“No day shall erase you from memory of time”. Las paredes interiores del 9/11 Memorial Museum exhiben imponentemente la traducción en inglés de los versos latinos del poeta romano Virgilio en su famosa epopeya La Eneida. Homenaje a las víctimas con el mensaje que dice que no hay día que borrará su recuerdo. Aunque, analizado en profundidad por The New York Times cuando el recinto pronto inauguraba en 2014, las palabras de Virgilio no evocaban a ciudadanos, sino que a Niso y Euríalo, soldados troyanos de poca y ninguna inocencia. Para algunos expertos de la literatura clásica, no la mejor cita elegida.
Es hilar fino. Controversia de lado, cierto es que las letras de acero que forman el mensaje sugieren el potencial transformativo del recuerdo y son una clara metáfora de la conversión neoyorquina, desde las brutalidades de la destrucción y el caos, pasando por el proceso de sanación, hasta la reminiscencia pulcra y solemne: el hierro de la obra fue recogido de entre las 1,8 toneladas de escombros que por meses descansaron en la Zona Cero tras el derrumbe de las Torres Gemelas, los emblemas del financiero Nueva York que en el Bajo Manhattan exhibe una pujante renovación. El metal fue fundido y modelado para hoy ser uno de los tantos símbolos de la resiliencia de la ciudad.
En los rincones del museo, cada objeto cuenta una historia o rinde un distintivo tributo a los héroes y heroínas de aquel martes 11 de septiembre de 2001, de despertar brillante y celeste, y de final negro y trágico. Un carro de bomberos semidestruido y los enormes tridentes de metal, hoy oxidados, que fueron parte de la estructura exterior de uno de los edificios caídos, son de las piezas más grandiosas dentro de una colección de 70.000 artefactos recolectados. El museo está lleno de gente. El interés por revivir la historia agarra fuerza por la fecha conmemorativa redonda y porque Nueva York ya casi no pone restricciones por la pandemia.
Diferencias de lugar y tiempo
Hay contrastes interesantes es los distintos íconos de la Gran Manzana. El típico Times Square que es la foto del Manhattan caótico es también el extremo: las luces de las pantallas publicitarias hacen que los ojos piquen como en ningún otro lugar en el mundo, y logran que la noche parezca día, los shows callejeros reúnen multitudes entusiastas, y los conductores se cuelgan de la bocina frente a los peatones que cruzan cuando el semáforo no da permiso. El lugar es sucio, con muchas mascarillas en el suelo como el desecho de moda, y a ratos desagradable. Sus estímulos son infinitos. Un exceso.
El polo opuesto está a seis kilómetros al sur, el nuevo oasis que la recuperación neoyorquina fabricó con mucha paciencia tras la devastación a causa del mayor atentado terrorista de la historia. Dos enormes fuentes, justo donde se erigían las torres derribadas, recuerdan los nombres de los casi 3.000 fallecidos. El agua que corre desde las cuatro paredes teje un silencio al estilo neoyorquino, con los ruidos que se sienten a lo lejos.
Contaba el periodista Sebastián Fest para la agencia DPA hace 20 años, las sensaciones de caminar por Nueva York el día después del descalabro a través de la fina y fantasmagórica capa de polvo, que portaba un olor a quemado tan característico, que nadie que lo haya sentido, fácilmente olvidará. Mareas de gente intentaban acercarse al lugar de los hechos, pero el amplio perímetro no dejaba continuar. Hoy los turistas llegan al sitio emblemático, importante y sagrado punto para familiares y amigos de quienes murieron allí. La seguridad controla que no se falte el respeto, que nadie ensucie ni haga tonterías. No faltan las selfies con el palito, ridículas para un sitio como ese. El aire que se respira ahora sí que es fresco, un toque de brisa marina, pero principalmente por el filtro de los árboles que dominan la cuadra y la llenan de sombra. Hay lindos monumentos a su alrededor. Algo de color, con arte callejero y espacios para disfrutar una cerveza. El centro comercial, en el subsuelo del World Trade Center, por supuesto no falta.
