En marzo de 2003, mientras Canal 13 emitía Protagonistas de la fama y estrenaba la era de la realidad en la televisión chilena, TVN transmitió el primer capítulo de 31 Minutos, parodia de una televisión consagrada a las apariencias y que convirtió a sus creadores, Álvaro Díaz y Pedro Peirano, en algo así como los portadores de una buena nueva: todavía se podía entretener a audiencias masivas con contenidos culturales y nutridos por la imaginación.

Díaz y Peirano ya eran conocidos por su participación en Plan Z, del Canal Rock & Pop, trinchera de humor corrosivo que los situó, entre otros, en la avanzada de una generación cuyo rol parecía claro: desordenar la transición, que en la segunda mitad de los 90 persistía en un respeto por las formas a lo menos extemporáneo.

Hoy, sin embargo, cuando patear el tablero es casi la forma de meterse en el juego –en el televisivo y en el político−, y entre viejos y no tan viejos cunde la incertidumbre sobre qué tan posible es volver a separar la realidad del show, Díaz abre su reflexión con esta elocuente retrospectiva:

“Lo que hicimos en el Canal 2 era una respuesta a la tele de Santis y Vodanovic, que simbolizaba hartas cosas. Si tú te fijas, los argentinos pueden escribir y hablar en la tele igual como hablan en la calle, pero nosotros tenemos que desdoblarnos según donde estamos. Tenemos una limitación de lenguaje que crea un lenguaje formal y otro informal muy distintos. Y en ese tiempo había un cierto deseo de que esa informalidad fluyera, como creyendo que al aceptarla todo iba a ser más honesto. Pero, como les pasa a tantas generaciones, eso que tanto deseábamos se convirtió en nuestra pesadilla. De los realities en adelante, se llenó tanto de realidad que lo único que querías ver era un poco de cuarta pared, de fantasía artística, y que el protagonista estuviera ahí adelante por tener algún mérito. Y de alguna manera que soy incapaz de conceptualizar, esto algo tiene que ver con que mi generación quería ser padre sin las obligaciones del padre”.

¿Cómo sería eso?

Queríamos ser amigos de nuestros hijos. No queríamos ser figuras intimidantes o que metieran presión, queríamos que vieran en nosotros sólo confianza y afecto. Y eso tiene consecuencias fatales, porque después quieres poner la pelota contra el piso y ya está dando bote en cualquier lado. Además, tu hijo va a buscar a sus amigos donde le toca buscarlos, no en el casillero “padres”. Pero más que la formalidad de antes, que era muy absurda, lo que uno echa de menos es un cierto respeto en el trato. La consideración por el otro. El otro día entrevistaron a Pamela Jiles en el matinal del 13 y sólo se dedicó ningunear a Sergio Lagos y Amaro. ¿Qué te cuesta ser amable, qué tiene de malo? Yo me hago preguntas así de sencillas. ¿De verdad crees que ellos representan al poder o sólo estás incomodando?

Hace algunos años se celebraba que los programas de farándula habían perdido interés, pero hoy las dos figuras más populares del debate político son rostros icónicos de SQP y Primer Plano. ¿Crees que eso es coincidencia o que hubo un trasplante de códigos?

Yo no les echaría la culpa de lo que está pasando, pero el antecedente de que ellos se entrenaron en la farándula, donde todos son carne de cañón a cambio de fama, es esencial. Pamela Jiles y Julio César son muy distintos, pero ambos vienen del periodismo político y, por razones que ignoro, recalan en la farándula, donde el trato a las personas, desde afuera, parecía una relación de abuso: aprovecharse de gente débil o necesitada dispuesta a ser humillada a cambio de fama. Pero si empiezas a conocer a los actores de ese mundo, esas eran relaciones de mutua conveniencia, horizontales.

La fuente perseguía al periodista, más que al revés.

O sea, inventaban historias sobre sí mismas para que tú las contaras. Y claro, ¿cómo voy a estar haciendo daño si los tipos se acumulan en la entrada del canal para aparecer contando su intimidad? Soy un vehículo, nomás. Y el paso a entender que este mismo trato se lo podían dar a los políticos es bastante natural. Si tú eres Julio César, ¿qué son los políticos? Personajes que andan detrás de los votos y que hacen cola por aparecer en tu matinal y no les importa que los denigres. Son capaces de matarse por estar media hora en ese programa. Y en cierto sentido, se parecen a los chicos reality.

¿En qué?

