A mayor información disponible, más difícil se vuelve –y más necesario– construir una memoria, una narración que dé sentido al pasado a la luz de lo que somos hoy. De este problema se ocupó Carlos Peña en su libro El tiempo de la memoria (2019), y en el mismo problema insiste ahora para interpretar el gusto a desencuentro que deja este aniversario del golpe de Estado.
“Creo que ha habido un retroceso –sostiene–. Porque hemos perdido, aunque podemos recuperarla, una cierta dimensión reflexiva. Y la memoria, para ser sana, requiere ser reflexiva. Porque no es un depósito de recuerdos fijos, es un pasado que se elabora. Y la única manera de hacerlo es traer los hechos al presente, pero, a la vez, reflexionar sobre ellos para irlos despojando de su estela de dolor y de culpa. Como dice San Agustín, hay que ser capaz de recordar sin tristeza que alguna vez sufrí, y sin temor que alguna vez tuve miedo. Pero esta concepción de la memoria, al parecer, compite en el espacio público con otras dos. Una, la que entiende la memoria como un reservorio de hechos luctuosos y demandas de justicia. Es la concepción que subrayan las víctimas. Y otra, la memoria como un puro dispositivo de olvido, que declara ‘nunca más’ pero guarda silencio sobre qué subyace a ese ‘nunca más’. Es lo que promueve la derecha, ya de manera institucional con la declaración que sacó Chile Vamos esta semana”.
Desde la izquierda se atribuye el retroceso al espacio que ganó la derecha para defender antiguas posiciones. ¿Usted ve el problema por ambos lados?
Sí, pero haría algunos matices. En la izquierda más joven, sin duda, influye lo que ocurrió en octubre del 19, cuando renació en ellos –o eso pretendieron– el espíritu y la imaginería de la Unidad Popular (UP). Se cantaba “El pueblo unido” en la calle, ¿no? Y yo creo que esto aún acompaña a Boric: el esfuerzo por remedar el componente ético que tuvo la UP, apropiándose de los símbolos e incluso del lenguaje de ese tiempo. El riesgo de hacer eso es confirmar la famosa frase de Marx: lo que primero fue tragedia, se repite como comedia. Dicho eso, la derecha ha tenido una actitud francamente inmadura, absurda. Alguna vez abrigamos la esperanza –una tibia esperanza, habría que agregar– de que apareciera una derecha democrática, liberal. Pero la derecha se ha mostrado como es: aferrada a su trauma de la UP e incapaz de desprenderse de la dictadura. Esto último es realmente increíble. Yo he escuchado a personeros de derecha, a intelectuales de derecha, incapaces de emitir un juicio de condena moral sobre un golpe de Estado. ¿Cómo es posible, al cabo de 50 años?
Se ha argumentado que, justamente por el tiempo transcurrido, abrir la discusión sobre las causas del Golpe tiene más sentido que instar a condenarlo.
¡Pero si esa dicotomía no existe! Todo acontecimiento humano merece un juicio moralmente neutro que intente comprender por qué ocurrió, qué circunstancias se confabularon para producir un resultado. Pero otra cosa es la pregunta, digámosle moral, pero también ciudadana, que tenemos que hacernos: ¿es correcto que algo así haya ocurrido? ¿Está a la altura de los compromisos recíprocos que tenemos en una sociedad democrática? Si suprimimos este segundo juicio, suprimimos la política, directamente. Entonces, la verdad es que cuando la derecha o sus intelectuales relativizan esta distinción, o se refugian en el tema de las explicaciones, lo que están haciendo es escamotear la condena moral. Lo cual es indicativo del gigantesco apego que todavía tienen a esa experiencia.
Hace dos meses, usted se preguntó en una columna si los cuadros de RN y la UDI aún tienen su identidad “atada a la legitimidad del Golpe y de la Constitución del 80″. ¿Hoy se contestaría que es así?
Sí, claramente. No digo que sea algo consciente, ¿ah? Si uno les pregunta, por supuesto que toman distancia. Muchos de ellos esgrimen haber nacido después del 73, o ser muy pequeños entonces, para decir “no, yo ni siquiera sabía”, o “no tenía conciencia política en esos años”. Pero esta incapacidad de hacer un juicio crítico, moral, racional, demuestra de manera flagrante, en mi opinión, que hay una especie de compromiso inconsciente con esos eventos.
