Lo que ha vivido Chile a partir del 18-O solo puede ser descrito como la mayor fractura generacional de su historia. Ninguna otra fórmula se aviene mejor con la mecánica, la tectónica y la extensión que ha tenido el movimiento.
Cierta terminología imperante ha impuesto, a falta de mejores palabras, el nombre de "crisis social". Por una parte es adecuado, porque un fenómeno de esta magnitud siempre es social. Pero por otra, es también equívoco, porque ha hecho pensar en la repetida lista de carencias que todo el país asocia con la pobreza o, según prefieren otros, con la desigualdad. En buena medida, esta es también una crisis de lenguaje.
Por supuesto, tales carencias han estado presentes en el clima de efervescencia, pero no están en su centro. Y, por eso, las respuestas del gobierno y de la clase política han sido precipitadas y descaminadas. Para la historia, el símbolo del desenfoque será la condonación de deudas del tag, un arreglo arbitrario y dirigido a un grupo de presión. Pero tampoco está muy lejos de eso el acuerdo constitucional. Veremos por qué.
El corazón del estallido está en el mundo de los jóvenes, aceptando que la juventud se ha elevado hasta una edad entre 30 y 35 años. Es la que tienen hoy los que protagonizaron la revuelta "pingüina" del 2006 -en el primer gobierno de Bachelet-, los mismos que luego estuvieron en la sacudida universitaria del 2011 -en el primer gobierno de Piñera- y que hoy forman la capa superior de la ruptura generacional.
La disciplina de la genealogía dice que una generación estándar abarca 25 años, esto es, que todos los que han nacido dentro de un cuarto de siglo constituyen una generación. Los demógrafos del hemisferio norte han denominado a los nacidos entre 1981 y 2005 millennials, o generación Y. En Chile son, de manera más adecuada, los "pingüinos".
Pocos recuerdan que los secundarios del 2006 se rebelaron por el pase escolar, una motivación muy parecida al pasaje del Metro de hoy. Su organización de punta era la Aces, que armó su lucha con la ley orgánica de educación, para lo cual el gobierno de Bachelet creó un Comité Asesor Presidencial que más tarde reformó la Loce. En la Aces había presencia de algunos partidos -el PS, la DC, el PC-, a pesar de lo cual, de acuerdo con los dirigentes de entonces, sus propuestas no fueron acogidas en esa reforma.
Los sectores descontentos de la Aces crearon en el 2011 la Cones. En paralelo, los dirigentes del 2006 se habían hecho universitarios y reaparecerían ese mismo año en la Confech, reclamando la eliminación del lucro y la gratuidad universitaria. En esa estructura ya no había ningún partido, excepto en la federación de la Universidad de Valparaíso (el PC). Más tarde también desaparecería esa filiación. Mientras eso ocurría, la política tradicional producía una especie de sarcasmo: dos personas se iban a turnar en cuatro períodos presidenciales.
Una franja de la generación "pingüina" tuvo éxito y se adaptó a las condiciones de vida de Chile; algunos entraron a la política de la mano del PC y del Frente Amplio. Pero ellos ya no la representan. Son, en su lenguaje, los "amarillos", los que se vendieron al dinero y a la política. Los otros, la inmensa mayoría, se quedaron al margen y engrosaron la masa ingente de la abstención en las elecciones. Cuando los aficionados a la ingeniería política impusieron el voto voluntario, fue como si les dijeran: "No nos importan sus votos. Quédense afuera".
Esa masa no es pobre en el sentido técnico. Tiene educación universitaria, dispone de una opinión sobre todo lo que hay que cambiar, y cree, según la inspirada descripción de Ricardo Capponi, que "la vida es fácil", esto es, que todo se puede hacer y nada es peligroso. Pero, cohorte tras cohorte, ha soportado la frustración de encontrar malos empleos, sueldos estancados, un carnaval de abusos públicos y una deuda que siente cada día más injusta.
Para el 2006, la introducción del CAE había sido un enorme alivio frente a los ominosos créditos de la Corfo de entonces. Trece años después, se ha convertido en una maldición para más de medio millón de jóvenes. No habrá ninguna otra generación, ni antes ni después, que haya conocido la experiencia del CAE.
La generación "pingüina" también es hija de otra brecha inmensa: la digital. En 2007 -un año después de la primera rebelión- apareció un instrumento que ahondaría la ruptura y fortalecería el sentir de que "la vida es fácil": el smartphone. En su reverso, ese mismo instrumento contribuiría a profundizar el sentimiento de soledad con que se las han tenido que arreglar en una sociedad que se llena la boca llamando a la inclusión de todos los grupos posibles… excepto de los jóvenes. El sector más excluido ha estado frente a las narices de todos y nadie parece haberlo visto.
Y sigue así: en toda la lista de medidas sociales que ha anunciado el gobierno, no hay ni tan solo una que se dirija hacia esos varios millones de jóvenes. Ninguna aborda el acceso al trabajo (es el grupo con mayor desempleo), ni a la política (el que menos vota), ni a la vida familiar (el que tiene hijos con mayor precariedad).
La generación "pingüina" resulta totalmente opaca, ilegible, para padres y profesores. Desde el año 2006 (y quizás ya antes) las aulas se volvieron incomprensibles. En los hogares, los padres han recitado experiencias muertas y muchos los han atosigado con el relato de una dictadura que, como escribe cojonudamente Rafael Gumucio, "vivieron protegidos mirando televisión". Tras el 18-O, muchos de estos mayores tocaron cacerolas y marcharon el viernes 25 por simpatía con sus hijos, por motivos propios o por buena onda.
Oscurecieron la ruptura, hicieron que por unos momentos pareciera otra cosa. Igual que los desplantes de la MUS o de la señorita Lagos, que compiten en fantasía con los que creen que detrás de todo están Maduro, Putin o los matinales de la tele. Nada de eso: los "pingüinos" son invisibles de puro familiares, como las cortinas o las plantas. Están en millones de hogares.
¿Y por qué entonces la violencia, por qué tan destructiva? Por muchas razones. La primera: han aprendido que con violencia se producen reformas, que "Chile cambia" cuando arde algo. Segunda: la violencia carga una ilusión purificadora. Y, en fin, la violencia callejera es tan fantástica como la de los games.
Es una generación que funciona con otros códigos, se expresa con otros signos y sigue otra lógica. Adora el lenguaje simbólico, incluso cuando es integrista (la quema de iglesias), medio nazi (ACAB) o meramente chismoso. Hasta que se da cuenta. Una generación puntuda, pero racional; desinformada, pero inteligente; dispersa, pero perspicaz.
Última en la lista de posibles soluciones, la clase política ha hallado un placebo que calza con su sed de cambio: la reforma a la Constitución. El Congreso discute ahora cómo la organizará. Discute allí, quizás sin darse cuenta, la última ocasión para que la generación "pingüina" retorne a la política democrática de la que ha sido excluida una y otra vez. Si los partidos hunden el acuerdo, no tendrán lugar donde esconderse.
Quizás esta todavía sea una meta modesta. Como toda generación vibrante, los "pingüinos" aspiran a cambiar bastante más, acaso las relaciones entre los chilenos, tal vez la forma del tránsito hacia el mundo adulto, quizás la cultura misma. Y no lo ha dicho todo. Si se cree a la genealogía, los últimos "pingüinos" andan todavía por los 13 o 14 años.
Continuará…