Por Moisés Naím, analista venezolano del Carnegie Endowment for International Peace.
Mientras el mundo anda preocupado por las guerras, el cambio climático y la inteligencia artificial, otro fenómeno profundamente transformador está en pleno apogeo: la exploración del espacio.
Hay aspectos de esta exploración que son de larga data. En 1957, el programa espacial de la Unión Soviética lanzó al espacio un cohete que transportaba una esfera de metal pulido de 58 centímetros de diámetro, 84 kilos de peso y tres antenas. Este primer satélite artificial, el Sputnik, disparó una feroz competencia entre Estados Unidos y la Unión Soviética por alcanzar el dominio tecnológico en el espacio.
Pero desde entonces mucho ha cambiado.
Tan solo durante la semana pasada, SpaceX, la firma aeroespacial de Elon Musk, lanzó a cuatro pasajeros privados en uno de sus cohetes para ir a pasar unos días en la Estación Espacial Internacional. Al mismo tiempo que esto sucedía, Blue Origin, la empresa de Jeff Bezos, concretaba con la Nasa un contrato de 3.400 millones de dólares para desarrollar una nave espacial capaz de transportar pasajeros a la luna. Y Virgin Galáctica, de Richard Branson, mandó un cohete con una tripulación de seis empleados de la empresa al espacio suborbital.
Estos son solo tres de los audaces, costosos y continuos esfuerzos por alcanzar roles definitorios en la exploración del universo. Antes, los principales contrincantes en la carrera por el espacio eran las dos superpotencias, EE.UU. y la URSS. Ahora son una multitud de empresas privadas. Además de la privatización y comercialización, la carrera por el espacio también está siendo influida por la militarización, la contaminación causada por los miles de satélites inoperativos que flotan en el espacio sin control y la pasión innata del ser humano por la exploración.
Las empresas privadas están tomando la delantera en la exploración espacial y el desarrollo de las nuevas tecnologías necesarias para conquistar ese mercado. El negocio espacial ascendió a US$ 469 mil millones en 2021. SpaceX y Blue Origin son los principales competidores en este negocio. Pero estos gigantes no están solos: se apoyan en un vasto ecosistema compuesto de unas 10.000 empresas pequeñas y medianas en lo que se conoce como el sector de ‘New Space’. Esta constelación abarca desde la producción de componentes para satélites y sistemas de control terrestre, hasta el diseño y la fabricación de cohetes, así como la naciente promesa del turismo espacial.
Otra tendencia importante es la militarización del espacio. Las grandes potencias mundiales están desarrollando sistemas militares espaciales y, al mismo tiempo, sistemas de defensa contra ese tipo de ataque. Las armas antisatélite y los sistemas de vigilancia son sólo algunos ejemplos de cómo el espacio se está convirtiendo en un teatro de conflictos geopolíticos.
De manera incipiente, algo de esto ya está ocurriendo. El sorprendente éxito de la resistencia ucraniana ante la invasión rusa se debe mucho a su acceso a tecnologías satelitales para dominar el campo de batalla, apuntar sus armamentos con precisión milimétrica y atacar las líneas de abastecimiento del enemigo. Y aunque aún no hemos presenciado el primer conflicto bélico a gran escala donde se ataca directamente la infraestructura orbital del adversario, es inevitable que ese día llegue. Y cuando lo haga, el sistema internacional se podría ver seriamente desestabilizado.
Un tercer elemento de este boom espacial es la creciente contaminación que se ha creado por la chatarra espacial. Estos son los desechos de lanzamientos previos de satélites que ya no cumplen función alguna, pero siguen flotando sin control en el espacio. Esto ha creado una tupida capa de escombros que nadie sabe cómo retirar. Es un problema creciente, porque muchas de las nuevas tecnologías requieren para funcionar de una gran cantidad de satélites.
Propuestas como la de la empresa OneWeb, dirigida por el emprendedor Greg Weiler, que tiene planes de lanzar 100.000 satélites al espacio antes de 2030, dan pie a grandes preocupaciones. Como la misma OneWeb ha reconocido, hay ya casi 1.000.000 de pedazos de chatarra orbital transitando a 27.000 km/h alrededor de la tierra, y las tecnologías para recobrar escombros están en pañales. Aunque estos satélites son pequeños, sus cantidades son enormes, y cuando salgan de servicio seguirán en órbita, poniendo en riesgo a sistemas que vendrán después.
¿Por qué está ocurriendo todo esto? Dos motivos: el lucro y la curiosidad. Muchas tecnologías, como los sistemas de posicionamiento global por satélite (GPS) y proyectos como el Starlink, de Elon Musk, solo pueden comercializarse con una vasta presencia espacial. En Silicon Valley, todos intuyen que hay grandes fortunas a ser ganadas en órbita, y eso está alimentando esta fiebre del oro en el espacio.
Por otro lado, el ser humano es innatamente curioso. El espacio representa un horizonte desconocido, un desafío irresistible para nuestra especie. Nuestro deseo de descubrir, de explorar fronteras desconocidas, continuará impulsando el interés en el espacio como mercado y como campo de batalla.
Cuentan que cuando se le preguntó al gran explorador británico George Mallory por qué quería escalar el Everest, respondió “porque está ahí”. Suena tonto, pero el desafío de lo que está ahí y que aún no hemos logrado conquistar siempre tendrá un encanto especial para los humanos. La sed por ser el primero en conquistar un reto nos define como especie. Y el espacio… está ahí.