“Somos historia viviente”
El mensaje de texto pide juntarse bajo el Survivor Tree, el único árbol que hace 20 años se halló entre los escombros que aún mostraba signos de vida. Fue trasladado para su recuperación y en 2010 de replantó en su lugar de origen. Manuel Chea (57) es el emisor del mensaje, quien vuelve una vez más al sitio donde esquivó la muerte: “Me gusta este lugar, porque rinde un hermoso tributo, sobre todo para las familias de las víctimas cuyos restos nunca fueron encontrados. Es como un cementerio, un lugar sagrado… y este árbol, un símbolo muy importante para mí. Ambos sobrevivimos, y hoy lo ves creciendo, con sus ramas fuertes, florece cada primavera. Es muy bonito asociarlo a nuestra realidad: cómo hemos sido capaces de continuar, muy resilientes, nos recuperamos de momentos difíciles, y ahora sonreímos, vibrantes como este árbol”.
Chea, peruano de padres chinos, llegó a Estados Unidos a los 11 años. Algo habla el español, pero prefiere comunicarse en inglés. Usa anteojos y lleva mascarilla, a pesar de que en Nueva York está permitido prescindir de ella al aire libre. Parece un tipo simpático. Se ríe bastante durante la conversación, sentado a la sombra en el parque que honra el recuerdo. La mañana del 11/S estaba sentado en su escritorio en el 49º piso de la Torre Norte, la primera en ser impactada. Mientras realizaba labores programáticas frente al computador, que no mucho lo motivaban, sintió como un fuerte terremoto el choque del avión. Hoy, cuenta que cuando se mueve el piso por la razón que sea, su adrenalina sube de manera abrupta. Por entonces se dirigió rápidamente a las escaleras y antes de completar la evacuación, se cruzó con los socorristas quienes iban valientemente hacia arriba.
“Nunca olvidaré el momento en que vi colapsar las torres. Instantáneamente pensé en los bomberos que me ayudaron a salir a mí y a tantos otros, y que por eso perdieron la vida. Por varios meses la culpa me aquejó, pero después sólo pensé en hacer un cambio de rumbo para poder rendirles tributo”, relata Chea, quien aprovechó que la compañía bancaria redujo el personal y lo despidió con goce de sueldo por un año, para estudiar un magíster en Manejo de Emergencias. Hasta el día de hoy, honra la vida de aquel personal de primeros auxilios, evitando tragedias en las vidas de otros trabajando en el servicio público. Se había disculpado en un par de ocasiones por haber aplazado la entrevista con LT Domingo, dada la intensa semana que tuvo gracias a la tormenta Ida que en la ciudad dejó 16 muertos y varios desmanes.
Cuando llega la fecha del aniversario, las sensaciones de Chea difieren a las de varios sobrevivientes que conoce. La ansiedad se empieza a apoderar de muchos en agosto, y las ganas de que el calendario marque el 12 de septiembre son incontrolables. “Se ponen muy nerviosos y sus traumas se intensifican. En lo personal, no paso por eso. Todo lo contrario, me apetece involucrarme más, asistir a la ceremonia y conectarme con otros sobrevivientes”, explica sonriente. Dice que el 11/S le mostró que la vida es muy corta para estar amargado. Incluso con barbijo se aprecia que lo dice feliz. Esa red que formaron los que se salvaron, describe Chea que tiene una electricidad especial, con un cariño y complicidad muy grande entre quienes se entienden al 100%. La paradoja, dice, es que ojalá no se hubieran conocido nunca. También esta se ha expandido a afectados por otros actos terroristas, como los del Metro en Londres, o los del Maratón de Boston. “No queremos más miembros”, aclara.
