proyecto común tenemos que respetar las diferencias y encontrar espacios de convivencia en el mutuo respeto. Pero si tenemos la ideología que excluye al otro, no podremos hacerlo”, decía a este diario en 2019, semanas después del estallido social.
A mediados de abril, dio a La Tercera la que se convirtió en su última entrevista. En ella insistió en la necesidad de recuperar la armonía en la convivencia y en nuestra relación con el planeta. Se manifestó a favor de que las personas puedan escoger sus opciones de vida y de muerte: “Las personas deben poder escoger el momento en que mueren, el momento en que procrean y la pareja que quieren para convivir”, dijo. Y agregó:
-Es absolutamente legítimo decir hasta aquí vivo. Yo, Humberto Maturana, quiero escoger el momento en que voy a morir, no quiero ser una carga, no quiero generar daño y no quiero contribuir al crecimiento de la población, porque es dañino para todos. El modo de vida del ser humano ha sido absolutamente destructivo.
Qué es la muerte
No creía en Dios, pero sí en el alma humana: todas las dimensiones no fisiológicas que constituyen nuestro ser y que dan forma al espacio del lenguaje y el conversar, desde la filosofía a la espiritualidad. Y en cierto modo, admiraba a Jesús en cuanto biólogo:
-Yo creo que Jesús era un gran biólogo. Él hacía referencia a una armonía fundamental del vivir sin exigencia, cuando al hablar a través de metáforas decía: “mirad las aves del campo, ni cultivan, ni trabajan ni se esfuerzan y se alimentan mejor que los humanos”, y sin angustias su existencia es armónica en la vida y en la muerte. O cuando hablaba de las flores. O cuando decía que para entrar en el Reino de Dios uno tenía que ser como los niños, y vivir sin la exigencia de la apariencia, en la inocencia del presente, en el estar allí en armonía con las circunstancias. Decir todo eso es comprender la biología del ser espiritual.
Cuando estuvo internado producto de la tuberculosis, Maturana tuvo contacto cercano con la muerte; vio enfermos perder la vida, y él mismo temió morir. Entonces escribió un poema:
“Qué es la muerte para el que la mira
qué es la muerte para el que la siente
pesadez ignota, incomprensible dolor que el estómago trae
para éste
silencio, paz y nada para ése.
Sin embargo el uno siente que su orgullo se rebela
que su mente no soporta
que tras la muerte nada quede,
que tras la muerte esté la muerte.
El otro en su paz, en su silencio
en su majestad inconsciente siente
Nada siente
Nada sabe
Porque la muerte es la muerte
Y tras la muerte está la vida
Que sin la muerte sólo es muerte”.