“Era como tener un hijo enfermo”.
Claudia Agüero (43) no encuentra otras palabras para recordar cómo era vivir con Felipe (19), cuando su hijo era obeso. Lo que ella describe no es sólo una impresión maternal. La Organización Mundial de la Salud (OMS) cataloga la obesidad como una pandemia de tipo no infeccioso. Es decir que no es contagiosa, pero que aún así se propaga y destruye.
Felipe no fue siempre una víctima de esa pandemia. Cuando nació, en 2004, midió 51 centímetros y pesó 3,58 kilos. Estaba en el promedio, pero eso no duró demasiado.
El sobrepeso y la obesidad eran algo que su hijo había heredado de la familia de su padre. El adolescente tiene un tío que se realizó una cirugía bariátrica debido a una obesidad mórbida y su abuelo murió por un ataque cardiovascular por la misma razón. Eso, de hecho, jugó un rol clave en el desarrollo de la obesidad del joven. El doctor Patricio Lamoza, director de la Sociedad Chilena de Cirugía Bariátrica, asegura que la carga genética de esta enfermedad es sumamente predominante: “Cuando uno de los padres es obeso, la probabilidad de que sus hijos desarrollen obesidad en su adolescencia es de un 60%. Esta cifra aumenta hasta el 80% cuando ambos padres son obesos. El componente genético es muy potente”.
La primera vez que Agüero se preocupó por el peso de su hijo fue cuando él tenía tres años. Tras una consulta de rutina, el pediatra le recomendó que le diera leche Nido light a su hijo. Desde ese momento, el tema no paró.
“Cuando entró al colegio era el más rellenito del curso. Muchas veces me sentía culpable. Sus amigos le decían ‘el mago’, por ser el más gordito”, cuenta.
Por esta razón, Agüero dice que siempre vivieron en dietas. Pesaban las porciones de comida y no compraban arroz ni tallarines para evitar el exceso de carbohidratos. Rara vez cocinaban comida chatarra y, hasta el día de hoy, no tienen ninguna aplicación de comida rápida en sus teléfonos. A pesar de todo, confiesa que cuando ella no estaba, Felipe aprovechaba para salirse de su régimen. Compraba chocolates en el colegio y hacía galletas con la trabajadora particular de la casa, quien lo cuidaba mientras su madre trabajaba de lunes a viernes, entre 7.30 y 20.00, en una corredora de propiedades.
“Era difícil, porque además de que todos notábamos el sobrepeso, Felipe tenía los indicadores de salud muy malos: todos los indicadores metabólicos estaban alterados, tenía una especie de prediabetes, tenía muchos triglicéridos y más”, cuenta la apoderada.
En 2018, con 14 años, Felipe medía 160 centímetros y pesaba 90 kilos. Ese año la situación se puso crítica. Una tarde, jugando con sus amigos en un skatepark, se cayó y tuvo una triple fractura de tobillo, por lo que lo operaron de urgencia en la Clínica Reñaca. Tras la operación, la traumatóloga de turno le comentó a Agüero que si su hijo no hubiera tenido ese exceso de peso, probablemente no se habría fracturado.
“En ese momento me di cuenta de que la cosa estaba muy grave -admite la madre-. Se fracturó por ser gordo”.
Sociedad enferma
Según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Chile ocupa el primer lugar en América Latina en prevalencia de obesidad infantil y el sexto lugar a nivel mundial. Según expertos, con la llegada de la pandemia esto empeoró. El sedentarismo sumado al uso excesivo de pantallas se acentuó en el estilo de vida de los adolescentes. Jennifer Conejero, psicóloga infanto-juvenil UC y funcionaria de la Clínica Santa María, lo explica:
“El impacto de la pandemia fue tremendo. En todo este periodo los niños no podían salir de la casa, entonces aumentaba el tiempo en pantallas, televisión, videojuegos. Además, el encierro mismo produce ansiedad en general, entonces comíamos. Fue muy largo y hubo un cambio en los hábitos de salud, de alimentación, una compensación de la angustia con comida. Hubo un aumento en las conductas no saludables en términos generales”, explica.
En el caso de Felipe, cuenta su madre, todo eso fue muy notorio. Dejó de correr y de hacer cualquier tipo de deporte. Comenzó a caminar únicamente desde la silla donde jugaba videojuegos hasta la cocina para ir a buscar comida. De 110 kilos subió a 130 durante 2020, con 16 años.
“La ropa de colegio ya no le servía. Ya no le quedaba bien la talla XL. No tenía dónde comprarle un pantalón de colegio”, comenta Agüero.
Con la llegada del encierro su madre comenzó a trabajar desde la salita de su casa. Instaló su computador en un escritorio que daba a la cocina, por lo que veía todo lo que Felipe sacaba del refrigerador. Pasaba constantemente fiscalizando lo que su hijo comía y eso -admite- era agotador.
“Yo sé que lo tenía que limitar y recordarle constantemente las cosas que no podía comer. Trataba de cambiarle las galletas por frutas y así. Después le preguntaba “¿qué estás haciendo?”, y él me decía que estaba viendo una película, y yo le contestaba que mejor fuera al gimnasio”.
La psicóloga infantil Maribel Corcuera suma otra consecuencia a la obesidad adolescente. “Muchas veces se ve afectada la autoestima, porque la adolescencia es una etapa donde yo me identifico con mis pares -explica-. Por lo tanto, si tengo obesidad y me siento distinto a mis compañeros, sí me afecta mucho en mi calidad de vida”.
