El desfile de miles de presos rapados, semidesnudos, tatuados y uniformados en perfecta sumisión durante su ingreso a la cárcel más grande de América se ha convertido en la postal más categórica de la guerra del gobierno del Presidente de El Salvador, Nayib Bukele, contra las maras, las pandillas que han asolado a la población a punta de violencia y extorsión por décadas. La inauguración del Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot) ha sido exhibida con orgullo por el oficialismo, repetida en medios de todo el mundo y aplaudida por los admiradores de la mano dura de Bukele. También ha renovado la actitud desafiante del presidente a las denuncias de detenciones arbitrarias, falta de debido proceso y torturas realizadas por distintos organismos de derechos humanos.
En un año del estado de excepción constitucional decretado por el gobierno y ratificado por un Parlamento que domina, se ha detenido -según el conteo del propio Ejecutivo- a cerca de 65 mil personas. Mientras el penal se inauguraba, muy lejos de ahí, en una corte de Nueva York, se conocía el requerimiento de la justicia estadounidense contra 13 líderes de una de esas pandillas, la Mara Salvatrucha. En el texto se confirmaba la revelación que un reportaje del medio digital salvadoreño El Faro había hecho en 2020: que la administración de Bukele negoció con las organizaciones criminales para lograr apoyo en elecciones locales para su partido y la reducción de los homicidios para exhibir esto como un logro de su gobierno. A cambio, los líderes de las maras obtuvieron reducción de penas, beneficios económicos y el rechazo a las peticiones de extradición de Estados Unidos, que considera a estos grupos organizaciones criminales internacionales.
Un pacto que se rompió sólo tras tres masacres perpetradas por las maras entre 2020 y 2022, que costaron la vida a más de 200 salvadoreños. Después vinieron el enfrentamiento y la narrativa impuesta por Bukele: criticarlo es apoyar a las maras.
Carlos Martínez, quien junto con su hermano Óscar -ambos conocidos periodistas del país- escribió ese reportaje, debió autoexiliarse después de la publicación. “Luego hemos seguido la pista de estos hechos y nos hemos encontrado auténticas barbaridades. Por ejemplo, uno de los máximos líderes de la Mara Salvatrucha 13, considerada por El Salvador y por los Estados Unidos una organización terrorista, que debía 40 años de prisión a la sociedad salvadoreña y sobre el que pesaba una solicitud de extradición del gobierno de Estados Unidos, fue dejado libre en noviembre del año pasado”, comenta Martínez a La Tercera.
“El gobierno negó la existencia de estos acuerdos en repetidas ocasiones. Se nos acusó de mentir, desde luego, y en algunas ocasiones algunos de nuestros reporteros, incluyéndome, hemos tenido que salir del país ante la posibilidad de ser arrestados o investigados por el gobierno”, relata. “Y sobre las afirmaciones de las autoridades estadounidenses en un documento formal y ya no en las páginas de un periódico al que puede vilipendiar, insultar y difamar, ha guardado absoluto silencio, que es una de las prácticas recurrentes de un gobierno que prefiere controlar la narrativa y prefiere dar monólogos. En gran medida la respuesta de este gobierno ha sido un incremento en la propaganda”, dice. Martínez sí reconoce que en su ofensiva contra las maras el gobierno ha logrado desarticularlas y el enorme impacto que eso ha tenido en una población que por décadas ha sufrido por su acción. Una población para la que cualquier lamento sobre la pérdida de las garantías constitucionales básicas en una democracia como precio a pagar les parece “una bicoca”, lamenta.
¿Quiénes son estos miles de presos que vemos en las imágenes que se repiten? ¿Qué sabemos de ellos?
Todo lo relativo al régimen de excepción es secreto, salvo aquello que lo que el gobierno y sus voceros hacen público, generalmente en Twitter. Y luego conocemos detalles de la megacárcel para la cual está vetada la presencia de periodistas locales, salvo el aparato de propaganda gubernamental y algunos medios internacionales que el presidente considera que pueden ser las fuentes. Es decir, los medios salvadoreños no hemos tenido acceso ni a esa ni a ninguna otra prisión durante la administración de Bukele, así como tampoco los organismos de derechos humanos. Sin embargo, El Faro, el periódico para el que trabajo, consiguió en su momento 690 expedientes, de 690 personas acusadas por el régimen. ¿Y qué descubrimos en estos expedientes? Que los policías acusan a personas por cargos, como, por ejemplo, estar nerviosos. En los expedientes aparece: “Se vio al individuo nervioso al acercarse la patrulla junto a otros sujetos y la policía procedió a intervenirlos y capturarlos”. Estas acusaciones cristalizan el hecho de que en la calle la policía y los soldados son jueces. No conocemos detalles. Por ejemplo, nadie puede verificar que el número de arrestos sea el que el gobierno dice. El gobierno, a través de sus diputados, redujo la edad de la imputabilidad penal de 16 años a 12 años. No sabemos, por ejemplo, las edades de los menores de edad que fueron capturados, que el régimen nos ha dicho que son aproximadamente mil personas. No sabemos con qué pandilla están vinculados, ni a través de qué pruebas.
