Cuando la convivencia entre grupos se vuelve abruptamente violenta, nos preguntamos ¿cómo es posible que las creencias sobre el otro hayan cambiado tan abruptamente? Con quien ayer convivían, hoy se torna despreciable y sujeto de insulto.

Lo que muestran los estudios es que lo que cambia no son las creencias, sino lo que se entiende como aceptable de decir o hacer. Y esta transformación se produce, sobre todo, debido al discurso de autoridades. Así, si figuras de autoridad muestran que es aceptable descargar la ira, la frustración, en un otro, ¿a quién podemos echarle la culpa de (idealmente todos) los males? Entonces, eso se vuelve aceptable.

Lo interesante es que no necesariamente se requiere que sean autoridades formales, sino simplemente figuras influyentes dentro del grupo de referencia de la persona. Si bien los ejemplos que tenemos a la mano son negativos, puede operar en cualquier sentido. Por ejemplo, una de las formas más efectivas de disminuir el bullying en los colegios es capacitar a las y los líderes de todos los grupos sociales. Incluso, solo se necesita que el receptor lo considere influyente: un hombre blanco (grupo de referencia) con muchos seguidores (influyente) es el mensajero más efectivo para disminuir el lenguaje racista entre hombres blancos (Munger, 2017).

Nos preparamos ahora para un proceso fundamental, la redacción de una nueva Constitución, y pronto tomaremos como ciudadanía un paso clave: la elección de constituyentes. Durante la campaña política, y ya lo hemos visto desde antes, surgen discursos odiosos, y muchas veces derechamente insultantes y violentos, pasando de atacar acciones y decisiones al insulto personal, el descargo de la ira. La buena noticia es que es posible cambiarlo. Pero para ello debemos tomar acción, sobre todo quienes, por una razón u otra, tienen cierta influencia.

Algunas personas se preguntarán si esto no podría llevar a censurar al otro. De hecho, la historia nos ha mostrado cómo se puede utilizar políticamente para coartar la libertad y el disenso. Para Bejan (2017), en la libertad de expresión se entrelazan y, muchas veces se tensionan, dos conceptos: la licencia para decir lo que uno quiera, cuándo, cómo y a quién le parezca, y la igualdad de derechos a participar en el debate público. Muchas de las discusiones que hemos observado en el último tiempo se pueden entender desde la tensión entre ambos. No pretendo resolver ese debate

Ahora, volviendo a la civilidad, la misma autora sostiene que lo fundamental es que seamos capaces de conversar con el otro. Es decir, no dedicarnos a hablar del otro, sino más bien buscar, honestamente y no como recurso retórico, una conversación con el otro. En ese sentido, hacer el esfuerzo de argumentar sobre las decisiones, acciones o razones nos permitirá ese mínimo de civilidad que es abrirse al diálogo con el otro.

Esperar esto del debate público puede sonar ingenuo, y, efectivamente, esperar que suceda de un modo casi mágico lo es. Pero si quienes consideran que el uso del insulto personal no tiene lugar en el debate público interpelan a sus amistades o incluso a sus seguidores cuando lo hacen, veremos que cambia lo que se considera aceptable. Y si al momento de votar, elegimos constituyentes que han mostrado que pueden dialogar y argumentar en base a razones y evidencia, entonces podremos contar con la tranquilidad que, al menos, habrá deliberación en la convención constituyente.