No es la primera vez en el último medio siglo que el país avanza como nave desvalida a una tormenta amenazadora. Lo hace con viento en contra, con la carga mal estibada, en un contexto de absoluta fragmentación política, sin liderazgos potentes y con la pánfila convicción de que, a pesar de las adversidades que enfrentamos, todo saldrá bien. Efectivamente, si los astros se alinean de manera favorable, podría ser el caso. Sin embargo, también podría ocurrir que las cosas resultaran muy mal.

La vulnerabilidad del país tiene varias explicaciones. Nunca como ahora convergieron sobre el escenario tantas crisis simultáneas. A la de orden político que traíamos de arrastre -falta de representatividad del sistema institucional, brecha profunda entre las élites y la base social, descrédito de los partidos políticos- se agregó a fines de 2019 una crisis social de proporciones, luego una crisis económica que también se venía incubando hacía rato y, finalmente, la crisis sanitaria que hoy nos tiene por las cuerdas.

La sensación de incertidumbre y fragilidad que transmite el escenario responde en gran parte a que, por primera vez en mucho tiempo, no sabemos quién está al mando. Muchas de las variables de lo que está ocurriendo parecieran estar fuera de control. En un país de la tradición política del nuestro, eso en gran parte significa que la figura presidencial está perdiendo gravitación. El asunto es complejo, porque, bien o mal, el presidencialismo como disciplina política y social tiene muchos bemoles. Se pueden discutir largamente sus ventajas y desventajas. Pero si hay algo claro es que el sistema no funciona cuando el Presidente es débil o está fuertemente cuestionado.

Eso es lo que está ocurriendo en la actualidad y es lo que genera al final del día tanta estridencia y neblina. En la única crisis donde el mando presidencial califica con éxito es en la sanitaria, porque ha actuado con eficiencia y también con responsabilidad. Hasta aquí, el sistema de salud en general ha resistido la presión agotadora de la pandemia, el país sigue avanzando en un proceso de vacunación que tiene ribetes ejemplares y, si no sobrevienen nuevas catástrofes de por medio, es posible que a la vuelta de seis meses Chile pueda olvidarse del enorme desafío que representó este virus. Pero incluso esto habría que ponerlo en condicional. En realidad, todavía no sabemos cómo se comportará esta pandemia en el mediano y largo plazo. ¿Tendremos que seguir comportándonos como hasta ahora? ¿Continuaremos sometidos a las miserias de la mascarilla y el distanciamiento físico? No lo sabemos. Con todo, a pesar de la incertidumbre, sí sabemos que hay alguien a cargo.

En el ámbito de las otras crisis, en cambio, esa percepción es mucho más débil. El Presidente sin duda que sabe manejarse bien en el terreno económico. Es más: esta es la razón por la que fue elegido dos veces. Después de Bachelet I, que terminó por agotar la fórmula bajo la cual la Concertación había manejado al país desde los comienzos de la transición, Chile necesitaba un cambio de timón para retomar la ruta del crecimiento, y después de Bachelet II, donde las cosas se hicieron con gran desprolijidad, lo que se necesitaba de nuevo era gestión. Por eso Piñera volvió a La Moneda. Porque era alguien que hacía bien lo que se proponía, no porque fuera un líder capaz de darle sentido épico o histórico al ingreso del país a la etapa en que estaba entrando.

Vaya que ha hecho falta un mandatario con mayor densidad política para calificar también en ese plano. Es posible que entre las injusticias de la política local haya que anotar la siguiente: el país eligió a Piñera porque se sabía que era un buen gestor. Ahora, sin embargo, la ciudadanía lo evalúa mal porque considera que su liderazgo político no está a la altura del contexto en que le ha tocado gobernar. ¿Es culpa suya? En parte, sí, porque el Mandatario ha perdido el apoyo hasta de amplios sectores de la centroderecha. Pero, vaya, en parte también es culpa de la ciudadanía, que -para decirlo en fácil- a menudo en los últimos meses ha estado esperando peras del olmo.

Debilitado el Ejecutivo y desprestigiados los partidos políticos y el Congreso, el próximo mes entraremos un poco a ciegas a un proceso de reinvención institucional. Algunos quieren hacerlo partir de fojas cero, simplemente porque están seguros de que se pueden hacer ruedas cuadradas; otros, algo más sensatos, quieren comenzarlo atendiendo a la experiencia, a las instituciones y prácticas que han dado buenos resultados en términos de estabilidad, modernización y bienestar.

Sí, es una locura que, sin conducción y con altísimos niveles de desconfianza, estemos entrando a esas aguas tormentosas en una cuarentena casi total. Pero es lo que hay. Es el resultado no tanto de lo que los ciudadanos hicimos, sino más bien de lo que dejamos de hacer. Siendo así, ¿cabe otra cosa que apretar los dientes y confiar en que pase luego el vendaval?