Tres pandemias mayores han azotado a Chile en los tiempos contemporáneos, la pandemia de la gripe española, entre 1918 y 1921; la influenza asiática, ocurrida entre 1957 y 1959, y el coronavirus, cuyos efectos estamos sufriendo actualmente.

Han sido pandemias globales. La primera dejó 50 millones de muertos en el mundo; la segunda, un millón cien mil muertos, y la actual está todavía en desarrollo.

Chile ha sido muy golpeado por las tres. En las dos primeras el nivel de letalidad fue muy alto y en la actual el número de muertos hasta el momento es mucho mayor de lo que esperábamos.

Resulta muy complejo hacer comparaciones entre las tres pandemias, porque el Chile del año 1918 es muy diferente al Chile de 1957 y ambos son, a la vez, muy diferentes al Chile actual. Pero aun así veremos que hay algo en común entre las tres catástrofes.

Para la gripe española del año 1918, Chile era un país de tres millones y medio de habitantes, la mayoría rurales, solo un tercio habitaba en ciudades y una buena parte lo hacía en condiciones de dura pobreza y hacinamiento, en conventillos o ranchos sin aireación ni servicios de higiene. Santiago era un conjunto de mansiones rodeado de tugurios, señaló en esos años un observador extranjero.

Eran los años finales de la república parlamentaria, gobernada por una élite oligárquica que se sucedía alegremente en una democracia restringida, donde el cohecho electoral era lo normal. Existía una industrialización muy incipiente y la renta del salitre aseguraba muchas fortunas.

En 1918 gobernaba Juan Luis Sanfuentes, de origen balmacedista, político hábil, pragmático y de principios sumamente volátiles. Era un hombre alto y fornido, a quien tuvieron que ponerle una banda presidencial nueva, ya que aquella de su antecesor no le cupo; se trataba de Ramón Barros Luco.

Este era un hombre menguado al parecer en todos los sentidos, que tenía una mirada tan anodina como su pensamiento, aunque era bonachón y dejó sobre todo una herencia gastronómica, un sándwich muy popular.

Pero el salitre cayó bruscamente, lo que aceleró la deslegitimación del régimen parlamentario, aumentando los movimientos de protestas y las demandas por un Estado moderno más inclusivo, productivo y socialmente responsable.

Casi no existía en ese entonces medicina preventiva y tampoco un verdadero sistema de salud pública.

La gripe entró como cuchillo en la mantequilla, con un gobierno débil e impotente. Entre 1918 y 1921 se acumularon 40.113 muertos.

Curiosamente, un gran foco de infección fue la Vega Central y la zona llamada del “ultra Mapocho”.

Sin embargo, lograron aprobarse algunas medidas, las del Código Sanitario y, de paso, la Instrucción Primaria Obligatoria.

¿Hubo una relación entre la pandemia y los cambios que siguieron?

Es difícil establecer causalidades estrictas, pero algo habrá tenido que ver.

Años después, en el invierno de 1957 llegó la influenza asiática a Valparaíso, de la cual tengo un vago recuerdo de niño. Se alargaron las vacaciones de invierno y se suspendieron las clases de “gimnasia”, pero no mucho más.

Están más vivas en mi memoria las huelgas y manifestaciones de abril en Valparaíso y en Santiago que adquirieron un carácter violento. Murieron 16 personas en la represión de ese estallido que comenzó con el alza de la tarifa del transporte .

Chile tenía entonces seis millones y medio de habitantes, una creciente urbanización y una demografía en pleno desarrollo.

Existía ya una sanidad pública y notables salubristas, pero la economía del país crecía muy lentamente, la inflación era altísima y seguía habiendo mucha pobreza y desigualdad social.

Gobernaba en ese entonces Carlos Ibáñez del Campo, quien había regresado al gobierno en su versión crepuscular, prometiendo terminar con la corrupción, aplicando una cierta versión edulcorada de aquello que se definía como lo “nacional popular”. Pero ya era un tigre herbívoro, la economía entró en crisis . Trató entonces de aplicar medidas de austeridad y el país se le llenó de huelgas.

Sin liderazgo y con poco apoyo lo pilló la pandemia. Si bien nombró un Comité de Influenza, y se hicieron esfuerzos, murieron al parecer alrededor de 20.000 personas. Cifra considerada muy alta a nivel mundial.

La pandemia que enfrentamos actualmente tiene otra dimensión. Se trata de una pandemia hiperglobalizada, que tiene al mundo semiparalizado, con confinamientos masivos y la economía mundial en caída libre, sin saber cuándo concluirá. Todo el avance científico y médico aún no es capaz de avizorar el final del túnel.

El Chile de hoy es también un país distinto al de las pandemias anteriores, es un país moderno y con un nivel de desarrollo medio-alto. Su población supera los 19 millones, cuenta con políticas sociales estructuradas y en los últimos decenios ha podido hacer descender notablemente la pobreza, aunque ha tenido menos éxito con la desigualdad y la vulnerabilidad social.

Con los recursos acumulados ha podido prestar una atención sanitaria masiva y proteger económicamente a los más carenciados.

Sin embargo, los resultados hasta ahora no son buenos, hoy la exigencia es mucho mayor y valoramos mucho más la protección de la vida humana.

La pandemia llegó, al igual que las pandemias anteriores, en un momento de exasperación social, cuando la vida política no pasaba un buen momento y la confianza en las instituciones y los representantes políticos de gobierno y de oposición habían caído a su nivel más bajo, cuando el liderazgo presidencial era notoriamente insuficiente.

Seguramente ello ha influido en que el enorme esfuerzo humano y profesional que se ha desarrollado con aciertos y errores no tenga una respuesta comprometida por parte de una ciudadanía marcada por la desconfianza. Mientras ello no cambie, será muy difícil alcanzar una inflexión positiva.

Parecería que se entiende poco, tanto en el gobierno como en la oposición, que el nudo del problema no reside solamente en la virtud de las estrategias sanitarias, sino en aumentar los niveles de la confianza ciudadana, y ello sucederá cuando el debate político deje de parecerse a una bolsa de gatos que tienen como objetivo arañarse entre sí.

Frente a la situación actual no hay tarea política más importante que la reconstrucción de las confianzas, y ello comienza por respetar las reglas del juego existentes, acatar el lugar donde la voluntad democrática colocó a cada quien y cumplir con los compromisos adquiridos en las negociaciones realizadas sin tratar de volver atrás, construyendo sobre esta base un diálogo con resultados.

Lo otro es un camino de dolor y decadencia donde no ganará nadie. Perderá el país.