El caso del jurista y teórico político alemán Carl Schmitt (1888-1985) ha sido el de un revival incontenido en el nuevo siglo. Tratándose de alguien hasta hoy ampliamente conocido como “el jurista de Hitler”, el fenómeno llama la atención, aun cuando en términos mediáticos no ha alcanzado -todavía- la notoriedad semifarandulera que en vida y después tuvo su compatriota Martin Heidegger. Eso sí, su nombradía parece bien asentada.
Ya a fines de los 90 “la moda de Carl Schmitt había llegado al mundo intelectual anglófono, y muchos teóricos de la política, juristas y otros le prestaron repentina atención”, escribió William Scheuerman, autor en 1999 de Carl Schmitt. The End of Law. Cuenta él mismo en la segunda edición (2019, ahora llamada The End of Law. Carl Schmitt in the Twenty-First Century) que su intención fue contener la ola schmittiana, pero que tales esfuerzos fracasaron: Schmitt, admite, “es ahora un nombre familiar (…) y su obra es más popular que nunca”.
Estos vientos han soplado también en el Cono Sur, acompañados de reproches ideológicos y controversias en torno a la naturaleza de una obra atípica. Y, sobre todo, dicho en corto, en torno a qué tan nazi es la producción intelectual del autor de El concepto de lo político y cuáles serían las implicancias de que alguien se valga públicamente de sus ideas para alimentar las propias.
La Facultad de Derecho de la U. de Chile, por de pronto, ha dado pie a episodios en cuyo centro está el hoy constituyente Fernando Atria, el más notorio de los schmittianos locales: colegas como Pablo Ruiz-Tagle y Alfredo Jocelyn-Holt lo han “vilipendiado” por esta causa -según se reporta en Wikibello- y en una columna publicada en 2020 por Cíper Académico, el sociólogo Daniel Chernilo afirma que Schmitt -”pensador integrista, conservador, militante nazi”- ha dejado huellas en Chile, tanto en la Constitución de 1980 como en ideas que van de derecha a izquierda. De Hugo Herrera a… Fernando Atria.
Y si Chernilo habla de “una forma neofascista de pensar la política, la cultura y la identidad que por razones morales debería pertenecer únicamente al cajón de los (peores) recuerdos del siglo XX”, una columna de Ascanio Cavallo, en enero último, abordó diversas aristas del asunto, haciendo ver el influjo schmittiano en el neopopulismo de la izquierda latinoamericana, con su política de “amigos y enemigos”, y planteando que las ideas de Schmitt “deberían calificar en la categoría de ‘pensamiento abominable’ que la humanidad le asignó al conjunto de la ideología nazi”.
Andrés Rosler, que discrepa de casi todo lo afirmado más arriba y que confiesa un sentimiento de amistad respecto de Atria, contestó en su minuto a Cavallo, planteando en el blog La Causa de Catón que no tiene sentido decir que Schmitt “fue una inspiración constante para Adolf Hitler” ni suponer que hay una coherencia en su obra.
Abogado, máster en Ciencia Política, doctor en Derecho y profesor de Filosofía del Derecho en la U. de Buenos Aires, Rosler dio una charla en la Universidad Adolfo Ibáñez, en el marco del seminario “Más Allá de Hobbes” que organiza el investigador Gonzalo Bustamante de la Facultad de Artes Liberales. Ahora, desde Buenos Aires, dice que mucho no puede opinar de la repercusión ideológico-histórica de Schmitt. Que lo suyo es “la teoría política o jurídica, en sentido estricto”. Nada le impide advertir, en cualquier caso, que “se lo suele demonizar, y con bastante razón, porque no tuvo mejor idea que afiliarse al Partido Nacionalsocialista cuando este llega al poder”.
Pero lo curioso de Schmitt, agrega Rosler, es que “antes ya de afiliarse es uno de los pocos intelectuales y juristas de la República de Weimar que exige -en el ensayo Legalidad y legitimidad [1932]- la prohibición de partidos antisistema como el Partido Comunista, y particularmente el Partido Nacionalsocialista”.
Cree Rosler que pasa con Schmitt “lo que pasa con muchos intelectuales, lamentablemente: se da vuelta como una media”. ¿Cómo puede alguien pasar de exigir la prohibición del nacionalsocialismo a hacerse nacionalsocialista en cosa de un año?, se pregunta. “Una razón es el interés personal”, aventura, para luego conjeturar: “Quiso convertirse quizá en el jurista del régimen, pero el régimen no le prestó mayor atención. Hitler ni siquiera lo conoció. Llegaron a estar juntos, quizás alguna vez, en una reunión. Es lo que Schmitt habría querido, pero no sucedió”.