Suponiendo que fuera así, ¿por qué sería tan profundo ese compromiso, tan duro de roer?
Yo creo que en estos días han asomado varios factores. Uno de ellos es el trauma de la reforma agraria. La derecha chilena se compone de varias vertientes, ¿no? Hay una derecha de raíz oligárquica, que asienta su dominación sobre la experiencia de poseer la tierra. Hay otra derecha modernizadora, la burguesía industrial. Y otra es la vertiente hispanista, católica, que es más intelectual, en la línea de Jaime Eyzaguirre y la revista Portada. Pues bien, yo creo que la primera vertiente, esta derecha más hacendal, con una cierta cultura del linaje, del fundo como lugar de recreo e identidad social, vivió la UP y la reforma agraria como un acontecimiento existencial, una cosa cósmica, digamos. Y hasta cierto punto, tienen razón: un mundo se vino abajo. Y la vertiente hispanista, tradicionalista, también sintió que Chile se estaba apartando de su línea histórica.
La dictadura, en buena medida gracias al genio de Jaime Guzmán, logró hacer una síntesis extraordinaria de estas tres derechas en torno al proyecto de la revolución capitalista. Ese fue su gran logro: aglutinar, amalgamar a estas tres derechas en un solo proyecto.
Eso podría explicar una cierta lealtad al Golpe, pero usted habla de un anclaje en la propia dictadura.
Así es. Y la pregunta sería: ¿por qué la otra derecha, esta burguesía más industrial, tampoco logra despegarse? En mi opinión, porque la dictadura, en buena medida gracias al genio de Jaime Guzmán, logró hacer una síntesis extraordinaria de estas tres derechas en torno al proyecto de la revolución capitalista. Ese fue su gran logro: aglutinar, amalgamar a estas tres derechas en un solo proyecto. Y esa amalgama resiste hasta hoy. ¿Hay una derecha modernizadora? Por supuesto. Pero en su bloque de poder está trufada, mechada, con componentes aristocratizantes e hispanistas. De ahí esta tontería de darle rango constitucional al rodeo, de ahí también este liberalismo descafeinado que se niega a permitir el aborto, tal como ayer se oponía al divorcio y antes a la igualdad de los hijos. Quizás algunos sean liberales, pero al tomar decisiones actúan como bloque de poder y asumen todos sus lastres. Evópoli es un ejemplo notable de esto.
Desde la derecha le contestarían que el punto es otro: la condena moral del Golpe nos deja sin comprender que el compromiso con la democracia, el año 73, hacía aguas por todos lados.
No, no, perdón: unos lo hicieron con las armas, los otros no. Por eso esta disociación entre “comprender el Golpe” y “condenar los crímenes” no me parece correcta. Si sólo los crímenes merecen condena, ¿qué les enseño yo a mis hijos? Les estoy diciendo: “Mira, si el adversario empieza a tu juicio a abandonar las reglas de la democracia, si empieza a pisotear lo que tú estimas son valores sagrados, entonces es razonable que llames a las fuerzas armadas e interrumpas esto a sangre y fuego”. ¿Eso les vamos a enseñar a las nuevas generaciones? ¿No les vamos a decir que el compromiso democrático que hoy tenemos en Chile es incondicional, es decir, que pasa por sobre tus intereses y los míos? No quiero hacer de esto recuerdos personales, si quieres omítelos, pero cuando entré a Derecho en la Católica, el año 77, yo leía la revista Solidaridad, porque mi padre me la pasaba…
La revista de la Vicaría.
Sí, que se repartía en las iglesias, en las misas. Y ahí se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo en Chile. En la Católica, en cambio, el primer libro que leí, entregado por mis profesores, fue una edición especial de la revista de la facultad, dedicada a explicar por qué el Golpe estaba justificado a la luz del derecho natural. Eso me enseñaban al entrar. Entonces, no vengan a decirme a mí que no justificaron el Golpe ni los medios que se usaron. Tuvieron intelectuales destinados a justificarlo, incluso cuando los crímenes se habían cometido y había forma de saberlo.
