Chile recibe a sus viajeros con preguntas. Hay que decir el nombre, la edad, los lugares visitados antes del volver al país y, claro, mostrar los papeles.
—¿Tiene el C-19 y su PCR negativo?
Todo esto pasa en un pasillo de la nueva ala del aeropuerto de Pudahuel. Hay mesas a la derecha con funcionarios de la Seremi de Salud sentados detrás de ellas. Frente a ellos están los viajeros que avanzan a través de la burocracia y papeleo de un país forzado a cerrar sus fronteras por la pandemia. Los de ahora somos parte de un vuelo que salió desde Miami. Se ven familias volviendo de vacaciones, pero también los otros: los que fueron un par de días por trabajo y ahora, pase lo que pase, tienen que estar al menos cinco días encerrados en un hotel sanitario, dependiendo del resultado del test PCR que nos tomarán más adelante.
El producto de todo ese proceso es un papel amarillo, que es la suerte de salvoconducto que permite superar cada una de las barreras. El paso siguiente es avanzar, pasando por más funcionarios que preguntan con qué agencia reservamos el hotel sanitario de los próximos cinco días y el hisopado nasal. La sala es luminosa y a las tres enfermeras les faltan 20 minutos para cumplir sus turnos de 12 horas. Quizás por eso, por el cansancio acumulado, es que uno escucha música festiva mientras le piden que abra la boca, que saque la lengua y que aguante mientras introducen la varilla en la nariz.
Esta vez, en el tercer test PCR al que me someto en los últimos 10 días, suelto algunas lágrimas y trato de decir algo divertido para hacerlo menos incómodo.
—Ya estoy acostumbrado —le comento a la enfermera—. Las mujeres siempre me hacen llorar.
La enfermera no se ríe.
—Qué víctima —responde.
Hay razón para su hastío. Luego de pasar por esa etapa, otro funcionario de la Seremi dice que los vuelos de retornados han bajado. Pero que siguen llegando más de los que desearían. Si antes del cierre de fronteras atendían a pasajeros de 30 vuelos cada 12 horas, calcula, hoy siguen recibiendo a nueve durante el mismo período de tiempo.
Luego de pasar por Policía Internacional y el SAG, nos suben a un bus Centropuerto que va lleno. Y, por eso, también hay bromas.
Una mujer dice que si no estábamos contagiados, seguro que ahora, subiéndose a este bus, nos contagiábamos. Otro dice que hagamos una colecta. Que si cada uno pone cinco mil pesos, seguro podíamos convencer al chofer de que nos fuera a dejar a nuestras casas.
Las risas siguen cuando el chofer dice que el GPS no funciona: así que si alguien sabe cómo llegar a los hoteles de la ruta, que le vaya diciendo. Y eso pasa. Subiendo por Vitacura, el conductor se pasa del lugar donde varios teníamos que quedarnos. Alguien le grita y pone reversa. Uno de los que tienen que bajarse le dice que no se preocupe. Que nos deje ahí, a un par de cuadras, y que tomamos un taxi a la casa. Que nadie tiene por qué saber.
—Una señora trató de hacer eso la semana pasada —cuenta—. Tuve que llamar a Carabineros y la detuvieron.
No sabemos si es cierto, pero sabemos que estamos aquí. Frente al hotel donde tendremos que aislarnos durante cinco días.
Día 2: lunes
El encierro tiene reglas.
1. Nunca podemos salir de la pieza.
2. No podemos vernos entre nosotros.
3. Si nuestro test PCR da negativo, podemos irnos al quinto día y pasar cinco días más de aislamiento en nuestro hogar. Si da positivo, pasamos a una residencia sanitaria.
4. Sí podemos pedir delivery. Pero tienen que subir la comida a la pieza.
Al principio no parece tan malo. La habitación es amplia, está en un piso 20 y tiene vista al Parque Bicentenario. Y las dos camas que hay son grandes y cómodas, entonces dan ganas de dormir después del viaje de ocho horas.
Los problemas empiezan después. Algunos menos obvios: la ventana no abre demasiado. Con suerte se puede sacar el brazo, y la conexión de internet es igual de lenta que la que uno tiene en la casa. Tampoco hay silla en la pieza para sentarse a comer o a trabajar. Pero ese, por suerte, se soluciona con una llamada a recepción. Otros problemas son más obvios: no se puede salir. Ni a la piscina, ni al gimnasio, ni al pasillo, ni a la entrada, ni para aprovechar el horario para hacer deporte. Entonces, encerrado en esa pieza, sólo hay tres actividades posibles: comer, dormir y ver series en el computador o noticias en el televisor.
Hay un primer raciocinio cuando uno se enfrenta a esto. Decir está bien, no es tanto tiempo, hay que tomárselo con calma y aprovechar el tiempo para descansar. Pero todo eso cambia cuando recibes la llamada desde la Seremi de Salud informándote que tu test ha dado negativo. Que este test, al igual que el que te tuviste que tomar para salir de Chile, y el que te hicieron para permitirte tomar el avión de regreso a Chile, mostró que no tenías Covid-19.
Por eso, en ese momento hay una dosis de impotencia.