Sigue agregando elementos el autor de Razones públicas, y en ese empeño agita el bote. Como cuando recuerda que George Schwab, pionero del estudio crítico sobre Schmitt, es un sobreviviente del Holocausto y un típico liberal (“nadie lo puede acusar de ser nazi”). Y agrega que la Constitución de la República Federal Alemana “le debe muchas cosas a la teoría política y jurídica de Schmitt: el cuidado por la protección de la Constitución, la así llamada democracia militante”. Otro tanto pasó con el proyecto constitucional israelí de 1948, que echó mano a sus concepciones jurídicas.
Porque Schmitt, remata, “fue un pensador nazi, pero además fue muchísimas cosas, y ese nazismo es muy difícil de reconciliar con su propia teoría”.
¿Cómo responde a la idea de archivar a Schmitt?
Yo respondería, primero, que Schmitt pidió la prohibición del Partido Nacionalsocialista, debido a que el nazismo niega lo político. Si uno se toma el trabajo de leer El concepto de lo político, cosa que no mucha gente hace, puede ver que este concepto es exactamente lo contrario del nazismo. Una de las tesis centrales del libro es que el conflicto político es inevitable: de lo que se trata es de administrarlo mediante instituciones, de canalizarlo. Creer que he dado con la causa del conflicto y que lo voy a eliminar, dice Schmitt, es inocente o es perverso. Y los nazis creían haber eliminado el conflicto.
En el libro figura también la distinción amigo/enemigo, que no cae simpática: estamos acostumbrados a creer que no tenemos enemigos, pero el propio nazismo nos debería dar una idea de que el liberalismo, entre otros, también tiene enemigos, y la cuestión es qué hacer cuando enfrentamos a un enemigo. El caso de Rusia muestra que existen enemigos; la toma del Capitolio muestra que el Congreso norteamericano, que parecía ser el gran representante de la democracia sobre la Tierra, también tiene enemigos. Ese es el punto Schmitt: qué hacer en caso de conflicto.
El texto de Daniel Chernilo en Cíper (2020) tuvo una respuesta de Fernando Atria, quien coincide en que el nazismo de Schmitt “no puede ser tratado como algo accidental”. De eso, agrega, “no se sigue que toda idea pensada por Schmitt sea indeleblemente nazi”, pero “sí se sigue que quien usa conceptos schmittianos tiene la carga de mostrar por qué ese uso está libre del nazismo de su autor”…
La primera edición de El concepto de lo político es de 1927 y la segunda, de 1932. Se trata de alguien que pide la prohibición del Partido Nazi. Es obvio que se da vuelta. Es obvio que fue un oportunista. Pero Atria tiene mucha razón: no puedo confundir el pensamiento de un autor con las decisiones que toma. Y diría que quien se basa en el nazismo para atacar a Atria está reconociendo que no tiene ningún argumento. Porque esto no es un argumento: es una descalificación ad hominem.
No se trata de un artista que accidentalmente toca lo político, prosigue el argumento, sino de un pensador político comportándose políticamente…
Pero yo insistiría: es alguien que, entre el 33 y el 36 -o el 45, para no correr riesgos-, colaboró con el nazismo. Pero, ¿cómo explico que antes combatió al nazismo y que sus trabajos fueron recogidos por la República Federal Alemana e Israel? Si yo digo que Schmitt es un nazi, tengo que decir, a la vez, que antes y después fue pieza clave del liberalismo.
Schmitt es un autor que inspira a la izquierda neopopulista en Latinoamérica. ¿Qué le sugiere el hecho de que Chantal Mouffe haya editado El desafío de Carl Schmitt?
Yo diría que Chantal Mouffe, o el populismo, usan a Schmitt pero no lo entienden. Schmitt nunca habría recomendado crear un enemigo, lo que es propio del pensamiento de Mouffe y de Ernesto Laclau. Eso es absurdo, porque según Schmitt, la enemistad no hay que crearla: existe. Esto se puede apreciar en el caso de Raymond Aron, que durante la guerra trabaja con De Gaulle y desde Londres critica a Schmitt, pero después de la guerra, a partir del 68, empieza a revaluar lo que piensa de Schmitt. Y en mayo del 68 la puesta en cuestión de la democracia liberal le hizo ver que los liberales tienen que darse cuenta de que también tienen enemigos. Y si Schmitt puede ser útil, ¿qué sentido tiene decir que no lo voy a leer porque en el 33 hizo tal cosa? De lo que se trata es de ver si su pensamiento tiene razón.
¿Podría darles una mano a las democracias?