Dijo antes que la izquierda, en 2019, quiso remedar a la UP. Pero desde la derecha, incluso desde el centro, se ha hecho el parangón inverso: que la izquierda no dudó en aprovechar la violencia –la alentara o no– para ganar posiciones y hacer tambalear a un presidente.
Sin ninguna duda, pero hay que distinguir. El oportunismo que hubo, esta actitud astuta, desleal con las reglas, para tomar una ventaja que no podías alcanzar mediante el juego democrático, eso es cierto. Pero una cosa es el oportunismo y otra es la conspiración, ¿no? Hacer un paralelo entre ambas me parece un exceso total, francamente.
Aun así, ¿no cree que la derecha, a partir del estallido, le perdió el respeto al discurso de la izquierda sobre la democracia, como diciendo “nos dejamos sermonear por 30 años y ellos tampoco creían tanto”?
Sí, sí, algo de eso ocurrió. Porque se había instalado la idea de que la izquierda tenía superioridad moral, dado que la derecha había callado mientras se hacía desaparecer personas, se torturaba, etc., mientras que la izquierda fue víctima de eso y sin embargo se dedicó a reconstruir la democracia. Y ahora la derecha, efectivamente, dijo “bueno, parece que no era tan así, puesto que a la menor oportunidad intentaron servirse de las circunstancias para hacerse del poder”. Sí, pero no hay punto de comparación. La prueba está en que hoy estamos discutiendo qué Constitución queremos liderados por los republicanos, nada menos.
Entremos al debate sobre las causas históricas. Se han propuesto muchas, algunas al calor del 73 y otras que se remontan varias décadas atrás. ¿Cuáles pondría usted sobre la mesa?
Podría señalar tres o cuatro que, en mi opinión, conducen de manera importante al quiebre de la democracia. Lo primero es que hacia fines de los años 60 está culminando el Estado de compromiso. Es decir, un tipo de arreglo social que se propuso una tarea gigantesca: incorporar los intereses populares a la modernización, gracias a un centro político que mediaba esos intereses con las clases dominantes. Eso ocurre en Chile entre el 32 y el 70: salvo Jorge Alessandri, siempre gobierna el centro, aliado con la izquierda o con la derecha. Pero hacia 1970 ese arreglo está en crisis. ¿Por qué? Porque se verifica una contradicción insostenible, como dijo Aníbal Pinto, entre un sistema político muy incluyente, que acogía las expectativas de todos los sectores sociales, y una estructura social y económica totalmente excluyente, que condenaba a las grandes mayorías, y no exagero, a la miseria. Yo no soy capaz de entender a quienes miran con nostalgia ese Chile, tan injusto que la mayoría de los chilenos y chilenas estaba por la revolución.
Está sumando a la UP más la DC.
Basta leer los documentos de la época, el programa de Tomic, para advertir que esto era así. Pero no olvidemos que detrás de esos dos tercios políticos había una mayoría popular, instalada en la cultura, favorable al cambio revolucionario de la estructura económica y de clases. En ese sentido, no es cierto que el gobierno de Allende fuera de minorías. Lo incomprensible, mirado desde hoy, es que no fueran capaces de convenir un camino conjunto. Y esto nos lleva a un segundo factor que está muy presente en la política de la época: el extremado utopismo de las élites intelectuales. La política de 1970 está infestada de milenarismo, de la idea de que la historia tiene un guion oculto que el intelectual logró inteligir y que la política debe precipitar. Las élites intelectuales, todas de origen burgués y católico, se golpeaban el pecho leyendo a Lenin, o los DC leyendo a Maritain, todos confundiendo la promesa trascendental del cristianismo con una revolución intramundana. Recuerdo un libro de Frei Montalva que se llamaba Un mundo nuevo, escrito poco antes del Golpe. Bueno, creo que ese espíritu utópico impidió las soluciones de compromiso que son inevitables en una democracia.
O sea, no le cargaría la mano sólo a la UP por ese utopismo desbandado.
