El martes 12 ha de quedar consignado como el día más peligroso de la historia reciente de Chile. Hay quienes creen que fue así porque el gobierno estuvo a un tris de volver a dictar el estado de emergencia y que el hecho mismo de sacar a los militares habría reincendiado la calle y cortado el diálogo político iniciado el lunes. Esta versión, sin ser enteramente falsa, puede tener dos problemas: comienza por el efecto (lo que casi pasó) y tiene un fuerte componente especulativo (lo que habría pasado).
Parece más probable que el gobierno se haya visto en una situación algo más compleja antes de llegar a la decisión que no tomó. A eso de las 20 horas de ese martes, la violencia estaba asolando parte de Santiago y muchas ciudades de regiones. La policía se veía desbordada en numerosos lugares. De los muchos edificios e instituciones que fueron amenazados a lo largo del día -una campaña de terror digital-, algunos ya se encontraban asediados. Había una simultaneidad en ciertos ataques, bastante parecida a la del 18-O. Y un detalle inédito: intentos de copamiento de cuarteles policiales. Cuando eso ocurre, el escenario pasa a ser otro.
El recurso de llamar a los militares, con reglas de uso de la fuerza tan restringidas como las de inicios de la crisis, tendría dudosa eficacia en ese cambio de situación. Las RUF son lo primero que busca identificar un violentista -cuánto castigo le puede llegar- y las del estado de emergencia ya se hicieron conocidas, partiendo por ese toque de queda más laxo de la historia. La alternativa sería decretar el estado de sitio, pero para eso el Presidente necesita el acuerdo del Senado. Es evidente que no lo tendría. En ese momento, el Presidente quedaría sin más opción que arrasar con el estado de derecho, pero, cualquiera sea la opinión que se tenga de él, eso no es compatible con Sebastián Piñera. Libre de restricciones, la violencia podría desbordar al Estado.
Después de eso, y solo después, venía el problema político: aunque fuera ineficaz, una nueva declaración de estado de emergencia echaría abajo las negociaciones encabezadas por el ministro Blumel. La posición de seguir negociando ganó más piso cuando, pasadas las 21 horas, la apreciación policial indicó que la masividad de los actos violentos estaba disminuyendo. Solo entonces pudo La Moneda tomar un poco de aire y apostar al debate que se llevaba en el Congreso (aun con esa inolvidable suspensión de actividades decretada ese día por los presidentes de ambas cámaras).
La apuesta fue y sigue siendo muy alta: el gobierno y la oposición parlamentaria centran sus esfuerzos en generar una nueva Constitución Política como el modo principal de detener la violencia. Pero ninguno de los dos ha demostrado la capacidad de lograrlo y en algún caso cabe presumir que hasta la han alentado, por omisión, ambigüedad o doble discurso.
Los sucesos del martes 12 se ampararon en un llamado a paro nacional promovido por la Mesa de Unidad Social -más cercana al movimientismo que a los partidos- y aceptado por organizaciones que nada tienen que ver con ella. Nadie es tan ingenuo como para creer que, en el clima creado tras el 18-O, una convocatoria de esa naturaleza se vería aureolada por el pacifismo. El insurreccionalismo se ha cobijado en marchas y masas, no en células aisladas. Es lo contrario de la guerrilla: se mueve con la cantidad, no con la calidad. El hecho de que se sumen narcos, lumpen, pandillas, barras bravas, es un importante beneficio colateral.
Una parte de esa lógica –la parte, por así decirlo, racionalista- sostiene que la violencia es indispensable, que sin violencia no se logra nada. La pregunta es si lo que se "ha logrado" satisface a los autores de la violencia. En la Revolución Francesa, dos años después de que se lograra emitir la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, los jacobinos la denunciaban como un instrumento antipatriota.
Hoy, en Chile, la evidencia no es concluyente. El indicador de "hechos graves" de la policía muestra que hubo una disminución progresiva hasta las noches del lunes 11 y el martes 12, cuando de nuevo saltaron por los aires. No había acuerdo ese día, pero había una discusión ya iniciada en el Parlamento. Y un llamado a paro nacional -el instrumento histórico para botar gobiernos- lo sobrepasó todo.
Mientras tanto, hay otra evidencia: para que se iniciaran las negociaciones en torno a esto que la oposición considera central –la Constitución- hubo que llegar a pérdidas materiales por 4.500 millones de dólares, sin contar con los costos de la semiparalización del país por casi un mes. Y sin contar con el impacto que la imagen de una ruptura social tiene sobre toda la parafernalia de la economía: proyectos, contratos, empleos, inversiones, compraventas, transacciones y así por delante. La Navidad y las vacaciones, según parece, serán pobres.
No se puede negar tampoco que el debate constitucional pueda ser una importante válvula de liberación para la enorme carga de energía que se ha expresado en este mes. Se hizo cargo de él un Congreso que estaba a centímetros de no significar ya nada para nadie, ser engullido por el remolino de las instituciones fallidas y -quizás lo más duro- terminar sustituido por los alcaldes, cuyas iniciativas fueron, por lejos, lo más interesante de esta tempestad. Tampoco todo el Congreso está tan convencido de ser una vía: el lado combativo del PC y el cada vez más exótico FRVS lo denuncian como "una cocina", un lugar común con poco significado político, pero alta capacidad de ofensa.
En otros tiempos el llamado a la paz lo habría encabezado la Iglesia; pero la Iglesia ha desaparecido (¿y el Papa Francisco?). O habrían sido los partidos; pero los partidos, ya se sabe. O los grupos de "hombres buenos". Cabe registrar el hecho insólito de que no hubo ni un solo dirigente, ni un solo miembro de la clase política, que siquiera intentara poner en primer plano la urgencia de restaurar la paz.
Al fin lo tuvo que hacer el Presidente, en una noche dramática, lo que todavía dice mucho acerca de esa institución y algo acerca de las noches de noviembre. Muchos dirigentes se demoraron en entender que detrás de ese llamado se extendía un hoyo negro y que aquel era el minuto exacto donde se abría la compuerta.