Luis Maira: “El mensaje era claro: no se asilen, porque de ahí no van a salir nunca”
Cinco horas después del inicio del Golpe de Estado, la Junta Militar dio a conocer el bando 10, en el que figuraban los nombres de 95 dirigentes del gobierno de la Unidad Popular a los que se les ordenaba entregarse voluntariamente en el Ministerio de Defensa antes de las 16.30 horas de ese día. De no hacerlo, "se ponen al margen de lo dispuesto por la Junta de Gobierno con las consecuencias fáciles de prever". Luis Maira es uno de lo quedaron al margen. Tenía 33 años y se desempeñaba como diputado del Distrito 1 de Santiago por la Izquierda Cristiana y coordinador de las bancadas parlamentarias de la Unidad Popular. Por 12 días se mantuvo oculto, cambiando cada 24 horas de lugar, hasta que su situación se hizo insostenible, por lo que llamó a un viejo amigo, el entonces embajador de México en Chile, Gonzalo Martínez Corbalá. Ese llamado salvó su vida. Este es su testimonio.
Este testimonio es parte del documental Ubicar y Detener: Seis Historias del Bando 10.
La mañana del 11 de septiembre de 1973 recién comenzaba a brotar el pasto que habíamos plantado en el jardín de la casa a la que habíamos llegado a vivir dos años antes, en lo que por entonces eran los suburbios de Santiago, donde termina la Av. Kennedy, en Las Condes, y donde un grupo de profesionales jóvenes que nos dedicábamos a la política y que teníamos en común un origen democratacristiano habíamos construido una cooperativa de 24 casas. La mía estaba pareada a la de Alejandro Foxley.
Ese es mi último recuerdo de esa casa, a la que no pude volver hasta más de 15 años después. Porque en ese momento empezó otra historia, primero la de sobrevivir en la clandestinidad, ya que a los pocos días del Golpe de Estado mi nombre figuró en la lista de los 13 más buscados por la dictadura. A partir de entonces, ya no podía pedir a nadie que me alojara, porque podía sufrir consecuencias. Empecé a ir a lugares casi absurdos, tanto así que terminé en la casa que me ofreció un amigo en la que vivía su madre, que tenía un avanzado alzhéimer, por lo que no tenía conciencia de quién era yo, ni de lo que estaba sucediendo en el país. La señora estaba al cuidado de una nana de ascendencia mapuche que era analfabeta, así que ella tampoco leía las noticias ni sabía quién estaba oculto en la casa, pese a que, en esa época, mi foto salía a menudo en la prensa, ya que era el vocero y coordinador de los parlamentarios de la UP en los temas sustantivos que se debatían en el Congreso. Después vino el asilo por ocho meses en la residencia del embajador de México, y luego un largo exilio.
Desde algún tiempo antes, todos veníamos en una suerte de cuenta regresiva, de cuándo podía ocurrir el Golpe. Sabíamos que podía ser cualquier día. Por lo mismo, todos los partidos empezaron a poner escoltas a sus dirigentes más conocidos. Sin embargo, la noche previa, la persona que estaba a cargo de mi seguridad, que se suponía tenía alguna preparación, debió quedarse a dormir en su casa, en una población en la comuna de Cerrillos, donde vivían muchos efectivos de la Fach, los que, de manera preventiva, en la madrugada del 11 comenzaron a detener a los vecinos que se sabían eran de izquierda, entre ellos a mi escolta. Así que la mañana del Golpe yo estaba solo cuando a eso de las siete recibí un llamado de uno de los compañeros que estaban de turno a cargo de la sede de la Izquierda Cristiana y a quien, poco antes, le habían avisado desde Valparaíso sobre el alzamiento de la Armada.
Tomé un seudodesayuno, pensando que el día sería muy largo, y a eso de las 8.15 horas salí de mi casa en mi auto. Recuerdo haber mirado por el espejo retrovisor y vi cómo en el jardín empezaban recién a aparecer los primeros brotes del pasto que habíamos sembrado semanas antes. Manejé rumbo al cordón industrial de Cerrillos, donde estaba el complejo Fensa-Mademsa, de las pocas industrias que estaban bajo el control de un sindicato encabezado por militantes de la Izquierda Cristiana, por lo que el partido había decidido que la directiva se reuniera allí en caso de ocurrir el Golpe. Esa decisión se había tomado meses antes, el 29 de junio del 73, luego de que fuera sofocado rápidamente el llamado Tanquetazo, una suerte de simulacro de Golpe mal planificado y peor ejecutado por un militar del Regimiento Blindados N° 2 (el teniente coronel Roberto Souper), que no tuvo el apoyo del resto del Ejército ni de las otras ramas de las Fuerzas Armadas. Tras ese episodio, nosotros sabíamos que si había un nuevo intento, este sería “un Golpe de a de veras” de las instituciones armadas.
