No pasaron ni dos días del triunfo del Rechazo el año pasado para que la mayoría de los políticos acudiera al rescate del Presidente Boric. Varios lo hicieron de buena fe, seguramente; otros, forzados a cumplir los compromisos que hicieron en campaña, temerosos de un hipotético triunfo del Apruebo. Cien días después, vendría el “Acuerdo por Chile” que habilitó el segundo proceso constitucional.
¿Tenía sentido volver a abrir la discusión constituyente? ¿No había sido suficiente el payaseo de los convencionales y la propuesta de texto refundacional, divisorio y anti-chileno que promovió la izquierda radical y que el mismísimo Presidente Boric había defendido con uñas y dientes? A la luz de la incertidumbre del resultado de hoy, seguramente varios lo están pensando.
La Constitución nunca fue el problema, ni tampoco era la única solución. Fue una excusa impuesta -respetando la legalidad vigente- en medio de un proceso antidemocrático y violento, donde algunos quisieron forzar su agenda identitaria e imponerla, al margen de las prioridades de la ciudadanía. Por eso los chilenos rechazaron el 4 de septiembre, porque fueron engañados y luego decepcionados por los mismos que los usaron para llegar al poder.
El 7 de mayo el resultado no fue distinto para el gobierno. La ciudadanía, de manera clara y contundente, optó por el Partido Republicano, y residualmente por Chile Vamos, para configurar el nuevo órgano constituyente y abordar el desafío de una nueva Constitución. Algunos votaron para castigar al gobierno o por más seguridad; otros votaron para cerrar el proceso o esperanzados con una nueva oportunidad; los más votaron por cansancio, hastío o desesperanza.
Esa misma noche, la izquierda decidió votar en contra. Ni siquiera la forzada transversalidad de la Comisión de Expertos -que zanjó sus diferencias con los resultados electorales en la mano- sirvió para generar un pacto más amplio. ¿Qué opción tenía el Consejo de llegar a algún acuerdo con los mismos que aprobaron un proyecto abominable como el de la extinta Convención? ¿Acaso los mismos que promovieron el pluri-Chile, la estatización de los sectores productivos y el aborto libre iban a estar dispuestos a postergar su agenda identitaria en un nuevo órgano constitucional liderado por la oposición? La izquierda nunca estuvo dispuesta a conversar de verdad ni construir un acuerdo real.
¿Y qué esperaban otros del rol de republicanos? ¿Que renunciara a sus convicciones y de pronto se convirtiera en socialistas, ecoprogresistas o fanáticos del control estatal central? ¿Que renunciara a promover la libertad en salud, educación o pensiones? ¿O renunciara a la defensa de la vida, la familia y la promoción de la igualdad de oportunidades? Eso no pasó ni tampoco iba a pasar.
Los sofistas de derecha, por su parte, anhelaban todo lo contrario. Creyeron que, luego de ser mandatados por una mayoría del pueblo, los consejeros republicanos negarían su condición hegemónica, se cruzarían de brazos y boicotearían el proceso. O quizás, por ignorancia práctica, habrán creído que en los procesos de negociación solo gana una parte y que las constituciones, como lo hizo la izquierda, no se construyen haciendo concesiones razonables ni flexibilizando posiciones para llegar a puntos de mínimos acuerdos.
Los consejeros de derecha eligieron el camino difícil. Trabajaron de manera seria, sobria y responsable por sacar adelante un mejor texto constitucional. Un proyecto respetuoso de la tradición constitucional chilena y que tiene el potencial de proyectarla con fuerza hacia el futuro; que tiene como sello la seguridad, hace importantes ajustes al sistema político y renueva el compromiso firme contra la corrupción; un proyecto que, entre otras cosas, introduce principios orientadores a una modernización efectiva del aparato estatal, especialmente en lo relativo al buen uso de los recursos públicos, a la regulación del empleo público y al compromiso con la responsabilidad fiscal. Un texto que convoca no solo al centro y a la derecha, sino que institucional y estructuralmente a la centroizquierda, aunque no quieran reconocerlo.
¿Es perfecto? No, pero la Constitución de 1980 tampoco lo era. Como decía Jaime Guzmán, las constituciones son proyectos histórico-políticos, no cuerpos jurídicos abstractos, y su aprobación y vigencia están condicionados por la realidad, las alternativas políticas y el poder. Y si bien los republicanos no quisieron sumarse a esta fiesta desde el inicio, igual fueron invitados y no hicieron otra cosa que asumir el desafío histórico y contribuir decisiva y responsablemente a elaborar una mejor Constitución. Es decir, se comportaron como se esperaba, como republicanos, en el sentido más amplio de la palabra.
Hoy, la palabra la tiene la ciudadanía.