El término de la pandemia no significó el fin de los malos hábitos alimenticios. La nutrióloga y directora de la Escuela de Nutrición y Dietética de la Universidad de Los Andes, Eliana Reyes, indica que este aumento en la obesidad infantil se debe, en parte, al gran marketing social de los productos ultraprocesados y agrega: “La obesidad infantil ha aumentado de forma dramática debido al mal estilo de vida traspasado a los hijos. Los niños están consumiendo muchas más calorías de las que necesitan, pasan más horas despiertos, duermen menos, no hacen ejercicio y están constantemente jugando con pantallas”. Efectivamente, en el caso de Felipe, era así.
Agüero probó con decenas de doctores. Nunca duraba más de seis meses con alguno, porque siempre era lo mismo: a Felipe le hacían exámenes, le recetaban diferentes medicamentos y le entregaban variadas dietas. Hoy la apoderada confiesa que era frustrante. A pesar de sus esfuerzos, su hijo no lograba bajar más de 12 kilos antes de volver a recuperarlos. Eso hacía que la meta de 60 kilos, que era lo que necesitaba perder para volver a tener un peso promedio, se sintiera demasiado lejos. Después de unas semanas en tratamiento, los doctores lo miraban con mala cara y le llamaban la atención. Incluso, más de una vez culparon a Agüero por la condición de Felipe.
“Primero sentía culpa y después impotencia, porque yo hacía de todo para sacarlo adelante. Veía a sus compañeros que comían tres veces más que Felipe y eran flacos. Me daba pena y rabia”, cuenta su madre.
Por esta razón, en mayo de 2020 asistieron donde la doctora Ximena Ortiz. Agüero recibió una última opción: realizarle una cirugía bariátrica a su hijo. Era una sorpresa para ella. No sabía que esta operación se podía realizar a menores de edad.
La última opción
No era común que se le hicieran cirugías bariátricas a menores de edad, pero pasaba. “Los primeros casos los operamos por ahí por el 2005 o 7 aproximadamente”, dice el doctor Patricio Lamoza. En Chile estos procedimientos vieron un alza en sus solicitudes después de 2010. “Hoy las normas internacionales, actualizadas hace algo más de un año, no establecen límites de edad en adolescentes y niños así como tampoco en adultos mayores de 65″, explica Lamoza.
Sólo que el aumento del interés no fue sólo aquí. Desde 2019, tras una declaración de la Academia Estadounidense de Pediatría (AAP), en la que se destacó un mayor acceso a cirugías bariátricas en pacientes pediátricos, este tipo de operaciones han ido en ascenso. Más jóvenes y adultos completaron la cirugía en 2021 que en 2020, lo que resultó en un aumento interanual del 18,85% y el 24,36% en las tasas de cirugía metabólica y bariátrica, respectivamente, según un estudio que se publicó este año en el medio norteamericano JAMA Pediatrics. Algunos médicos consultados aseguran que hoy en Chile entre el 5% y el 10% de sus pacientes en cirugías bariátricas son adolescentes.
Camilo Boza, cirujano digestivo y bariátrico, hoy funcionario de la Clínica Meds, asegura que “los estudios han demostrado que la calidad de vida de un adolescente con obesidad mórbida es muy parecida a la de un niño con cáncer, en términos de limitaciones. Y a veces, la misma medicina, por ser muy conservadora, no le ofrece el tratamiento adecuado a los pacientes”. Esa fue la razón por la que decidieron operar a Felipe a sus 17 años.
Existen varios tipos de cirugías bariátricas. Desde la menos invasiva, como el balón gástrico, hasta la manga gástrica. En el caso de Felipe decidieron tomar esta última opción debido a su historial. Consiste en un procedimiento en el que el estómago se reduce aproximadamente al 15% de su tamaño original, mediante la extirpación quirúrgica de una gran parte de este. Tras años de diferentes tratamientos y procedimientos sin ver resultados, el 3 de agosto de 2020 Felipe quiso hacer la cirugía. Se la realizó en la Clínica Las Condes con el doctor Boza.
En Fonasa no está disponible esta intervención para menores. De hecho, uno de los requisitos es ser mayor de edad. Sin embargo, desde que en 2022 el Bono Pad (Pago Asociado a Diagnóstico) incluyó las cirugías bariátricas, este tipo de operaciones se han duplicado en adultos.
La psiquiatra infantil Patricia Cordella explica que muchas veces estas operaciones no solucionan el problema por completo:
“Los trastornos no cambian por el hecho de hacer una cirugía bariátrica. Es un problema complejo. Hay que pensar que un adolescente está comenzando su vida y va a ser sometido a la extracción de una parte de su cuerpo que cumple diferentes funciones”.
Tras la operación, Felipe bajó de 130 a 80 kilos. El cambio fue drástico. Su madre asegura que rápidamente su calidad de vida mejoró y notó un cambio positivo en él. Hoy, desde su casa en Quillota, comenta que “hasta el día de hoy se mira al espejo y se encuentra lindo”. De todas maneras, ambos son conscientes de que los cuidados tendrán que ser de por vida.
A pesar de esa experiencia, la doctora Lorena Rodríguez, directora de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Chile, tiene una mirada más crítica:
“Más que pensar en cómo operamos niños, debemos pensar en cómo les brindamos un ambiente saludable que permita que esos niños crezcan en mejores condiciones”.