Creo que esa es la mano que le tendió a la República Federal Alemana. Si uno lee la Constitución alemana puede detectar estos momentos schmittianos: la distinción entre la ley constitucional y la Constitución, la idea de que los principios fundamentales de la República federal no pueden ser tocados (que es lo que Schmitt defendía durante la República de Weimar). Esto se debía a que en Alemania el Parlamento podía reformar la Constitución sobre la marcha, sin mayorías. Schmitt se daba cuenta de que eso es peligrosísimo, que cualquier mayoría ocasional puede cambiar los fundamentos del sistema. Y esa distinción entre Constitución y ley constitucional es uno de los legados de Schmitt a todo orden político, pero fundamentalmente al liberalismo.
¿Cómo evalúa el entusiasmo por Schmitt en esta parte del mundo?
Es muy común, cada vez que sucede algo y alguien habla de enemistad, que todo el mundo piense en Carl Schmitt, porque confunden al Schmitt nazi con el otro Schmitt, por así decirlo. Eso es típico de quienes no lo conocen. Ningún especialista en Schmitt puede cometer el error de creer que recomienda la enemistad. Es como decir “yo recomiendo que llueva si se condensa el agua”. No, eso va a suceder. La cuestión es si tengo paraguas. El uso de Schmitt suele ser ocasionado por malentendidos graves.
Mientras el pensamiento de Friedrich Hayek lleva su impronta, usted escribía en 2019 que “la cercanía entre Schmitt y la izquierda es tal, que parecen haber sido hechos el uno para el otro”, aun si fuera en un nivel temporal o estratégico. ¿Hay un Schmitt para cada quien?
En ese texto me refiero a que Schmitt habla de la enemistad, algo que muy probablemente sacó del propio Karl Marx. Pero la lectura de Schmitt en la izquierda no socialdemócrata cree que va a llegar un momento en el cual, dado que se ha eliminado la causa de la dominación o del conflicto (la propiedad privada o lo que fuera), el derecho va a ser secundario, si no redundante, porque hemos llegado a la situación final. Pero para Schmitt eso no va a ocurrir, y por lo tanto, hay que estar preparados para mantener las instituciones que permitan la acción colectiva, la tolerancia, la protección de los derechos individuales.
¿Cómo entender el interés que despierta?
¿Por qué lo usan? Hay una razón bien obvia: Schmitt es bastante crítico del liberalismo. En El concepto de lo político dedica la última sección a mostrar que el liberalismo niega lo político. Y eso, en general, cae muy simpático: criticar al liberalismo vende en todos lados y nunca pasa de moda. Pero eso ignora que, así como critica el liberalismo, sobre todo por su debilidad y su incapacidad de defenderse, no critica tanto ciertas características esenciales del liberalismo, como la tolerancia, los derechos fundamentales e incluso, diría, la separación de poderes. Schmitt escribe sobre los derechos fundamentales. Defendía esos derechos y defendía principios liberales básicos. Yo diría que él consideraba que los liberales no estaban preparados para defenderse, para ser verdaderos liberales.
¿Por qué le respondió a Cavallo?
Escribí esa nota de respuesta porque me dio la impresión de que la suya era una columna dirigida, sin nombrarlo, a Fernando Atria, de quien me gusta decir que soy amigo (…) Mis padres, que sobrevivieron al Holocausto, me enseñaron a no confundir el pensamiento con las emociones, y a veces alguien que incluso colaboró con el nazismo puede llegar a tener razón, pero no porque colaboró con el nazismo, sino que antes y después hizo determinadas cosas. Entonces, hay que darse el trabajo de ir a buscar la verdad donde esté. Y si está en medio de la mierda, bueno, qué voy a hacer.
Habla de Atria, quien probablemente no se vea a sí mismo como un liberal…
Yo diría que es un socialdemócrata, pero eso para mí cabe dentro del liberalismo.
Pero podría ser un socialdemócrata sin Schmitt. ¿Qué sería lo schmittiano en su caso?
No es algo que yo pueda explicar. Lo que puedo decir es que él encuentra en Schmitt el pensamiento formal, institucional. Fernando, sobre todas las cosas, es un jurista y se da cuenta de la importancia que tiene la forma y la institución para el Derecho. Y eso es inevitable, sea uno de izquierda o de derecha. Además, es un socialdemócrata: no sé bien qué quiere hacer ni cuántos derechos reales quiere conceder, pero eso es otra cuestión. Lo que me interesa de Schmitt es su capacidad como jurista, su énfasis en la forma, no en el contenido, en el respeto de los derechos de las personas con independencia de la cara del cliente. No creo que la ideología de Fernando tenga algo que ver con Schmitt, y esto es lo que sus críticos no pueden entender. Pero no tienen argumentos, y Fernando tampoco es un gran especialista en Schmitt: agarró un par de libros y los aniquiló a todos. Es extraordinario el uso que ha hecho de Schmitt. Pero hay gente que no le perdona el éxito.