Ese día no alcancé a llegar a las industrias Fensa-Mademsa. Al llegar a la altura de la Facultad de Odontología de la Universidad de Chile pude ver que había militares con el pañuelo y el brazalete naranja que identificaba a los golpistas, los que habían tomado el control del puente sobre el Mapocho, por lo que no tenía ninguna posibilidad de pasar. Iba a ser detenido de inmediato, porque mi rostro era muy conocido. Di la vuelta, pensando en volver a mi casa, pero finalmente opté por irme a la casa de un tío, que semanas antes me había ofrecido alojamiento en caso de que fuera necesario. Él vivía cerca de Ñuñoa, en un lugar tranquilo. A mi casa, obviamente, ya no podía volver, de hecho, fue allanada al día siguiente del Golpe.
Fue en la casa de mi tío cuando, pasado el mediodía, escuchamos por radio que los militares daban lectura al bando N °10 y mencionaban por largo rato los nombres de 94 personas que debían entregarse. Para mi asombro, mi nombre no estaba en esa lista, así que supuse que estaba en una condición algo mejor que otros dirigentes de la Unidad Popular que ya estaban siendo buscados. Con algunos amigos organicé una especie de secuencia de lugares donde me podía ir moviendo.
Alguien me dijo que no podía seguir manejando mi auto, que eso era muy peligroso. Así que lo fueron a recoger y, desde ese momento, me trasladaban en vehículos más apropiados, como camionetas. Incluso, me movieron varias veces en un camión chico, a los que registraban menos en esa época, porque no imaginaban que fueran a viajar ahí dirigentes políticos conocidos.
A los pocos días el copamiento militar ya era total y me empezaron a buscar. Fueron a mi oficina, la allanaron, tenía una biblioteca allá y los militares tiraron más de 100 libros al incinerador de la basura para quemarlos, se produjo una humareda enorme, fue un desastre, tuvieron que desalojar el edificio, de eso supe mucho después, por lo que me contaron mis secretarios que estaban allí. Además de los libros, los militares quemaron todos mis archivos. Así que a los tres días del Golpe yo ya sabía que me estaban buscando intensamente y que había entrado en las listas para detenerme.
Con el apoyo de gente independiente, porque uno no podía ir a ocultarse a las casas de los militantes, las que eran allanadas y muchos eran detenidos, comencé a moverme. Yo tenía dos o tres conocidos que podían alojarme y a los que se les había aconsejado mantener un perfil bajo, que no participaran de movilizaciones ni tuvieran afiches o banderas en sus casas que pudieran delatar que eran simpatizantes de izquierda. Eran casas que usualmente no recibían huéspedes y de poca vida social, ojalá sin niños y sin servicio doméstico. Pero, para mi asombro, las casas a las que iba se “quemaban” a las 24 horas. Yo entraba a esas casas cuando no había nadie en la calle, me aseguraba de esperar hasta que la calle estuviera vacía, lo hacía con la cabeza cubierta por un sombrero, me vestía como un “pije” para aparentar que era el hijo de alguien con dinero y maquillaba mi rostro para tratar de modificar mis facciones. A partir de ese momento empecé a dejarme bigote. Nunca antes había usado bigote, así que se puede decir que es un subproducto del Golpe. Nunca más me lo saqué. Mi idea era que cuando cayera Pinochet yo me afeitaría el bigote, pero pasó tanto tiempo que se convirtió en un hábito.
Cuando entraba a una casa ya no salía más hasta que tenían que trasladarme. Por lo general me pasaban la pieza más aislada y yo hacía mi vida prácticamente en la pieza, me llevaban comida cada ciertas horas. Comía solo, después pasaban y se llevaban mi bandeja.
