Se acabó el tiempo del paraíso soñado", cantó alguna vez Aparato Raro. Una frase que calza perfecto con el año que comienza. Porque 2020 alguna vez fue ese paraíso soñado.
En 2020, Chile sería un país desarrollado, nos dijo el entonces ministro de Hacienda Andrés Velasco en 2007. En 2020, los chilenos se pensionarían con el 100% de su sueldo, nos explicó la Asociación de AFP en 2000.
Examinemos esas promesas, a solo horas de que se puedan declarar oficialmente fallidas.
El pronóstico de Velasco fue uno más de una larga serie. Ya en 1984, la dictadura proclamaba que estábamos a las puertas del desarrollo. Luego, ministros y presidentes movieron el paraíso soñado para 2000, 2010, 2015, 2018, 2020, 2025 y por última vez -lo dijo el Presidente Piñera el año pasado- para 2030.
"Si seguimos creciendo a esta velocidad, el año 2020 alcanzaremos los ingresos de un país, por ejemplo, como Portugal. Entonces podremos decir que somos desarrollados", decía Velasco.
La Asociación de AFP basaba su cálculo en que los fondos tendrían una rentabilidad de entre 6 y 7%, "que es la pronosticada por expertos del sistema para Chile", decían.
Las trampas son parecidas. Primero, suponer que el futuro se mueve en línea recta, y que tanto el crecimiento gracias al modelo extractivista como las altas rentabilidades de los 80 y 90 podían proyectarse hasta el infinito sin reformas profundas.
Y segundo, reducir la compleja realidad a un solo número, sin entender que un sistema previsional moderno depende de una serie de factores más allá de la rentabilidad (tasas de cotización, esperanza de vida, ahorro colectivo, solidaridad).
Menos, que el desarrollo no es solo un asunto de "ingresos", sino también de otras variables, como la igualdad, la cohesión social o la complejidad de la economía.
Sí, el PIB per cápita de Catar, los Emiratos Árabes Unidos y Kuwait es mayor que el de Suecia, Suiza, Canadá o Alemania, pero sería absurdo sostener que son por ello sociedades más desarrolladas. Tener un país desigual que vende materias primas no es sinónimo de desarrollo.
Nuestro 2020 tiene su espejo histórico, hace justo un siglo. Estas trampas no son nuevas; estas cegueras sobre el futuro son apenas el eco de otras.
La república parlamentaria nació en 1891, tras el trauma de la Guerra Civil. Nuestra república contemporánea nació en 1990, tras el trauma de la dictadura. Ambas crecieron al abrigo de una economía monoexportadora (salitre antes; cobre ahora) que deja enormes rentas en manos de unos pocos. Cómodas en ese arreglo, ambas oligarquías se resistieron a evolucionar junto a las sociedades que gobernaban, permaneciendo como circuitos de poder cerrados, con relaciones espurias entre el poder político y económico.
"El presente no es satisfactorio y el porvenir aparece entre sombras que producen la intranquilidad. En una palabra: ¿Progresamos?", se preguntaba hace 100 años Enrique Mac Iver, una de las voces lúcidas que interpelaban a una dirigencia autocomplaciente.
La irrupción de la clase obrera, presa de la miseria y la insalubridad, pero cada vez más organizada en ciudades y salitreras, fue enfrentada con indiferencia por la oligarquía. "De problemas sociales no se hablaba", advertía el historiador Guillermo Subercaseux.
La respuesta a la agitación social fue la represión, como en la huelga de la carne y la matanza de la Escuela Santa María. La tensión subió hasta 1920, con la elección del populista Arturo Alessandri, quien proponía impuestos directos y reformas sociales. Pero la institucionalidad fue incapaz de canalizar el cambio, desatando una larga crisis: la caída de la república parlamentaria, golpes y revueltas militares, la Constitución de 1925, la dictadura de Ibáñez, experimentos exóticos como los 12 días de "República Socialista", el regreso de Alessandri y la Masacre del Seguro Obrero.
Un siglo después, nuestra "cuestión social" es distinta: ahora se trata de la irrupción de una clase media con acceso al consumo y a la educación superior, organizada espontáneamente en torno a redes virtuales. Pero el quid del asunto se repite: una clase dirigente demasiado cerrada en su composición, demasiado estrecha en su mirada del país, demasiado cómoda en la repartición de rentas que dependen de la extracción y no de la innovación.
Y por eso su respuesta ante el desafío social que se incubó por años fue, de nuevo, una mezcla de impericia, frivolidad y represión.
"Los poderosos siempre buscan el control total del gobierno, menoscabando el progreso social en favor de su codicia", advierte el execonomista jefe del Fondo Monetario Internacional Simon Johnson. "Contrólelos mediante una democracia efectiva o verá cómo fracasa su país", concluye.
Ahora que llegamos a 2020 y constatamos que ese paraíso soñado ya no existe, es el momento: o construimos esa democracia efectiva o vemos cómo la advertencia de Johnson se convierte en realidad.