Diría que incluso la derecha, cuando se hace del poder, demuestra estar bañada por un espíritu utópico. Es la índole de la época. Pero el papel de la DC es clave para entender lo que ocurrió. Arturo Valenzuela ha insistido mucho en esto: la DC opta por el camino propio, no es un partido de centro. Es un “centro excéntrico”, como dice Giovanni Sartori, que se alimenta de los extremos, pero del cual los extremos huyen apenas ven la oportunidad. Y eso fue lo que pasó: todos se radicalizaron. Primero unos hacia la izquierda, con el MAPU y la Izquierda Cristiana, luego los otros a la derecha. Se radicaliza también la Iglesia, recordémoslo. Y esto priva al sistema político de ese centro mediador que era la clave del Estado de compromiso.
Los radicales.
Exactamente. Nos burlamos de ese Partido Radical como una manga de astutos y de pícaros, pero cumplió su papel, no cabe ninguna duda. Otro factor evidente, que ya lo comentamos, es esa derecha que ve amenazado su modo de ser y reacciona “como un animal herido”, según dice Aylwin en su libro. Y si dejamos para otra ocasión el frente internacional, agregaría un último factor: el papel de Allende. La hagiografía hizo de Allende una especie de santo laico, lo cual es comprensible, pero no es cierto. ¡Es un político muy complejo! Por un lado, es un parlamentario cuyos hábitos, cuyas prácticas de comensalidad, son profundamente burgueses. Con tintes de frivolidad, ¿no? De frivolidad trágica, incluso.
¿Cómo así?
Pensemos en esta imagen. Su hija Isabel, en el bellísimo libro que publicó recién, donde relata su última semana, parte contando la petición que le hace Allende cuando ella va a viajar a México: que por favor le traiga una chaqueta de verano. Y en cuanto ella regresa, lo primero que él hace es probarse la chaqueta, no sé, 12 horas antes del Golpe. Eso es muy significativo de una personalidad. Y agrego otra escena que dice mucho de su cultura política. Cuando el Congreso está debatiendo las Garantías Constitucionales, para resolver si lo nombra presidente, Allende interviene y dice: “Yo doy mi palabra de honor de que se van a cumplir estas garantías”. Y entonces el Marqués Bulnes, Francisco Bulnes, el gran senador de la derecha, interrumpe el debate y dice: “Eso para mí es suficiente”.
Su palabra de honor.
¿Te das cuenta? Esto refleja que la democracia chilena de 1973 seguía siendo una democracia de salón, de alguna manera, entre grupos que practican los mismos ritos, que se entretienen con las mismas cosas y por lo mismo tienen fuertes confianzas entre ellos. Allende es eso, está impregnado de esa cultura y es brillante en ese juego. Pero al mismo tiempo habita en él un revolucionario, un sujeto cuyo ideal del yo es conducir una vanguardia que redima a las grandes mayorías. O sea, su subjetividad está empapada de estas dos dimensiones en conflicto. Y él nunca decide a cuál de las dos va a homenajear. Es verdad que el acuerdo de la UP era que los partidos mandaban…
Y en ese tiempo mandaban de verdad.
Así es, el presidencialismo como hoy lo conocemos era inconcebible. Allende era un líder de asamblea, donde se vota por mayoría y los dirigentes son voceros, vicarios del colectivo. Eso podría, en parte, exculparlo de la actitud que tuvo. Pero igual creo que, con el liderazgo que tenía, debió tomar una decisión y nunca la tomó. En ese sentido, no en todos, fue un mal político. Joan Garcés, en ese libro estupendo que es Allende y la experiencia chilena, dice que Allende nunca fue partidario de que la Izquierda Cristiana y el MAPU entraran a la UP. ¿Por qué? Porque si ellos eran parte del gobierno, la DC se iba a ver forzada a aliarse con la derecha, tal como ocurrió. O sea, Allende sabía de antemano que radicalizar tanto el sistema no iba a funcionar. Pero dudó hasta el final. Y eso lo pueden hacer los intelectuales, porque no afectan la vida de nadie con sus dudas. Los políticos se tienen que decidir.