En que son personas bastantes desconectadas de su humanidad privada, por decirlo así. No les importa agarrar una guagua, aparecer con una esposa aunque estén divorciados, viven en un mundo bastante alienado. Y alguien como Julio César, con sus años de circo, sabe muy bien cómo tratar a gente así. Y Pamela Jiles, por su lado, ya había aprendido en la farándula que podía meterse en un mundo y dedicarse a ningunearlo como si no le gustara, pero estar ahí igual. O sea, son personas que se entrenaron en el magma de esta época, que es el ninguneo como espectáculo. Se hicieron expertas en incomodar, y saben qué le incomoda al otro, y disfrutan la incomodidad del otro. Tienen eso que, a propósito de Karadima, se llamó “detector de debilidades”. Eso son, detectores de debilidades. Están ahí cachando dónde te puedes caer, son gente muy sensible, saben manejar los tiempos. Básicamente, son intimidantes. Y en la política ampliaron el registro de algo que llevaban haciendo mucho rato.

Pero cambia la manera en que al público le concierne al asunto.

Claro. Y en su versión de la historia, ellos intimidan e incomodan al poderoso. Crean un mundo de buenos y malos. Pero a ver, estamos hablando de Pamela Jiles y Julio César: son las celebridades el sistema, profitaron del sistema, ¡son el sistema! Y de un día para otro están completamente ofendidos, disparándole a una supuesta élite como voceros de los estafados. Julio César, que a mí igual me simpatiza un poco, decía el otro día en Instagram: “Tenemos que ayudar a los buenos, que los malos no ganen siempre”. ¡Esa lógica es impecable! Que yo sea empresario, que sea famoso, que sea rico, que viva en un barrio exclusivo, no me genera ningún tipo de contradicción, porque yo soy el que intimida a los malos. Y a los políticos, como te decía, les da lo mismo hacer el loco, porque es su pega. Tú ayer me dijiste “¿te puedo entrevistar?” y yo te dije “sí, obvio”, pero al rato me puse nervioso, pensé “qué tengo yo para decir, voy a quedar como un pelotudo”. Un político no tiene ninguna sensibilidad al respecto. Y en lo privado son gente distante, siempre están como cachando la oportunidad. Hay una teoría de que son medio psicópatas y quizás sea cierto, porque un político no se puede involucrar mucho con nada, tiene que estar mirando el bosque, no los árboles. Pregúntales el gusto musical o los libros que leen, en general son rarezas, como el Pancho Vidal que sabe cosas de guerra. Son gente completamente extravagante. Eran raros en el colegio y eran raros en la universidad. Un tipo como Alejandro Navarro, ponte tú… Ahora, toda esta imbricación entre política y farándula fue un proceso bastante natural, no es que alguien lo haya planeado.

¿Se necesitaron ambas?

Completamente. Yo recuerdo que hace muchos años, en alguna conversación, dije que la política se había vuelto tan poco atractiva que para darle algún brillo, alguna motivación, había que farandulizarla. Porque Chile, hacia finales del laguismo y comienzos de Bachelet, era como “el país sin problemas”. Y la política ya había perdido mucho atractivo con el gobierno de Frei. O sea, llevábamos 10 años de una cosa muy rutinaria, donde se creía que este capitalismo con tintes socialdemócratas era inmejorable y podía ser eterno. Y por otro lado, como TVN era un eterno empate, en los matinales predominaba la buena onda de Camiroaga: un tipo simpático, encantador, que se metía a tomar tecito contigo a tu casa. Y revisaban el capítulo anterior de la teleserie, y súmale el doctor, la asistente social, el cocinero y que no se asome ningún político, porque no vendían. Pero cuando viene el estallido, la tele abierta había perdido mucha importancia, se la consideraba una tele para pobres. Y encontró en la política el nuevo aire. Y en su largo paso por la farándula había aprendido a usar lógicas de realismo exacerbado, por decirlo así, donde todo es concreto, crudo, excesivo. Julio César y Pamela generan adicción por eso, porque cruzan la barrera del exceso. La mayoría de la gente no está dispuesta a cruzar esa barrera, pero sí a presenciar el fenómeno, a disfrutarlo.

Y aunque el proceso haya sido natural, ¿crees que pone en riesgo a la política o que se está exagerando?

