Escuchando el debate público, de pronto tengo la impresión de que no terminamos de comprender la dimensión profunda de los tiempos de desolación por los que atravesamos, de las huellas y heridas que dejarán en nuestras vidas y en el mundo.
Si bien es difícil diseñar sus contornos, será un mundo más duro, más pobre, con menos certezas y con mas riesgos, requerirá cambios en nuestra convivencia, en el uso de nuestros recursos y en nuestro sentido de la justicia, para que las cosas que ya venían mal no terminen en un peligroso retroceso civilizacional.
Las pandemias han sido viejas compañeras de ruta de la especie humana, ellas han contribuido a hundir imperios como sucedió en la antigua China, a poner fin al Siglo de Oro en la antigua Grecia, a herir al Imperio Romano con la “peste antonina”, a debilitar al Imperio Bizantino con la “plaga justiniana”. En esas ocasiones, los muertos fueron entre un cuarto y un tercio de la población y el mundo torció su rumbo. En el siglo XVI, la viruela, diezmó los imperios precolombinos del Nuevo Mundo casi con más eficacia que la espada del conquistador.
Otras pestes modelaron siglos enteros. La “peste negra”, nos dice Walter Scheidel en su libro El gran Nivelador, estalló en el desierto de Gobi en la década de 1320, desde allí se extendió por China y el Viejo Mundo. Se trataba de una cepa bacteriana llamada “Yersinia pestis”, que reside en el tracto digestivo de las pulgas, las que se hospedaban en ratas que las transportaban.
De Crimea llegó a Italia en barcos genoveses y de allí se extendió por toda Europa, incluso muy al norte. En 1349 ya había llegado a Escandinavia. Sus efectos eran horribles y dolorosos, se inflamaban los gánglios y surgían unos bubones oscuros formados por derrames de sangre subcutáneos.
Recorrió todo el siglo XIV y buena parte del XV, en diversas oleadas. Murieron millones de personas, señores y vasallos, ricos y pobres, aunque los pobres, claro, eran más. Mató a pensadores como La Boétie, cuya agonía fue relatada por Montaigne, su gran amigo. Inglaterra perdió la mitad de su población; Italia, un tercio; los ingleses recuperaron la población que tenían el año 1300 recién en el 1700.
Continuó regresando de cuando en cuando en el siglo XVII. En su clásica novela Los Novios, Alessandro Manzoni nos cuenta cómo azotó la peste a Milán y su entorno, con escenas terribles de sufrimiento en medio de guerras y hambrunas.
La “peste negra” atravesó un buen trecho de la historia europea, la Alta Edad Media, las guerras de religión, el Renacimiento y todavía era un peligro en tiempos de la Ilustración.
La indefensión fue total. Los Estados premodernos no estaban organizados para la protección de sus habitantes, sino para las guerras, “el deporte de los reyes”, como dijo Arnold J. Toynbee, y la gente esperaba muy poco de ellos; algunos creían que la peste era la ira de Dios, otros pensaban que era el fin del mundo.
Fueron pocos los gobernantes sensibles y aplicados que trataron de mitigar sus males y salvar al menos a los no contaminados.
Así fue como surgió la cuarentena, inventada por los venecianos, que no permitían el ingreso de naves a la laguna durante 40 días, hasta que los infectados ya no fueran de este mundo y los lazaretos donde hacinaban a los enfermos, normalmente en espera de la muerte.
Terminó la “peste negra”, pero vinieron otras, como la “gripe española”, entre 1918 y 1920, que dejó 50 millones de muertos, y luego arribaron varias otras, de dimensiones más acotadas
En la segunda parte del siglo XX ya el Estado moderno tenía deberes obligatorios de protección a sus ciudadanos, la medicina progresaba con otro ritmo, al igual que la prevención y las estructuras sanitarias, la higiene salvó muchas vidas, y también las vacunas, comenzó el alargamiento de la vida. Poco a poco la vida humana adquirió más valor que en todo el recorrido histórico anterior.
Pero las infecciones no han dejado de existir, están vivitas y coleando en medio de nuestra avanzada modernización globalizada y nos han vuelto a golpear a mansalva. Nuestro orgullo individual exacerbado hubo de hacerse pequeñito en busca de una solución colectiva, la única posible.
Al Estado, tan denostado desde ambos extremos políticos en Chile, le pedimos con justicia que nos proteja la salud y que, además, asegure a amplios sectores de la población sus condiciones materiales de existencia durante la pandemia, sin pasar a llevar nuestra autonomía personal, ello requiere un delicado equilibrio que no es fácil lograr en la práctica.
¿Lo han hecho bien o mal las autoridades actuales?
Es difícil establecer un juicio categórico en pleno temporal, en verdad nadie en el mundo sabe a ciencia cierta cómo enfrentar la pandemia, ha sido en todas partes un proceso de ensayo y error.
Por cierto, personajes como Trump y Bolsonaro, que adhirieron desde un comienzo a un negacionismo absurdo e irresponsable, son muy reprochables, pero la gran mayoría de gobiernos y sociedades ha realizado enormes esfuerzos, algunos han obtenido mejores resultados que otros , pero no existe una receta única y mientras no tengamos vacuna o antídoto es difícil prever los tiempos y vislumbrar el final del túnel
En Chile, una cierta soberbia inicial acerca del control de la infección generó quizás un desmedido optimismo, aprendiendo esa lección, hoy solo queda redoblar el esfuerzo que ha sido apreciable.
El ejercicio democrático en estos días se llama cooperación con quienes están a cargo del gobierno en los aspectos sanitarios, de disciplina social y en el plano económico. Hay que chasconear la economía, por cierto, pero responsablemente, sin producirle alopecia para siempre.
Lo que está en juego es la sobrevivencia de muchos y la recuperación de un país que sea capaz de tener un futuro necesariamente arduo, pero más justo y equitativo.
Cuando vemos en la cúspide política hipérboles verbales algo atolondradas, en el Congreso muestras de frivolidad y particularismos, acciones irresponsables de mentecatos que llaman rebeldía a la estupidez, miedos paralizadores en mentes conservadoras y atajos afiebrados en mentes radicalizadas, se nos reafirma la convicción de que ese no es el camino a seguir.
La vía es aquella de la sobriedad y el interés común, la disposición sincera al diálogo, la voluntad de escuchar y no de sospechar para establecer acuerdos capaces de acortar el sufrimiento e impulsar una construcción de futuro deseable para todos.
Podemos atravesar esta selva oscura solo con humildad, cooperación y templanza.