¿Qué tan integradas están las maras en el tejido social? Esas personas que vemos en las cárceles ¿tenían la opción de tener una vida distinta?
Mira, las pandillas, a diferencia de otras expresiones criminales como los carteles de la droga, por ejemplo, que tienen una exclusiva función o un exclusivo propósito pecuniario, son en realidad un fenómeno social con una poderosa expresión criminal que surgen en California y como una agrupación normalmente de migrantes que intentan encontrar un espacio en la sociedad e intentaban encontrar un espacio en la sociedad estadounidense y fueron formadas por adolescentes en las calles del sur de California. Estas organizaciones se encontraron de pronto deportadas a una región, el Triángulo Norte de la América del Centro, muy pobre, absolutamente desigual, con las instituciones en los huesos. En aquellos momentos nuestros países venían saliendo de profundos conflictos armados bajo el signo de la Guerra Fría. Y entonces encontraron un entorno propicio para prosperar, para crecer e incluso, en alguna medida, para convertirse -y esto es terrible- en entidades aspiracionales, donde incluso gran parte de los chicos jóvenes, de las comunidades que eran controladas por estas organizaciones criminales, aspiraban, soñaban con convertirse en pandilleros, en adoptar su apariencia y, sobre todo, en adquirir ese poder cotidiano que tenían los miembros de las pandillas en las comunidades. Pero el fenómeno prosperó a tal nivel y consiguió echar raíces tan profundas en el tejido social salvadoreño que al final estas organizaciones conseguían controlar bajo un puño inclemente la vida cotidiana de las personas y habían hecho de la extorsión su modo de vida. Estas organizaciones, además, incorporaron el asesinato en su idiosincrasia; durante demasiado tiempo era requisito imprescindible para entrar a estas organizaciones haber asesinado. Hicieron de la performance de la violencia su signo hasta llegar a cometer masacres y barbaridades innombrables. De manera que la embestida del gobierno y su poderosa narrativa publicitaria, desde luego, ha generado enorme empatía entre la población que ha padecido durante demasiado tiempo a estas organizaciones. Y eso explica el enorme respaldo con el que cuenta esta medida del gobierno del Presidente Bukele.
¿Qué costos se pagan al denunciar al gobierno en un país que ya cumplió un año bajo excepción constitucional?
Mira, lo planteo primero como salvadoreño. Me parece que hay que poner las cosas en una perspectiva e intentar valorarlas en su dimensión. Me refiero a que El Salvador obtuvo su democracia luego de una guerra de 12 años, donde nos matamos con fruición, que dejó a 75.000 personas muertas al menos, y un número indeterminado de desaparecidos. Esa guerra dejó a un país traumado y con sus instituciones en los huesos. Es de esa dimensión lo que hemos adquirido. La desarticulación de las pandillas, para mí, en términos simples y llanos, nos costó nuestra democracia. Fue imprescindible entregar aquello que adquirimos producto de una guerra civil para terminar con este fenómeno criminal. Creo que el combate a las pandillas termina de signar para El Salvador, y así va a ser durante mucho tiempo, el fin de su democracia. Habrá quien crea que lo que adquirimos con nuestra democracia es proporcional al valor que pagamos. Yo soy de los que creen que no. A la larga, como lo indica la experiencia comparada con nuestra propia historia y con la historia de América Latina, tarde o temprano lo que entregamos para permitirle al gobierno combatir a sus anchas a estas organizaciones criminales nos saldrá muy, muy, muy caro.
¿Podemos estar seguros de que efectivamente las pandillas están desarticuladas?