Porque a pesar de la vista, del baño amplio, de las camas blandas y las sábanas nuevas, estar en un hotel no es estar en tu casa.
Día 3: martes
Encerrarse en una pieza obliga a armarse rutinas para sentir que el día avanza:
-Despertar a las 7.45.
-Mirar a la gente que corre por el Parque Bicentenario.
-Responder la encuesta online del Minsal, donde dices que no tienes síntomas de Covid y que sigues pernoctando en el mismo hotel sanitario donde te registraste.
-Desayunar a las 8.30, que es cuando una mucama del hotel sube una bandeja tan contundente, que alcanza a durar también para el almuerzo.
-Trabajar desde las 9.30.
-Comer las frutas con yogur que sobraron del desayuno.
-Pelear contra el sueño posalmuerzo, lavándose la cara con agua fría.
-Sucumbir y dormir una hora.
-Despertar, mirar por la ventana y pensar qué se puede pedir para comer en la noche.
Ese, de hecho, es el único momento creativo del día. Mirar por Rappi o por Uber Eats y decidir si a la noche va a ser una ensalada, un pad thai o una pizza.
Aunque tal vez la pizza mejor que no, porque tampoco quieres engordar demasiado.
Entonces eliges el pad thai, pero se te olvida poner que el repartidor debe subirlo a tu pieza.
Así que llega el llamado de la recepcionista, que te reta y te dice que no puedes bajar a buscar tu comida. Por eso, no queda más que esperar a que ella se desocupe.
Cuando eso pasa, ella sube a tu pieza, toca tu puerta y sucede algo raro.
No está contenta, pero no te importa, porque te das cuenta de algo: esta es la primera interacción humana que has tenido en dos días.
Día 4: miércoles
Lo más difícil es lo largo que se hacen los días. Lo lentas que transcurren las horas y lo mucho que cuesta que sean las 21.00 para sentarte a ver noticias y ver si los contagios han bajado.
Hay videollamadas, sí. Hay llamadas normales, también. Y documentos que debes revisar y cosas que debes coordinar. Pero siempre, tal vez por la falta de café, la ausencia de movimiento o una mezcla de ambas, siempre te sientes entre aletargado y mareado. La ventana apenas se abre, entonces es como si no entrara brisa y nada, ni siquiera el aire, se moviera allí dentro.
Un compañero de viaje que está en la pieza contigua escribe por WhatsApp que piensa arrancarse y salir a correr un par de vueltas a la manzana durante la banda horaria de la mañana. Otro quiere sumarse. Piensan salir rápido, trotando, apostando a la inercia o la confusión de las recepcionistas. Pero no mucho después una patrulla de Carabineros se estaciona a pocos metros de la entrada. Podemos verla desde nuestras ventanas: controlando a vehículos que suben por Vitacura. Eso hace que se arrepientan. No vale la pena, dice. Si ya no queda tanto.
Pero el riesgo no disminuye el sopor de una serie de días sin estímulos.
Y cuando eso pasa, uno hace cualquier cosa.
Yo calculé el tamaño de la pieza usando una aplicación del teléfono. Eran 28 metros cuadrados. No es poco, pienso. Hay departamentos de ese tamaño.
Sólo que ese raciocinio y la idea de que ciertos sacrificios individuales son necesarios para alcanzar un bien colectivo no calman demasiado la ansiedad del aislamiento.
Hay algo más que tampoco ayuda: no encontrar nada que ver en Netflix.
Día 5: jueves
Subo fotos a Instagram, eso también sirve para pasar el tiempo. Posteo la vista desde la ventana que no abre, la imagen de una lata de cerveza que no terminé de tomarme, con el fondo de esa ventana que no abre, y la foto que me sacó mi jefa desde la calle, donde soy un punto luminoso en el piso 20 detrás de esa ventana que no abre.
Subir fotos es una excusa para buscar interacciones. Para dejar, al menos por un momento, la neurosis que produce este encierro temporal. Y eso sucede: alguien me escribe. Me dice que qué suerte. Que es como estar de vacaciones en Santiago, con servicio a la habitación, aseo todos los días y gimnasio y piscina. Le digo que en verdad no es así. Que no se parece a eso.
—¿A qué se parece, entonces? —pregunta.
No supe responderle ahí, pero más tarde se me ocurrió: es como estar castigado, sólo que sin haber hecho nada malo. Aunque en la noche sí hice algo prohibido. Le toqué la puerta a un compañero. Le dije que necesitaba pedirle prestado un abridor, aunque en verdad lo que necesitaba era conversar un poco. Supongo que para él fue evidente. Lo primero que hizo cuando abrió su puerta era preguntarme si ya me estaba volviendo loco.
Esa noche, la última, dormí como dormía en las nochebuenas que recuerdo de niño: con el sueño liviano y demasiada ansiedad por que amaneciera pronto.
A las 10.00 del viernes pedimos un auto que nos movió por un Santiago aún en cuarentena y antes de las 11 ya estaba en mi departamento.
Lo primero que hice fue abrir el ventanal, salir al balcón y mirar hacia Irarrázaval.
Vi que varios vecinos hacían lo mismo.
Sólo entonces lo entendí: lo único que había cambiado es que ahora el encierro es en 60 m2.