Existen estos nubarrones que se llaman Pamela Jiles, Cathy Barriga y otras múltiples locuras. Pero si Yasna Provoste suena de candidata es porque ha sido ministra y es presidenta del Senado, como Aylwin. Jadue, dentro de todo, es un candidato relativamente serio. Lavín es un candidato de toda la vida y hacía más payasadas el año 99 que ahora. Fra Fra sacó el 15% el año 89 y antes de eso viene una dictadura completamente parodiable. En ese sentido, yo creo que tenemos una fantasía. “Tenemos que volver a hablarnos, a mirarnos las caras los chilenos”. ¿Cuándo fue ese día? Lo que hubo fue un tiempo de paz entre Frei y Bachelet 1, pero porque goteaba mucha plata y ganar plata te ocupa tiempo y cabeza. Por lo tanto, lo que a mí me preocupa es que tenemos un modelo en declive, que la vida es demasiado cara para demasiadas personas y se les hace imposible sostenerla. Y frente a esa desesperación, cualquier cosa. Pero eso no es culpa de los voceros de esta crisis.

05/05/2021 FOTOGRAFIAS A ALVARO DIAZ Mario Tellez / La Tercera

¿También sería un mito que la clase política de los 90 era mejor que la actual?

No, eso sí, de todas maneras. Y por una razón casi de mercado: era mucho más atractivo participar en política. Por lo tanto, llegaba gente más preparada. Para los que pudimos ver lo que eran los partidos hace 30 años, la decadencia es bien increíble. Cocina hubo siempre, muñeca y cochinada hubo siempre, pero eran lugares mucho más desafiantes, tenían una razón de ser, había una nostalgia, también. Pero eso se cayó bien rápido, por la dinámica de los favores. Y lo digo con conocimiento de causa, la más sencilla, que es relacionarse con el sector público. En los cargos más altos todavía hay gente extraordinaria, pero ya en la tercera o cuarta línea de favores, la cosa se fue poniendo muy mediocre. Y también fueron mejores los cuadros de Piñera 1 que los de ahora. Tenían gente que se salió de pegas buenas, pero se dieron cuenta de que la pega pública es más difícil que la cresta y que adentro sus mismos partidarios les ponían tal cantidad de trampas que no se podía hacer nada. Ahora hay gente que cacha muy poco. En parte, porque si tu casa quedaba en San Carlos de Apoquindo y estudiaste en la UDD, te has perdido como el 99,7% del mundo. Ahora, la política por dentro es muy rara… Se parece a los juegos de rol, yo creo que por eso les gusta.

¿Cómo?

Porque ganar una elección, cuando estás ahí adentro, es ganar una elección nomás, ahí no existe ni el bien ni el mal. Al final, es una manera de tener una agenda: trabajas para satisfacer esa agenda, punto. Si lo piensas, es de las pocas pegas en que tú no puedes decir en qué trabajas. “No, yo tengo un viejo sueño, una locura, que es hacer un Chile más igual”. “Hueón, te pregunté en qué trabajai”. “No, ahora estoy ayudando al Negro Barrios que está peleando un cupo en la Séptima”, “no, ahora soy jefe de gabinete de un hueón en Dipreca”. En eso trabajan: en ver cómo van en listas, cómo arreglan la cosa adentro de un partido, cómo mueves favores para acá y para allá. Pero no pueden decirlo. Yo en el colegio fui presidente del centro de alumnos, pero me desencanté muy rápido de mí mismo en la política.

¿Por qué?

Porque era bueno para hablar en las asambleas, era ocurrente, pero no tenía un vínculo real con las cosas que decía. En el fondo, quería impresionar.

Alguna gente de centroizquierda, desencantada de un cierto cinismo que aprecia en su sector, está experimentando simpatías por la derecha liberal tipo Briones. ¿Te pasa algo así?

No, no me pasa. A mí la derecha no me gusta –menos la chilena− y creo que las filiaciones son importantes. En la política no soy nadie, pero me siento parte de un mundo, llámale laguismo, que se cae por los cuatro costados pero es el mío, con el que comparto valores o ideas básicas. Y ese mundo de Briones, que siempre ha tratado como de acercarse, sigue muy metido en la dinámica de los 10 colegios católicos o ingleses, máximo 20, donde se produce el corte en Chile. Y de esos colegios se van a la Católica o a la Adolfo Ibáñez y ya no se mezclan más. Yo estudié en un colegio privado, pero que estaba por debajo de esos 20, y desde ahí te das cuenta de que el escalafón social tiene demasiados peldaños y que llegar a los primeros 10 es imposible. Esa gente te cacha por tu pelo, por cómo hablas. La cota mil, La Dehesa, los colegios de los Legionarios y del Opus Dei, son un mundo que no se va a abrir nunca, que habría que desmantelar, pero tú puedes traer a Mao y te aseguro que no los mueve de ahí. Hay raíces demasiado profundas debajo. Y algo entiendo de esa cultura católica porque también tengo un lugar en ella. En una versión más de izquierda, con menos plata, menos clasista y más resentida, pero igual las referencias son adónde vas de vacaciones, a quién conoces. Es una sociedad de castas y no te das cuenta, porque de niño aprendes a hacer las distinciones.