Sí. Una investigación del periódico para el que trabajo (El Faro), reporteando en 14 comunidades a lo largo y ancho del país, conversando con un líder de una de estas organizaciones, con miembros de la policía, con empresarios de todo pelaje y de toda dimensión, nos indica que las pandillas están desarticuladas. Por eso usamos ese verbo. No dijimos desaparecidas, derrotadas, decimos desestructuradas. Se ha roto la cadena jerárquica y se ha roto, además, la presencia territorial. ¿Eso quiere decir que el fenómeno pandillero está derrotado? Absolutamente no. Como muestra de ello, en la acusación que hace la Fiscalía estadounidense, se hace una revelación: la Mara Salvatrucha creó un capítulo de su propia estructura en México, como una especie de retaguardia estratégica para proteger y albergar a los miembros de esa organización que han podido huir del país. Y dos, para establecer lazos con los grandes carteles de la droga mexicanos, como el Cartel de Sinaloa, el Cartel Jalisco, Nueva Generación, Cartel del Golfo, Los Zetas, en su momento. ¿Eso qué nos indica? Que estas estructuras criminales están buscando alternativas de supervivencia y de mantenerse vigentes en el mundo criminal. Pero hoy por hoy, en El Salvador, y en el corto plazo, esas estructuras han visto absolutamente cortadas sus vías de operación, digamos. Y esto en las comunidades es muy visible y muy patente.
¿Qué pasa cuando desaparecen bandas criminales que han tenido tal predominancia en la sociedad?
Mira, es muy corto el tiempo como para poder hacer afirmaciones tajantes. Es decir, no creo que exista una experiencia en la que a lo largo de 11 meses se sustraiga un actor tan poderoso como lo eran estas estructuras criminales. Por lo pronto, lo que está ocurriendo es que las comunidades acostumbradas a estar formadas, insisto, en sus niveles más cotidianos por estas organizaciones, están buscando cómo curar el tejido social que esto dejó absolutamente roto. Están buscando algún tipo de organizaciones comunales que antes estaban prohibidas por las pandillas: comités de jóvenes, directivas deportivas. Esas gentes están inventando lo que te dé la gana: desde torneos de fútbol para integrar a la comunidad, por ejemplo, o están creando en otras comunidades, por ejemplo, cine comunitario, que no es otra cosa que sacar a la calle o al parque, que antes sólo podían usar los pandilleros, un proyector y poner una película infantil para que los niños comiencen a usar los espacios públicos. Es decir, estamos viendo estas expresiones en el territorio, particularmente en aquellas comunidades más pobres, la gente retomando o intentando retomar el curso de sus vidas luego de décadas de la experiencia traumática de tener que vivir bajo el puño de las pandillas. Y. desde luego, para esta gente la entrada en vigencia del régimen en realidad no ha supuesto una enorme diferencia respecto de su vida anterior.
“Pero el problema -agrega- es que esto sólo es posible porque durante años los operadores de la democracia que siguieron a la guerra civil fallaron a El Salvador: robaron, mintieron y traicionaron el mandato que se les dio al llevarlos a la presidencia. Te voy a citar un ejemplo que explica en gran medida el fenómeno Bukele. La fuerza con la que ha surgido Bukele como hombre fuerte y como caudillo de los salvadoreños solo se explica a través de la traición, del saqueo y de la chapuza hecha por los gobiernos anteriores. Eso mismo explica también cómo estas organizaciones criminales prosperaron hasta donde prosperaron. Pero los salvadoreños durante ese montón de tiempo no fueron ejercitados en el ejercicio de la democracia y no abrevaron de los valores que derivan de ella. De manera que, para un montón de personas, esos conceptos que son para mí tan fundamentales, como la independencia de poderes, la independencia judicial, la legítima defensa, nunca significó un beneficio tangible. Quienes ya se dieron cuenta de lo que vale la democracia y del valor de perder la democracia son aquellas personas que han sido arrestadas sin deberle nada y sin haber jamás cometido un delito y que ahora mismo están presos. O aquellas personas cuyos familiares fueron arrestados por cualquiera de estas razones tan arbitrarias y luego les fueron devueltos en una bolsa como cadáveres. Esa gente ya se enteró de que en El Salvador no habrá abogado, juez, fiscal, procurador de derechos humanos o procurador general o magistrado de la Sala de lo Constitucional que proteja sus derechos. Y ya se enteraron de que para ellos no habrá posibilidad de justicia. Esa gente ya dio un bocado a lo que significa perder la democracia. Pero para todos los demás esto suena una bicoca”.
Escucha acá el capítulo de “Crónica Estéreo”, el podcast diario de La Tercera, con esta entrevista.