¿Y no será que Allende, más que indeciso, estaba convencido de que era imposible encauzar el proceso político sin acoger el espíritu revolucionario en la vida democrática?
Sí, ¿pero cómo resuelve eso? Creo que ahí Altamirano tenía razón, fíjate. Si no recuerdo mal, él cuenta que cuando Allende le confesó su propósito de suicidio, le habría dicho: “Pero Salvador, eso resuelve de manera individual un problema que es colectivo”. Es decir, el suicidio de Allende salva, sin ninguna duda, su propia figura, y favorece una hagiografía que hasta cierto punto es justificada. Bueno, pero no salvó nada más. La democracia cayó, amplios sectores populares fueron perseguidos y masacrados. Mi opinión –claro, luego de 50 años– es que él debió arriesgar su capital político y oír más al PC, un partido revolucionario que apostaba por el reformismo gradual… O sea, si la racionalidad consiste, como dice Freud, en postergar la satisfacción inmediata, el PC era por lejos la más racional de las fuerzas políticas.
Dejando afuera su discurso del 11 y el sacrificio final, ¿hay para usted un legado político de Allende? ¿O sólo lo ve como un personaje atractivo?
En el siglo XX chileno, para mí hay dos figuras que alcanzan una estatura mayor que todas las demás. Una es Arturo Alessandri, que transforma la política en lo que luego sería un fenómeno de masas. Y el otro es Allende, cuyo papel, mirado a la distancia, fue convertir a la masa en sujeto. Basta ver La batalla de Chile, a esas personas pobres y desdentadas erigidas en individuos dueños de sí mismos, con conciencia de clase, para advertirlo. Casa de campo de José Donoso podría ser la obra literaria donde esa experiencia de autonomía colectiva se ficciona. Ese es el notable logro de Allende: proveer de esa experiencia de ser sujeto, la experiencia moderna por excelencia, a la masa proletaria. Y es probable que la represión indiscriminada de la dictadura estuviera animada por el propósito de desmovilizar, de acabar con esa experiencia que es el gran legado de Allende.
Utopía de bolsillo
Si el sistema político de 1970 sufrió una sobredosis de proyectos de futuro, el de hoy parece bloqueado por dinámicas que se nutren más bien de la ausencia de esos proyectos, o de su debilidad.
Sí. Creo que hay varios factores contribuyendo al panorama más o menos desolador que estamos experimentando. Desde luego, la calidad de nuestros dirigentes políticos. Siempre es incómodo decir esto, pero no vale la pena ocultarlo: muchos de ellos son imberbes, otros ignorantes. O sea, si uno juzga a la clase política por la ilustración de que hace gala, por la elocuencia con que exponen las ideas, por la capacidad que tienen de ofrecer un proyecto de transformación sensato, estamos en malas manos, esa es la verdad.
¿Incluido el presidente Boric? Nombró algunas de las virtudes que más se le reconocen.
Me estaba refiriendo sobre todo al Congreso, pero también incluyo al presidente. Él tiene mejores modales, por supuesto, es más elocuente. Pero aun así es muy torpe, en muchas de sus decisiones. Y tiende a ser exageradamente espontáneo. Digamos, si la racionalidad –de nuevo en el sentido freudiano– consiste en reprimir lo primero que a uno se le viene a la cabeza, hay en él una tendencia a ser irracional. Pero hablando más en general, creo que esta mala calidad es el resultado de la falta de élites intelectuales en la política. Ahí tenemos un problema bastante serio, porque la política democrática no puede funcionar sin esas élites.
¿Por qué?
Porque se empieza a desentender de sus razones, las subordina a otros fines. Y es un poco lo que estamos viendo: políticos que, con tal de ser populares, de ser trending topic, están dispuestos a decir lo que sea, ya ni les importa tener la razón o no. ¿Y qué es una élite intelectual? Ortega y Aron coinciden en esto: es una minoría de personas ilustradas, reflexivas, que quieren tener la razón.
Supongamos, con razón o no, que un proyecto de futuro bien pensado podría revertir estos síntomas de parálisis. ¿Cómo se imagina el contenido de ese proyecto?