A propósito de eso, el irreverente de los 90...

Hoy es el fascista más asqueroso [se ríe]. Yo creo que mi generación, los nacidos desde fines de los 60, tuvo mucha suerte en dos cosas. La primera es que no teníamos ese miedo a los militares que tenía la generación anterior, porque no nos tocó ver lo que ellos vieron. Entonces fuimos los primeros que podíamos reírnos de esa gente. Y en un país que crecía, donde se empezó a mover mucha plata, también nos acostumbramos a ser buenos en ese deporte: ser competitivos y pasarla bien. Y en torno a lugares como el Liguria, la Jane Fonda, el Clinic, se formó una especie de movida, de escena, donde de verdad se pasaba muy bien. Yo creo que toda posdictadura tiene esta generación de “felices”, digamos. Pero eso irrita al que no le toca. Y a muchos no les estaba tocando, y nosotros teníamos la fantasía de que éramos poco menos que la clase media.

En ese tiempo no te veías como miembro de una élite.

No. Pero lo que sí vi, y no me atraía, es que muchos de este mismo mundo tuvieron acceso a la élite mayor, a la crème de la crème, y les encantaba la plata y era medio escandaloso. Cuando se empiezan a meter millonarios y tipos que eran subsecretarios aparecían de gerentes en una minera, ya no me gustó tanto. No es que me parecieran personas deshonestas, pero sí fue medio obsceno. Y la obscenidad tiene sus costos.

Por otro lado, esa “buena vida” asociada a la clientela del Liguria no tuvo una versión equivalente en la generación de abajo.

Es que la de abajo es más pobre, ya no puede comprarse una casa en Providencia a los 35 años. Yo estudié Periodismo en la Chile, que no era una carrera top, pero igual salías con un trabajo bueno. O sea, funcionaba esa lógica de pagar una universidad y después dedicarse a la vida. Eso se acabó. Yo creo que esa generación de hipsters de 30-35 años anda en bicicleta y tiene huertos no sólo por onda, sino porque el costo de la vida se les vino encima y hay que empezar a buscar alternativas a esta dinámica de competencia. Y te estoy hablando del 20% más rico, después para abajo es a lo que venga. Ahora, yo creo que el Liguria, como símbolo de este mundo contestatario que se habría enamorado del sistema, ha sido tan apuntado porque la gente que estuvo ahí, o el laguismo en general, no ha tratado de acomodar su relato.

¿En qué sentido?

Porque en este carro de la bonanza capitalista iba mucha más gente, de muy distintos rubros. Pero cuando llegó la crítica al modelo, “no, a mí esto siempre me dolió”. Por miedo, por vergüenza, por no sentirse uno identificado cuando dice “los ricos tienen que pagar impuestos”. Perdona, pero estás en el 5% más rico, lo has pasado increíble y el movimiento también es contra ti. Para el estallido salió un video de gente que decía: “No era depresión, era capitalismo”. ¡Y eran actores de teleseries de TVN! ¡Concertación pura! Ese fue el rostro cultural de la Concertación, además de Teatro a Mil y pocas cosas más. Y de repente están diciendo “no, era capitalismo, nos engañaron”. Perfecto, pero entonces di que eras parte del engaño. Y claro, la manera de esquivar ese bulto es hablar de la élite como un ente fantasmagórico, al que yo no pertenezco aunque tengo auto, casa y sueldo de élite. Dispararle a un fantasma, porque no le vas a disparar a tus auspiciadores. Ojo, yo no creo que ellos hayan engañado a nadie, ganaron plata porque eran buenos y el país crecía. Pero ha faltado discreción. En algún minuto tienes que mirarte al espejo y decir “sí, soy parte de una historia”.

A esa pugna sobre cómo se asume la propia historia, le subyace otra que lentamente ha ido emergiendo: cuánto correspondía enamorarse del estallido.

