No tengo ni idea de la cantidad de infectados, recuperados o muertos por Covid-19 que hay en mi país, Argentina, ni en el mundo. No sé qué zonas son las más afectadas ni en mi país, Argentina, ni en el mundo. No sé si la curva de mi país se ha aplanado o si ha llegado a su pico. En definitiva: no tengo la menor precisión de los llamados “datos duros” de la pandemia. ¿Desinterés? ¿Negación? ¿Indiferencia? Creo que es exactamente lo contrario: demasiado interés, demasiada poca negación, demasiada afectación por la situación que estamos atravesando. Y prefiero seguir afectada; prefiero seguir incómodamente interesada por la vida, esa que no refracta la muerte, sino que la incluye.
Sé que hay demasiadas muertes, son demasiadas; eso es lo único que necesito saber. No detenerme en el número, en la contabilidad, funciona, para mí, haciendo que esas muertes sigan siendo demasiadas. Contabilizarlas, en cambio, implica empezar a hacerlas valer de acuerdo a estadísticas: media, promedios, probabilidades, etc. Y hasta se puede llegar a pronunciar “X muertes no son tantas”. Se oye decir “son pocas muertes, ¿para qué estamos tan encerrados?” y otro tipo de frases. Si se trata, para los que no gobernamos, de discutir o de problematizar las políticas sanitarias que los distintos gobiernos vienen tomando, si se trata de que pensemos los efectos del encierro -cuestión que sí considero necesaria-, no me parece que eso tenga que pasar por el contador de muertos.
Estar pendientes de los números -y no me estoy refiriendo a quienes los necesitan para tomar decisiones y formular políticas sanitarias- no hace sino ir consolidando, cada vez más, la fascinación por la muerte. Esa fascinación, en el sentido de la parálisis, va anestesiándonos, acostumbrándonos a los muertos; va habituándonos a estar encerrados en un espacio demasiado estrecho: ese que se dibuja entre la mera gestión de la vida y el insistente contador de los muertos. Mientras miramos el contador de muertos estamos vivos, sí, “pero el deseo de vivir es otra cosa”, diría Constanza Michelson. El deseo de vivir se desplaza entre los olvidos -intermitentes- de que algún día vamos a morir, pero, sobre todo, entre los olvidos de que no sabemos cuándo moriremos. Tal y como lo dice Anne Dufourmantelle: “Nacemos en un momento dado, pero no sabemos cuál será la hora de nuestra muerte. Ese secreto del momento de la muerte -que concierne a todos los vivientes- encontró en el alma humana su lugar de reflexión, pero también, con la misma pasión, de represión”.
Coincido con Marcelo Percia cuando sugiere que se trata de “impugnar la contabilidad de muertos”, que hay que introducir en la discusión el modo en que “la cuantificación de la muerte no podría soportar el relato de la vida”. Sostiene que lo que se torna insoportable no es la muerte en sí, sino la contabilidad de la muerte ahí donde va blindando “la sensibilidad, la furia, el enojo” y, por lo tanto, “la posibilidad de luchar”.
En el extremo opuesto a la insensibilidad que va forjándose con la contabilidad de los muertos puede aparecer el terror: otro modo de la parálisis. El terror sobre los cuerpos nunca es sin consecuencias. Que la muerte aceche, sea inminente, esté por todos lados nos deja, a su vez, en un estado de inmovilidad, agobio y encierro del que resulta difícil moverse. He leído “campañas del terror” de algunas personas que describen el proceso de entubación para los pacientes que así lo requieren. Esas narraciones son narraciones de tortura, no de cuidado; son espectáculos de crueldad, sadismo disfrazado de buenas intenciones. La narración de esas escenas ya es en sí misma una tortura. Sólo un cínico saldría indemne de ahí.
Por otra parte, no faltan ni la infantilización ni la culpabilización de las víctimas toda vez que se usa ese terror para ordenarnos que nos quedemos en casa. Si alguien se enferma es porque salió, porque no cumplió, porque es idiota -en Argentina se hizo un hashtag que dice #Quedateencasapelotudo-.
Esas narrativas también hay que interceptarlas, porque terminan arrasando con la subjetividad, convirtiéndonos en objetos del terror y produciendo ese dolor que sólo la crueldad dirigida e intencionada suscita en nuestros cuerpos. No hace falta el terror para cuidarnos; con la angustia alcanza. Si diéramos más lugar a la angustia y no la patologizáramos tanto, podríamos entender que está ahí como respuesta frente al terror de esa muerte dispersada sobre la geografía de todo el planeta.
El mundo se detuvo, el mundo, tal y como lo conocíamos hasta ahora, ya no está más allí. Ya no hay afuera y nos encontramos replegados o, en rigor, es el mundo el que nos ha empujado hacia ese repliegue un tanto agobiante. Quedamos metidos en los pliegues de un mundo en retirada. Somos, como diría Antonio Di Benedetto, “víctimas de la espera”. Habitamos la cifra de la angustia: la inminencia -“el desastre es su propia inminencia”, como dice Maurice Blanchot-. Vimos cómo se retiró la ola, pero aún no se dibuja el tamaño que tendrá la siguiente. Al menos eso pasa en Argentina, donde se habla de que todavía falta el pico, que mayo, que junio, que viene, que no viene. Mientras, se siguen contando los muertos. Las coordenadas trágicas insisten en dibujarse en lo que va a ser una tragedia sin héroes.
Más acá de las distintas políticas sanitarias, se trata de no dejarse tomar por una lógica disciplinar, al menos en lo discursivo. Más allá de los consensos acerca de la cuarentena, del encierro obligatorio, se hace necesario empezar a preguntarnos, empezar a tensionar todo eso que no queremos que se pretenda dado. Como planteó hace poco Aïcha Liviana Messina, si no intentamos pensar o poner a funcionar alguna lectura, “estamos simplemente aterrados, anulados en nuestra subjetividad”. Es en ese gesto de precisar, de acomodar las piezas que también dijo que “más que remitir a la vida o a la muerte, el virus nos remite a las formas de la vida y de la muerte”. Se trata entonces de no ser meros objetos. Se trata también, según creo, de empezar a resistir a cierta obediencia que se impone aun entendiendo que el confinamiento, la distancia y la imposibilidad del encuentro físico sean necesarios -aunque no sean una garantía-. Se trata, quizás, de empezar a introducir una diferencia entre cumplir y obedecer. Porque como señala Florencia Angilletta, “obedecer sería una especie de ficción que ante la ley no hay subjetividad, mientras que cumplir implica hacer algo con lo que la ley hace”.
Se trata de dejar de mirar absortos, detenidos, paralizados el contador de los muertos para empezar a contar nuestras vidas, no en el sentido de la contabilidad, sino en el del relato. Cuéntame tu vida, esa que se sostiene en los intersticios que van escribiéndose mientras nos olvidamos, cada tanto, de que algún día vamos a morir.
*Alexandra Kohan es sicoanalista.