Así estuve escondido en unas cuatro o cinco casas. No duraba allí más de uno o dos días, uno olfateaba que algo pasaba, los vecinos miraban raro, había un conjunto de gestos, no sistematizables, pero que eran notorios para alguien como yo que estaba siendo buscado, y que denotaban que había ciertas actitudes sospechosas respecto de la casa. En el barrio alto la mayoría estaba con el Golpe, así que apenas teníamos indicios de que algún vecino se ponía “cachudo” y podía avisar a los militares, inmediatamente llamaba a alguien, coordinábamos una hora en que no me vieran salir y me sacaban escondido en un auto apropiado para llevarme a otra casa. Supe que algunas de las casas en las que estuve escondido fueron allanadas uno o dos días después de que yo me había ido. Yo no tenía documentación falsa, así que si hubieran allanado mientras estaba, me habrían identificado y detenido.
Nos dimos cuenta de que no era posible permanecer clandestino en Santiago y tener una casa de seguridad por largo tiempo. Para entonces ya se habían producido asilos masivos en embajadas y se comenzó a discutir la opción de que yo también me asilara.
Creo que fue la noche previa, o la inmediatamente posterior a los festejos del 18 de septiembre, cuando el general Gustavo Leigh, el comandante en jefe de la Fach, quien era el más duro de la Junta Militar, el que amenazó con “extirpar el cáncer marxista por todos los medios” y con que habría una larga permanencia de los militares en el poder, dio un discurso por cadena nacional con un tono muy duro. Ahí dice que han detenido a muchos extremistas, pero que se habían dado cuenta de que en los listados que se habían dado a conocer hasta entonces no tenían las debidas prioridades, por lo que habían seleccionados a 13 personas, a los dirigentes principales, a los que calificó de marxistas antipatriotas, y dice que quieren detenerlos para interrogarlos, apremiarlos y castigarlos.
Yo estaba en esa lista.
Fue algo muy dramático para mí. Esa noche, después de la cadena nacional del general Leigh, tomé la decisión de asilarme lo más rápido posible. Me di cuenta de que ya no tendría muchas posibilidades de sobrevivir.
La salida
Llamé a gente del partido y me trasladaron a otra casa, que se suponía era más segura, pero era evidente que cada vez los lugares a los que iba eran más inseguros. Yo no tenía preparación militar, ni nada ligado a la guerrilla, ni siquiera al mundo social, yo era un dirigente dedicado al debate político, era el más conocido de los tres o cuatro dirigentes de la UP que íbamos permanentemente a los foros y debates a defender las posturas del gobierno de Allende. Creo que por eso me pusieron en esa lista especial de los más buscados.
Sentía soledad y estupor. No sospechaba que el Golpe iba a ser tan intenso. Imaginaba que iba a ser algo más cupular, que iban a detener a Allende, a los ministros y a las directivas de los partidos, que iban a buscar a los más conocidos, y que iban a bajar muy poco a poco para ir detrás de líderes sindicales y sociales. En el fondo, que iba a ser algo distinto al Golpe tradicional que se había dado en América Latina. Para nuestro estupor, con cada día que pasaba quedaba claro que el Golpe no sólo iba ser similar a los demás en América Latina, sino que en muchos aspectos iba a ser peor. Acá fueron con todo contra todos.
Yo había pensado muchas veces que, si me asilaba, lo haría en la embajada de México. Desde el año 1965 tenía relaciones con México: durante dos años di cursos académicos en las Escuelas de Verano de la Universidad Autónoma y muchos profesores mexicanos amigos míos comenzaron a venir a Chile a dar clases o conferencias durante el gobierno de la UP, a los que llevaba a ver a Allende, para que se tomaran fotos y luego apoyaran las ideas del gobierno y difundieran lo que se estaba haciendo en Chile, no sólo en México y Centroamérica, sino también en el sur de Estados Unidos. Tres meses antes del Golpe había estado en México con Joan Garcés, jefe de los asesores de Allende.
Conocía bien al embajador de México en Chile, Gonzalo Martínez Corbalá, era mi amigo, y tiempo antes del Golpe él me había ofrecido ayuda en caso de necesidad. El partido quería que me asilara en Argentina, pero yo no estaba de acuerdo, les decía: en Argentina la democracia no va a durar más de dos años y se van a asilar miles de refugiados chilenos, por lo que no tengo ninguna seguridad de que no entren militares y me saquen. A la última embajada que iría sería a la de Argentina, les respondía. Tenía miedo de que pudieran allanarla. Yo pensaba que en la embajada de México iban a entrar menos asilados y a mí me protegerían más.