Tras 20 años, ¿qué significa para Chea haber sobrevivido al ataque terrorista más mortífero e impactante de los registros? Es una pregunta que nadie le formuló antes: “Somos historia viviente. Es como para mí encontrar a alguien que haya superado el holocausto en un campo de concentración. Yo nací 18 años después del fin de la II Guerra Mundial y escuchar la palabra de alguno de ellos es visualizar directamente ese dolor y esa fuerza. Siento que acarreo un legado similar. No puedo ignorar ese deber. Veinte años después me he convertido en historia viva”.
Receptores de odio
Las líneas telefónicas de la Asociación Árabe-Americana de Nueva York estuvieron muy ocupadas. Las visitas que recibía en su recinto del sur de Brooklyn eran un grito de ayuda. Tras los ataques de Al Qaeda, la comunidad árabe residente en Estados Unidos, con su epicentro en el barrio de Bay Bridge, fue (y sigue siendo) el blanco de una suerte de venganza no correspondida. En septiembre de 2001, la entidad comenzó a recibir con fuerza los avisos de parte de los propios ciudadanos mediorientales, quienes estaban sufriendo discriminación, violencia y acosos. Hasta hoy, lucha contra los estigmas para protegerse del odio que sigue recayendo, con tendencia a la baja, en quienes usan turbante o hiyab por las calles de la gran metrópolis y el resto del país.
“Después del 11-S, la persecución fue muy alta. Pasó mucho que fuimos espiados por la policía de Nueva York, la CIA y el FBI. Venían para acá, iban a las mezquitas. Nuestra gente fue perseguida, en especial los hombres jóvenes. Gente contaba que sufrían humillaciones en el trabajo, o que en la calle todos los días los seguía un auto de la policía. Algunos que no tenían papeles eran fuertemente manipulados dada su situación. Ha sido una desgracia y ha pasado muy seguido”, comenta Yafa Dias, dirigente social. La organización se ha encargado de llevar a los poderes del Estado el sentir de su colectividad, para así acabar con otra de las consecuencias del 11/S: la animadversión hacia la comunidad musulmana que nada tenía que ver con el desastre.
En los meses posteriores a los ataques, las instituciones policiales detuvieron a 762 personas bajo sospecha de apoyar a grupos terroristas, en varios casos, detenciones sólo basadas en nada más que denuncias anónimas en una línea telefónica creada por el FBI. En 2003, una inspección del Departamento de Justicia encontró que una “abrumadora” mayoría condujo en cargos de inmigración, que nada tenían de relación con el motivo de la detención.
En 2011, una brillante investigación de The Associated Press revelaba las movidas racistas y prejuiciosas de la CIA, que usaba la máscara de la policía de Nueva York, ante la imposibilidad constitucional de investigar a ciudadanos estadounidenses. Operativos de espionaje se llevaban a cabo en templos religiosos, grupos de estudio y restaurantes de la comunidad musulmana desde 2002. Quince años después la ley comenzó a prohibir estas prácticas que atentaban contra los derechos civiles. El trabajo periodístico, por cierto, ganó un Pulitzer.
Afirma Dias que muchos musulmanes evitan ir a la ciudad cada aniversario del 11/S, incluida ella: “Si bien ha habido cierto progreso, todavía hay mucho miedo, agresión y odio hacia los árabes. Ya no es tanto el temor de ser atacados como lo era antes, ni sentir que muchos norteamericanos blancos serán racistas contra nosotros, pero sí que estamos al tanto del hecho que habrá algunos sujetos por ahí legítimamente racistas, que culparán a los nuestros por los ataques de hace 20 años”. El último tiempo, además, con la base de la experiencia antimusulmana, han trabajado codo a codo con su par asiático-americano, agobiado por el odio hacia la comunidad oriental, una vez desatada la pandemia del Covid-19.
Dias muestra un panfleto en distintos idiomas que identifica a los grupos migrantes con información de cómo actuar en caso de ser testigo de un acoso: “Los niveles de odio y racismo se mueven como una montaña rusa. La sociedad norteamericana siempre está buscando a quién culpar en vez de trabajar entre todos para determinar el verdadero problema”.