Puede ser. Del estallido como un todo, al menos. Porque un fenómeno muy doloroso para algunos de mi generación, tanto que uno lo tiene medio bloqueado, fue la destrucción de lo público. Es decir, ver a esa cantidad de personas que perdieron toda referencia del valor de lo público. ¡Y uno es muy fanático de lo público! Para mí es como una religión, ahí encontré la iglesia que no tuve: en lo que está hecho para los otros. O sea, a mí la quema del metro me deprimió pero profundamente. Quizás porque tengo incorporada esa idea allendista del metro, como vehículo de progreso, de igualación social, un poco como la escuela. Y ante la evidencia de que eso ya no vale nada, se habla del flaite, una palabra despectiva y bien fea, pero que te da una explicación rápida: aquí hay un problema de marginalidad. Y obviamente es así, pero no es sólo eso. Porque hay un chileno winner, no tan acostumbrado a la derrota, que opera con la misma lógica. El zorrón, digamos. El chileno triunfalista de la Marea Roja, que fue a Brasil y también dejó la cagada en bares brasileños, porque se siente la raja y no le importa nada. Una vez hablaba con una profe del colegio Everest y me decía que algunos alumnos se desaparecen un mes porque se van a la nieve. Es lo mismo: soy yo, el aquí y el ahora. Y ese es el hijo más puro de este modelo que se fue al demonio.

El relato del estallido, en todo caso, también ha tenido que ver con poner en su lugar al desconsiderado, al menos en su versión de clase alta.

Bueno, el símbolo de eso es el viejo descamisado del lago Ranco, Pérez Cruz. Él pagó por toda una clase que trata a los otros desde el ninguneo y el desprecio. ¿Pero cuántos no quieren ser como él? Una filósofa de Valparaíso, Lucy Oporto, hace una observación muy triste en una crónica que escribió sobre el centro de Valparaíso destruido. Ese pueblo que bajó a incendiar y saquear, dice ella, hijo de un libre mercado casi religioso, es un pueblo que ya lo único que quiso fue obtener el mismo privilegio de su patrón: el privilegio de la impunidad. Tener tanta impunidad como su patrón. Y eso, para mi generación, yo creo que es dramático. Para mí, al menos. Y creo que hubo gente en mi generación que fue… que incluso fue cobarde en defender eso.

Y que quizás te respondería que es al revés: tú no has entendido la rabia acumulada que hay detrás de eso.

¡Pero si eso estoy diciendo, que la rabia fue superior a todo! No ebulliría una olla si no hay suficiente calor, eso es obvio, ya nadie necesita que les expliquen las desigualdades que hay en Chile, ni la favelización de algunas poblaciones que venía hace mucho rato. Pero si al tipo que destruye el metro ya no puedes decirle “oye, tú no tienes derecho a hacer eso”, porque sería “poco comprensivo”… Y la violencia tampoco se explica tan fácil, sobre todo cuando es colectiva. También existe el amor al fuego. Yo estudié al lado de la iglesia que quemaron en Vicuña Mackenna y ese era un hogar de mendigos y gatos, no es ningún poder lo que atacaron. Anda al centro, un montón de lugares de encuentro hoy día son sitios desolados. Destruyeron bibliotecas, ¡qué daño te hace una biblioteca! Y que gente inteligente y más adulta haya sacado partido de eso ha sido muy deprimente. Pamela Jiles los trata de nietitos, de una manera ya pero degradante.

No para quienes se dan por aludidos.

Claro, porque es una manera de utilizar en tu favor esos afectos que tanto faltan, es un sucedáneo del afecto. Por último, le das cierta notoriedad a gente a la que nunca le han preguntado nada, y que siente que su vida es un remedo de vidas mucho mejores. “Esto no lo hicieron para mí y tengo la fuerza para poder destruirlo”. Pero termina siendo un pueblo fagocitándose, eso es lo que yo veía con mucha tristeza. Pasa lo mismo con las pensiones: cambia el sistema de pensiones, ¡pero no lo desfondes! O sea, este mundo que se quiere echar abajo no se construyó tan fácilmente. Y la gente que ha liderado este coro ni siquiera aspira a reconstruirlo de otra manera, no tiene las ideas ni las energías para eso. Eso es muy descorazonador, porque te deja la sensación de que no hay vuelta atrás, de que ya tienen que pasar cosas peores para que el sentido de lo público se pueda restituir en Chile. Yo no estoy tan ilusionado con el proceso constituyente, creo que va a ser un cumpleaños de monos, pero hay que jugarse por cualquier cosa que pueda ayudar en algo.