Llamé al embajador de México y con un lenguaje muy críptico le expliqué mi situación. Él me dijo: “Yo te voy a buscar donde tú me digas”. Tuve que decirle que no se expusiera directamente él, pero que organizáramos un operativo con la embajada para que me fueran a buscar con un auto de la embajada a un determinado lugar. Eso se hizo tal cual. El 22 de septiembre del 73, uno de los dos capitanes de Ejército mexicano a cargo de la seguridad de la embajada, junto con el chofer del embajador me pasaron a buscar. Me harían pasar como el hijo del embajador. Recién había cumplido los 33 años y, aunque ya iba en mi noveno año como diputado y era mi tercer periodo parlamentario, tenía cara de joven. Me costó mucho tiempo tener cara de adulto, así que no me costaba nada vestirme de “pije”, de esos clásicos hijos de gente de clase alta. Recuerdo que en un comité de cuatro o cinco personas decidieron la ropa que tenía que usar, pantalones de pata ancha, calzado y chaqueta de gamuza, lo que usaban en esa época los hijos de los pijes. Un experto me maquilló, ni yo mismo me reconocía.
Recuerdo que no se podía entrar a la residencia del embajador con el auto diplomático. Los militares chilenos apostados afuera, en la calle Américo Vespucio, obligaban a los ocupantes de los vehículos a bajarse en la acera, precisamente para evitar que se les pasaran asilados. Así que el capitán de Ejército mexicano, que iba al lado del chofer, se bajó primero, me abrió la puerta trasera para que me bajara yo y me hace un gesto para que corra los cinco metros que me separaban de la puerta de la residencia. Los militares chilenos, que hacían guardia frente a la residencia del embajador por seis o siete días seguidos, ya conocían el auto, al chofer y al encargado de seguridad de la embajada, así que no les llamó la atención. Apenas entré, la gente que estaba adentro de la embajada comenzó a gritar y a abrazarme. Los militares que estaban afuera se dieron cuenta de que alguien se les había pasado por delante de sus narices. A partir de ese momento me sentí seguro, la duda era cuándo podría salir de ahí. Muy pronto me di cuenta de que la dictadura no tenía ningún ánimo de darnos salvoconducto.
En la embajada de México, lo que se llama la Cancillería, que estaba en Providencia, cerca de la calle Pedro de Valdivia, se asiló mucha gente (se calcula que fueron unos 756 perseguidos políticos, entre ellos la familia del fallecido Presidente Salvador Allende, los que encontraron refugio en México gracias a la ayuda del embajador Martínez Corbalá), pero a mí me tuvieron en un grupo especial, éramos 12 personas que nos asilaron en la residencia del embajador. Ahí pasé ocho meses.
Los tratados de asilo obligan a conceder el refugio en una semana, pero la dictadura inventó una categoría a la que le llamaba los “diferidos”, a los que nos inventaron que éramos delincuentes, que habíamos cometido delitos económicos y que íbamos a ser juzgados en Chile por nuestros crímenes y corrupciones, todo eso para no decir que éramos perseguidos políticos. Era una lista de 120 “diferidos”, a los que se les negaba salvoconducto para que salieran del país, entre esos estaba yo. El mensaje era claro, no se asilen, porque de ahí no van a salir nunca.
El 26 de septiembre, cuando ya estaba asilado en la residencia del embajador de México, salió la portada de Las Últimas Noticias primero y luego en el Mercurio y La Tercera el titular de los 13 más buscados de Chile, donde aparecía mi fotografía y mi nombre, pensé que mi estadía en la embajada sería muy, pero muy larga.
No había mucho que hacer dentro de la embajada. México no reconoció a la Junta Militar chilena, así que el 25 de septiembre el embajador Martínez Corbalá debió irse a México (en 1974 México rompió relaciones diplomáticas con Chile, las que se restablecieron recién en 1990, tras el restablecimiento de la democracia en Chile). Al irse, el embajador dejó apenas unos pocos libros en su residencia. Era una casa pequeña. Con grandes salones, pero apenas tenía cuatro dormitorios muy pequeños que habían hecho en una ampliación del segundo piso. Las piezas se reservaron para las embarazadas y las personas enfermas.
