En la antigua Roma existían unas celebraciones de buenos augurios que se desarrollaban en marzo; ellas tenían un carácter festivo, cultural y de observancia religiosa. Se llamaban los Idus de Marzo.

Pero fue durante una de estas fiestas, la del año 44 a.C., que asesinaron a Julio César. Los Idus de Marzo adquirieron desde entonces una connotación ambigua y grave, y marcaron a final de cuentas el paso de la República al Imperio.

Plutarco nos cuenta que un vidente había advertido a Julio César el peligro que lo amenazaba, pero él no hizo caso e incluso le señaló que los idus ya habían comenzado. El vidente le respondió “sí, pero no han acabado”.

Más vale entonces seguir el consejo de Shakespeare en su obra Julio César, cuando dice “¡Cuídate de los Idus de Marzo!”.

Marzo ha sido también en Chile un mes de diversos significados, aunque nunca haya habido idus, es un mes a la vez duro y esperanzador. Concluye el estío, el descanso queda atrás, se reinicia (al menos en teoría) el año escolar, llega la hora de pagar las cuentas que generó el reposo y, a la vez, se inician proyectos y se enfrentan desafíos de vida.

La crisis de octubre, abrupta e inesperadamente violenta y prolongada, remeció un país que había vivido con tranquilidad un largo periodo marcado, sobre todo, por fuertes avances económicos, sociales y políticos desde que recuperó la democracia, por supuesto imperfecta y problemática, como todas.

La crisis social puso de manifiesto sus asimetrías y límites, mostró el desencanto que se había acumulado en un amplio sector de la población desde que el impulso inicial del proceso decreció y se abultaron sus defectos y se redujeron sus virtudes.

Con el estallido se hizo evidente que las cosas no podían seguir como estaban, que se requería un conjunto de reformas económicas, sociales y políticas que debían provocar una inflexión profunda hacia el logro de una democracia más exigente, una transformación productiva más sostenible y, sobre todo, una acción distributiva mayor que acompañara el crecimiento y nos llevara a una sociedad más igualitaria.

El tema central es cómo ello se puede lograr reforzando el sistema democrático y no destruyéndolo, fortaleciendo la convivencia ciudadana y terminando con lo peor de la crisis: el surgimiento de un archipiélago de violencia permanente, cotidiano, de destrucción material y simbólica que no descansó en verano y que no es democrático, ni quiere reformas; quiere imponer por la fuerza, el miedo y la amenaza sus ideas; no le interesa dialogar, porque cree poseer la verdad, “la verdad verdadera”.

Así lo ha señalado un exponente ya mayorcito de esa línea, poseedor de un recorrido de violencia largo y variado, que ostenta un alias de bovino, al señalar que negociaciones y acuerdos equivalen a chanchullos y traiciones.

Otro personaje de mirada iluminada nos ha repetido de manera tosca y exaltada “las tesis de abril” de Lenin, presentándolas como la novedad del año, recién sacadas del horno.

El camino para salir de la actual situación y restaurar con el tiempo las pérdidas materiales e inmateriales que ha sufrido el país, retomando una senda de convivencia democrática y un orden ciudadano sobre bases más justas y poco a poco más prósperas, tiene como eje el acuerdo en torno al plebiscito de abril sobre la cuestión constitucional.

Ello no gusta a los partidarios de la violencia que aspiran a una revolución, cuyos contenidos se mantienen difusos, pero que finalmente contemplan una sola verdad, la de ellos, y un solo método de acción, la fuerza.

Tampoco les gusta a quienes desde el otro extremo político quieren que nada se mueva, que nada cambie, una inmovilidad que cubre una inconfesable nostalgia por un pasado dictatorial.

La importancia del éxito de un proceso constituyente en las actuales condiciones, más allá de producir una Constitución aprobada por la ciudadanía, que sea justa, adaptada a los desafíos contemporáneos y en la cual quepamos todos, es resolver en términos democráticos la crisis de legitimidad, representatividad y gobernabilidad por la que atravesamos a través de un camino de continuidad institucional y no en las barricadas, que es el terreno de los violentos.

Por supuesto, sería ideal que el proceso constituyente se realizara desde el inicio con un orden público restaurado, pero ello no es realista, se hará con la presencia del archipiélago, la violencia. Este hará el mayor esfuerzo por obstaculizar el proceso.

Debemos, a pesar de ellos, abrir paso estoicamente al proceso constitucional, porque es el único camino donde la razón democrática es fuerte.

Por decirlo de otra manera, es reforzando la legitimidad del orden democrático que lograremos reponer el orden público. No podemos esperar a que exista el orden público deseable para reforzar la legitimidad del orden democrático.

Desgraciadamente, en el Chile de hoy existen no pocas confusiones entre quienes apoyan la democracia. Es así como, pese a ser mayoría en la opinión publica la voluntad democrática, muchas veces aparece paralizada, murmulla en privado y no se hace escuchar.

Algunos han caído en un pesimismo sin salida, razones no les falta, pero esa posición nos lleva con las manos atadas a la mortaja de la profecía autocumplida.

Otros sectores, de talante democrático, hace ya algún tiempo entregaron las herramientas ante el chantaje del archipiélago de la violencia en liceos y universidades, han aceptado casi todo y sin éxito.

Son esclavos de lo “políticamente correcto” y más de alguno ha llegado a justificar la violencia, la destrucción, la quema de museos, iglesias, de bibliotecas, libros y también de monumentos históricos, como una supuesta necesidad de la lucha por la justicia social.

Las democracia no es perfecta y jamás lo será, está constituida por seres humanos que estamos llenos de defectos.

Entre nosotros hay de todo, codiciosos y generosos, honestos y corruptos, discriminadores y sin prejuicios. La ventaja de la democracia es que existe voz ciudadana y reglas del juego que cumplir y quienes lo hacen mal gobernando pueden ser cambiados en elecciones periódicas prefijadas, a través del voto.

En verdad los demócratas hemos tardado en asumir los errores y tropelías cometidos durante el proceso democrático, pero tampoco hemos tenido el coraje de defender sus logros, que son muchos. Nos hemos amilanado.

Es necesario terminar con temores y angelismos, dejar de lado las fronteras entre demócratas que están en todo el arco político y fuera de él y generar un espacio democrático mayoritario, que aísle y detenga el archipiélago de la violencia.