De la promesa del mérito a la realidad de la desigualdad educativa
El discurso del mérito es central a la idea de la modernidad. Este concepto resume la promesa de una sociedad que recompensa el esfuerzo, el talento y los resultados con neutralidad y justicia, justificando así la distribución de posiciones sociales bajo la premisa: “a cada uno según sus méritos”. Sin embargo, esta promesa, en apariencia sencilla, se enfrenta constantemente a tensiones relacionadas con su correcta implementación, en especial en contextos marcados por desigualdades estructurales, como ocurre en Chile.
En particular, el discurso meritocrático ha operado aquí como un principio legitimador del sistema educativo, moldeando las expectativas sociales sobre su rol. La educación es considerada como el principal mecanismo de la meritocracia —y criticamos cuando no consigue serlo de la manera adecuada.
Sin embargo, a propósito de los resultados del proceso de admisión a la educación superior, es desde ya altamente probable que ellos nuevamente nos muestren que la formación, lejos de depender exclusivamente del mérito individual, se encuentra fuertemente determinados por factores externos, como el nivel socioeconómico, el acceso desigual a recursos educativos y las condiciones culturales del entorno familiar.
Como resultado, las condiciones iniciales de los estudiantes establecen un campo de juego desigual que la meritocracia, en lugar de nivelar, tiende a reforzar al convertir estas disparidades en puntos de partida asumidos como aparentemente legítimos.
Afortunadamente, dichas relaciones son cada vez más rechazadas en la sociedad chilena. En este contexto, el mérito no solo funciona como un criterio para legitimar la distribución de posiciones sociales, sino que también genera las condiciones para su constante problematización. Cada intento de reforma, orientado a responder a las inequidades visibles, expone nuevas formas de exclusión, atrapando al sistema educativo en una lógica de ajuste que, lejos de estabilizarlo, lo mantiene en una constante tensión.
El sistema educativo nunca es lo que debe ser: donde antes el objetivo era simplemente escolarización primaria obligatoria, se extiende luego a la expectativa de la universalización de la educación media y, crecientemente, la educación superior. Incluso este último nivel participa de esta dinámica, generando continuamente nuevas formas de diferenciación interna entre instituciones (con distintos niveles de prestigio de sus credenciales) y el consecuente reclamo de igualdad. Así, mientras antes era suficiente el acceso, hoy existe la expectativa de calidad equivalente entre instituciones de educación superior.
En este contexto, los debates educativos no necesariamente resuelven las desigualdades que denuncian, pero cumplen una función central: obligan al sistema a reflexionar sobre sí mismo. Estos debates actúan como un espejo que expone las tensiones entre las promesas meritocráticas y las desigualdades que subyacen al sistema. Más que un obstáculo, entonces, la crítica se convierte en el motor de la reflexividad, empujando al sistema educativo a cuestionar sus premisas, revisar sus criterios de legitimidad y replantear sus objetivos. Este proceso de autoobservación, aunque incómodo y casi por necesidad insuficiente, es imprescindible para un sistema que busca mantenerse relevante en una sociedad sujeta a un constante cambio.
De este modo, más que resolver las inequidades, el verdadero valor de los debates públicos radica en su capacidad para sostener un proceso continuo de crítica y ajuste. Este proceso, aunque inacabado, es la base de cualquier intento serio por transformar la educación. Nada más perjudicial para un sistema educativo que la ilusión de estabilidad, que disfraza la inmovilidad y perpetúa las desigualdades que anteriormente prometió superar y resolver.
Por Julio Labraña, académico de la Universidad de Tarapacá.
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