Haría un comentario previo. Es fundamental que todos, pero sobre todo la izquierda más joven, tengamos claro que abrazar un horizonte de muy largo plazo, muy abstractamente construido, al cual se debe ser leal en las declaraciones y en los gestos, no es comprometerse con un proyecto político. La primera tarea de la política es ser responsable por el corto plazo. Respecto del contenido, yo diría que lo primero es resignarnos frente a lo obvio: el futuro previsible de Chile, para las actuales generaciones y al menos para la próxima, es una sociedad capitalista moderna. Queramos o no, en esto vamos a estar.
Hay varios factores contribuyendo al panorama más o menos desolador que estamos experimentando. Desde luego, la calidad de nuestros dirigentes políticos. Siempre es incómodo decir esto, pero no vale la pena ocultarlo: muchos de ellos son imberbes, otros ignorantes.
Hasta ahí no avanzamos mucho.
Bastante, diría yo, porque nos pone a todos frente a la misma pregunta: ¿cómo hacemos de esto, y no de otra cosa, un mundo mejor? ¿Cuáles son sus patologías y cómo las queremos resolver? Yo mencionaría dos gruesas patologías en torno a las cuales podría elaborarse un proyecto político. La primera es impedir que el principio divisivo de las clases, que es inevitable en una sociedad abierta, tenga la última palabra en el destino de las personas. Creo que esta es la clave de un acuerdo socialdemócrata que en Chile debiéramos hacer. Convenir, la derecha y la izquierda, si acaso el estrato social puede decretar el destino de los niños. ¿Eso vamos a tolerar?
¿Se atrevería a decir, actualizando a Aníbal Pinto, que los valores que ha instalado la política de estos 30 años –la meritocracia, la inclusión, la autonomía personal– van por delante de una estructura social que no da cuenta de ellos?
Absolutamente. Pero, en cierto modo, lo que tenemos es el dilema de Aníbal Pinto invertido: las instituciones, nuestros compromisos recíprocos, no están a la altura de lo que hemos llegado a ser desde el punto de vista cultural. Es decir, una sociedad pluralizada, con conciencia de autonomía, donde ya nadie tolera que la pertenencia original de clase marque a fuego su futuro. Entonces, pongámonos a la altura de eso. Y un segundo eje, creo yo, pasa por comprender que “las flechas y pedradas del destino”, como diría Hamlet, es decir la enfermedad, la vejez, en sociedades como la nuestra son riesgos compartidos. Ahí requerimos algún acuerdo mutuo: si todos los vamos a padecer, tenemos que ser capaces de compartirlos. En torno a esos dos ejes podríamos construir un proyecto razonablemente utópico, una utopía de bolsillo, digamos. Pero para eso necesitamos gente inteligente que sea capaz de formularla, de persuadir, de postergar la gratificación inmediata en pos de ese objetivo. Y por ahora no tenemos a esos políticos, lamentablemente.
¿También necesitamos que la opción “A favor” gane el plebiscito en diciembre?
A mí me parece fundamental. El gran problema del debate constitucional es que, mientras dura, lo traba todo. Y cuando se logra, proporciona muy poco: el mundo sigue su curso y nada sorprendente ha ocurrido. Sí, tenemos que pasar luego este debate. Pero me temo que eso sólo podría ocurrir si los miembros del Consejo Constitucional se persuaden de que su posición es frágil. Los republicanos debieran entender que la votación que lograron no es una adhesión a su proyecto ideológico. Y tampoco es cierto que la adhesión ideológica de la izquierda esté reducida al mínimo.
La gran pregunta es por qué la centroizquierda y el centro liberal ya no representan a nadie, si tienen tantos intelectuales.
[Se ríe] Bueno, no estoy tan seguro de que no representen a nadie, ¿ah? Pero es probable que la bonanza, la satisfacción, el bienestar que muchos han alcanzado, haya impedido esta labor de seducir a las mayorías y elaborar proyectos más colectivos. Sí, algo de eso pudo haber, porque la comodidad siempre es mala. La noción de cumplir el deber exige que a uno las circunstancias lo irriten, incluso lo avinagren. Confiemos en que este panorama sombrío acicatee a muchos para que eso ocurra.