Con la salida del embajador, los dos capitanes de Ejército mexicano a cargo de la seguridad pasaron a ser los jefes de la misión diplomática. Todos los funcionarios civiles se tuvieron que ir. Los mexicanos dejaron en claro que sus oficinas quedarían en funcionamiento para brindar asilo a los chilenos, pero no habría ninguna actividad diplomática. Al poco tiempo, sin embargo, llegó un alto oficial mexicano experto en manejo de crisis a hacerse cargo. Él era el único funcionario civil, aparte de un grupo muy pequeño de personal chileno no diplomático que prestaba servicios, mantenían el jardín, el aseo, se encargaban de las compras. Al poco tiempo, como al mes de mi llegada, ellos también fueron retirados y nosotros tuvimos que hacernos cargo del cuidado de la residencia y de la embajada, cuidábamos el jardín, limpiábamos las oficinas, hacíamos de todo. Alguien de la embajada iba a La Vega y compraba grandes cantidades de comida, y nosotros nos hacíamos cargo de los turnos de cocina, servíamos los platos y lavábamos después la loza. Yo rápidamente descubrí que era mejor hacer el turno de cocina que el de limpieza, así que aprendí a cocinar pastas y cazuela, cocinaba bien, porque hacer comida para 200 personas no es fácil. Hasta el día de hoy yo me cocino. Cocinaba en cuatro o cinco ollones grandes y la salsa la preparaba en un balde grande. Para mantener caliente la comida mientras se distribuía al resto de los asilados, colocábamos los fondos en la tina del embajador llena con agua caliente. Después se enviaba lo que cocinábamos en la residencia a la embajada en Providencia, ya que la embajada no tenía cocina. Ahí estaba la gran mayoría de los asilados.
México fue muy estricto en que se cumplieran las normas del asilo político, lo que implica el aislamiento del asilado, para así tener autoridad moral para exigir a la dictadura que emitiera los salvoconductos. No dejaba que tuviéramos contacto con nadie, mucho menos que fuéramos a hablar o dar entrevistas. No podíamos recibir periódicos, ni ver televisión o escuchar radio, se llevaron esos aparatos cuando se fue el embajador. Nosotros logramos armar una radio pirata. Uno de los asilados era el director de los servicios de telecomunicaciones del gobierno y era capaz de armar una radio con cosas que encontraba a la mano. Así pudimos escuchar a escondidas noticias chilenas y, a veces, lográbamos sintonizar Radio Moscú y la Voz de América de Estados Unidos. Los capitanes mexicanos a cargo de la seguridad no sabían de eso, nosotros teníamos que esconder la radio y sólo la usábamos en la noche.
México mandó cerca de cinco aviones a Chile, en cada uno de ellos se iban 200 asilados, pero cada vez entraban más refugiados a la embajada. La mayoría eran militantes pocos conocidos, así que no les ponían problemas para que salieran del país.
La embajada colindaba con un club de golf, atrás tenía un muro muy bajito, que era muy fácil de saltar. Los mexicanos pusieron una especie de estatua, para que la gente que se metía al club de golf supiera dónde estaba la embajada y pudieran refugiarse. Recién como a los tres meses del Golpe los militares levantaron un muro enorme en la parte del club de golf que daba a la embajada para evitar que siguieran entrando personas a pedir asilo.
Como pasaba el tiempo se estableció una regla y era que cuando uno estaba por irse, se permitía el ingreso por una hora a un familiar para que pudiera despedirse. Fue así como después de ocho meses, cuando ya había salido el decreto que autorizaba mi salida del país, pude ver a mi padre un día, y al día siguiente a mi madre, por sólo una hora, para poder despedirme. Me trajeron un poco de ropa para que me llevara a México.
Recién el 10 de mayo de 1974 pude salir de Chile. Fue una sensación muy extraña. Recuerdo que fui el último pasajero que abordó el avión de itinerario de Air Canadá. Cuando entré, algunos me reconocieron y me manifestaron que se alegraban de que estuviera a salvo.
Casi tres meses después de que había llegado a México, mi esposa en esa época y mis dos hijas pudieron viajar a reunirse conmigo. Ella no era militante, ni política, era una alta funcionaria de Codelco Chuqui a cargo de las negociaciones internacionales de Codelco, pero la echaron por ser mi mujer. A ellas y a mis hijas las maltrataron mucho cuando allanaron mi casa buscándome. Mi hija mayor tenía siete años y la menor, cuatro años. Igual las interrogaron y las apremiaron para que dijeran dónde estaba, una cosa indecente, pero así eran. No sacaron ninguna pista, porque yo nunca dije a nadie de mi familia dónde estaba.
Sólo cuando logré entrar a la residencia del embajador de México hice un llamado para que mi mujer supiera que estaba seguro.
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