Columna de Ernesto Ottone: Algo va mal
Ese es el título del pequeño gran libro que escribió en 2010 el historiador británico Tony Judt, poco antes de morir, todavía joven y en plena producción.
Tras él quedaban obras notables como Posguerra, Pensar el siglo XX, El refugio de la memoria y Pasado imperfecto, entre otros libros admirables e imprescindibles para comprender el mundo contemporáneo.
Algo va mal lo escribió, tal como él lo señala, en “condiciones poco habituales”, una forma muy británica para señalar que lo hizo al borde de la muerte, aquejado de una esclerosis sin remedio. Sin embargo, no es un libro desesperanzado, es agudo, crítico, preocupado por los problemas sociales y políticos posteriores a la crisis del año 2008 cuyo desarrollo y agravamiento perduran en buena parte hasta hoy.
Tony Judt fue un intelectual ligado por biografía y pensamiento a la socialdemocracia, apoyaba reformas profundas destinadas a generar una sociedad a la vez democrática, respetuosa de las libertades individuales y más igualitaria.
Por ello, fue muy crítico del proceso desregulatorio, que originó el crecimiento de las desigualdades a partir de los años ochenta del siglo pasado, que aumentó, en su opinión, de manera grotesca las brechas sociales y generó individualismos exacerbados en Europa. Criticó sin miramientos la incapacidad de la izquierda democrática, para resistir esa tendencia y producir propuestas alternativas a esa deriva de las economías de mercado en sus países.
Empero su crítica a los errores cometidos y la necesidad de renovar el pensamiento reformista para encontrar respuestas progresistas adecuadas a los desafíos que presenta la tardía modernidad del siglo XXI, no era para él sinónimo de abandono de los valores del pensamiento reformador.
Nos dice al respecto que… “los socialdemócratas suelen ser modestos –una cualidad cuyas virtudes se han sobrevalorado. Tenemos que disculparnos un poco menos de los errores pasados y hablar con firmeza de los logros. Que éstos fueron incompletos no debería preocuparnos. Si no hemos aprendido otra cosa del siglo XX, al menos deberíamos haber comprendido que cuanto más perfecta es la respuesta, más espantosas son sus consecuencias.”
“Sería agradable – pero engañoso – prometer que la socialdemocracia o algo parecido, representa el futuro como mundo ideal… La socialdemocracia no representa un futuro ideal, ni siquiera representa un pasado ideal. Pero es la mejor de la opciones que tenemos hoy”.
Mutatis mutandi, las reflexiones que hacía Judt hace once años, de alguna manera son útiles si se aplican al análisis de el estrepitoso recorrido descendente de la centroizquierda en Chile en los últimos años.
En este caso no parece ser la modestia, sino la brutal incapacidad de sus dirigentes la que ha convertido en casi nada el patrimonio político surgido de los logros económicos, sociales y políticos sin precedentes alcanzados en un pasado históricamente reciente.
Ellos no han tenido la convicción ni el coraje de defender los avances cristalizados en los logros de la transición democrática, cediendo con oportunismo y de manera vergonzante frente a los ataques amañados de la izquierda radical, caracterizados por una visión que niega sus alcances y analiza de manera antihistórica las razones de sus límites.
Golpeada y sin discurso, la actitud culposa de la centroizquierda, no le hizo ganar nada , sino perderlo casi todo; incapaz de producir relevos generacionales, se concentró en la sobrevivencia de corto aliento y a mimar la izquierda radical, renunciando a una estrategia reformadora de mirada larga, capaz de abordar los grandes temas del siglo XXI.
¿Cómo podrían haberlo hecho de otra manera si han dejado de lado la sustancia de la política que es la construcción del futuro, combinada con la mediación racional de las necesidades del presente?
Cuando se abandona esa tarea, desaparece la política, deja de existir como tal, se transforma solo en un eco complaciente de las demandas urgentes, inagotables y desjerarquizadas de la población, renunciando a la función ordenadora y pedagógica que deben tener los representantes democráticamente elegidos.
Se trata en este caso de un remedo de política, cuyo fin no es la creación de un futuro colectivo sino de asegurar futuros personales. En ese terreno, nunca podrán superar el síndrome populista que encarna el populismo de derecha y de la izquierda radical, que promete ensoñaciones de un mundo ideal, donde las fronteras de la realidad y la responsabilidad no existen.
Tampoco podrán hacerlo con los pícaros y demagogos que saltan la cuerda, se disfrazan y exhiben su asnada haciendo hablar a Aristóteles en latín y sueñan con reinos imaginarios, transformando la política en un carnaval de alto colorido, combinado con arranques de violencia.
Si no se produce un cambio muy significativo en la calidad de la política que incluya la existencia robusta de un sujeto reformador y progresista que fortalezca el espacio disminuido de la centroizquierda, el país no podrá alcanzar un desarrollo capaz de crear riqueza y mayor igualdad social a la vez, ni de hacer las transformaciones productivas necesarias para tener éxito en un proceso de globalización cada vez más complejo y exigente, quedaremos prisioneros de un conservatismo mediocre o de quienes diseñan el futuro con propuestas del pasado.
Ese cambio indispensable no se refleja , desafortunadamente, en el debate político actual. Una buena parte de ese espacio lo ocupan reyertas menores, maniobras traicioneras y palabras desmesuradas .
No es más que ignorancia o mala fe lo que refleja, por ejemplo, la conducta de los convencionales que votaron por levantar la cláusula del secreto de cincuenta años que contempla el informe Valech, la cual se incluyó a demanda de las propias víctimas que en sus declaraciones debían narrar lo inenarrable.
Claro que también se escuchan voces sensatas y dialogantes que tratan de enrumbar, desde diversas posiciones, la competencia electoral y el proceso constituyente, pero desafortunadamente ellas son por ahora minoritarias.
¿Serán esas voces capaces de multiplicarse en la medida en que la vocinglería peleona y vacía se desgaste en su infertilidad, y un tono más virtuoso y constructivo se abra espacio en la competencia electoral y en la función constituyente, o deberemos como país atravesar tiempos aciagos, de mediocridad y retroceso antes de volver a la razón democrática?
En verdad no lo sabemos, es muy difícil vislumbrar el porvenir en medio de una neblina tan espesa.