Y varias de las cosas que has planteado –volver a mirar al otro, romper la sociedad de castas, aliviar el costo de la vida− son parte de la agenda que el propio estallido instaló.

Por supuesto. Mi punto es, precisamente, que no te puedes quedar mirando el estallido como un todo, bueno o malo. Y también hay un deseo de épica. Todos los seres humanos necesitan sentirse parte de un colectivo virtuoso cada cierto tiempo, es un deseo que vuelve por ciclos. Y después de una época de tanto auspicio al éxito individual, donde la idea de que tu acción tiene que ver con el otro entró en un descrédito absoluto, es propio de una sociedad necesitar una épica. El deseo de que Piñera sea comparable con Pinochet tiene que ver con eso. En Masa y poder, Canetti explica muy bien que una masa humana, para agruparse como tal, necesita definir a un enemigo que la quiera destruir. Y una vez que definiste a ese enemigo, no hay redención posible: todo lo que haga va a ser leído “como si brotara de una inconmovible malignidad”, dice Canetti. Yo lo veo en amigos míos, ¿ah? Pero volviendo al punto de lo público: una cosa es lo que tú dices, “quiero volver a ser parte de una comunidad”, y otra cosa es si estás operando con lógicas compatibles con ese deseo. Ahí es donde yo veo el problema, no en las demandas.

¿Por ejemplo?

Por ejemplo, el otro día salió en Ciper un artículo criticando el libro de Guarello sobre las barras bravas: “No, las barras cambiaron, ahora son actores sociales que creen en el feminismo y la igualdad”. Ya, pero siguen operando con las mismas lógicas de intimidación y matonaje. ¿Eso no te complica? O por ejemplo, esta especie de idolatría a eso que encarna Julio César de decir las verdades: “Yo voy a decir las verdades, y las verdades hay que decirlas, porque estamos aburridos del pisoteo”. Pero me da lo mismo si al decirlas paso a llevar gente, si humillo, si son verdades a medias. Bueno, ¿te gusta el pisoteo o no te gusta? O esa tentación permanente que hay en la tele de patear el tablero y salirse de madre, ¿es tu crítica al sistema o es la actitud del zorrón que disfruta al sentirse dueño de la situación, de saber que todos te están mirando y poder hacer lo que quieras? No sé… A veces siento que la escena post estallido es cándida. Y cándida en mala onda, sin inocencia, curioso. También tiene poquísimo humor.

O un humor más literal, si comparamos las parodias de Plan Z con los sketches de La Red que preocuparon al Ejército.

Sí, al final te pones nervioso, porque esperas algo de humor y lo que ves es un tipo con cara de milico diciendo cosas brutales. Y se supone que me tengo que reír, pero es fome. Lo mismo pasa con el Violento Parra. Hablar como un fascista, decir cosas muy odiosas sin ningún tipo de abstracción, no es una parodia. Encuentro que hay pobreza, como que el techo estuviera demasiado bajo… Ahora, es la sensación de alguien que se va acercando a los 50 y que quizás ya no está invitado a la fiesta.

Y que no quiere aparecer reivindicando “la época de uno”.

No, al coro de ese quejido no quisiera ni acercarme. Lo que pasa es que toda época tiene su tipo de decadencia y uno se fija en eso, pero no es que la tuya haya sido mejor. Siempre hay mucho de qué nutrirse. Y como vivo de algo que ha durado muchos años, me he dado cuenta de que puedes subsistir mientras no trates de estar de moda todo el rato. Crea a tu propio ritmo y te puedes comunicar desde donde estás. No es tan fácil, ¿ah? Porque ahora hay mucho acceso a todo, pero es una realidad reductiva, las pautas son circulares, no respiran. Y el consumo de redes sociales te contornea el cerebro, de alguna manera. Lo que hago últimamente es caminar una hora todas las mañanas. Pero no desde mi casa, agarro mi auto y me alejo. Ayer fui a Macul y te diría que nunca antes había caminado por Rodrigo de Araya. No sé si tiene algún valor, pero nunca lo había hecho. Entonces ahí uno se va nutriendo de cosas de la misma manera en que se ha nutrido siempre. Y eso te mantiene un poco alerta, no tan deprimido ni creyendo que ya no puedes hacer algo distinto. La otra es tratar de incorporar todo lo nuevo, pero vas a parecer una especie de turista.