Columna de Héctor Soto: ¿Cómo llegamos a esto?
Al parecer, la excepcionalidad chilena vuelve a la carga. Deben ser pocos los países del mundo que tienen un presidenciable comunista con las expectativas que tiene aquí la candidatura de Daniel Jadue. Salvo en Corea del Norte y Cuba, y en muy pocas otras naciones, el comunismo corresponde a estas alturas a una experiencia más bien jurásica. Curiosamente, sin embargo, entre nosotros está de vuelta, goza de perfecta salud, puntea en las encuestas y esta semana hemos estado hablando, en vez de seguridad pública, de inhabilitar a las policías; en vez de generar más puestos de trabajo, de reducir la jornada a 36 horas; en vez de expandir la libertad informativa, de comisariatos para bloquear la libertad de expresión; en vez de medidas para dinamizar la economía, de agregarles más restricciones e impuestos a las empresas. Qué duda puede caber: somos un país distinto.
Puede ser la más estrafalaria, pero no es nuestra única singularidad. Tenemos varias otras y de poco sirve ironizar al respecto. Son realidades que más nos vale asumir como sociedad para saber dónde estamos parados. En política, sobre todo, no hay nada peor que ignorar que hay un elefante en la pieza del lado.
Obviamente, el animal no llegó ahí por generación espontánea. Llegó básicamente porque la izquierda radical viene haciendo por años un trabajo de joyería. Llegó porque la derecha hizo abandono por décadas de la lucha cultural y ninguneó cuanto pudo desde las clases de historia hasta las de instrucción cívica. Llegó porque hubo un momento en que el mercado pareció más prometedor que la ciudadanía y, también, porque varias profesiones perdedoras del actual modelo -entre otras, la de profesores, curas, periodistas- se encontraron de la noche a la mañana con la vía libre para cobrar su venganza allí donde se pudiera. Y vaya que pudieron. El efecto es especialmente concluyente en las nuevas generaciones. Se dirá que estas son solo simplificaciones. Pero, aun siéndolo, comportan alguna cuota de verdad.
Precisamente porque no hay dirigente de la centroderecha que lo ignore, el sector está hoy día muy desconcertado. Pone en duda su historia. Pone en entredicho sus convicciones. Pone en el congelador sus lealtades. Pone en modo avión su discurso y trata de adaptar a su carácter algo, un poco, la cáscara que sea, de lo que parece estar teniendo rating en la vereda del frente.
¿Será esta la estrategia ganadora? ¿Habrá que diluir, entonces, el ideario clásico? ¿Es a esto a lo que apunta el llamado de algunos dirigentes del sector a que la derecha no termine atrincherándose en posiciones duras? ¿O la cosa es un poco más compleja de lo que la pintan?
Está claro que para configurar algo parecido a una mayoría la derecha no puede atrincherarse ni correrse al extremo. En la más, la derecha como sector político no es mayoría en ninguna parte del mundo. En ninguna. En su raíz, tiene un discurso demasiado duro y demasiado pobre en emociones. El partido de la realidad es casi siempre el de la escasez, el del esfuerzo, el de la privación, incluso el de la crueldad. Con eso, con puras cifras, con puro garrote, y sin un ethos ciudadano que abra horizontes tanto de oportunidad como de imaginación y sensibilidad, es muy difícil que pueda ganar. Con la moderación, en cambio, sí se puede, porque la mezcla de sentido común con gradualidad, de convicción con pragmatismo, de querer subir otro escalón más sin que eso signifique perder lo que ya tenemos, interpreta, de hecho, a mucha gente. Lo que se requiere entonces es un programa atractivo que la convoque.
No porque el arco voltaico de la política chilena se haya corrido de golpe a la izquierda, la centroderecha debiera aguarse. Hay temas a los cuales no debe renunciar, y menos por el plato de lentejas que significan las encuestas. La derecha no puede abdicar al imperio de la ley, al orden público ni a la seguridad, temas muy a maltraer en el Chile actual. Tampoco puede renunciar a la libertad individual, a la iniciativa privada, al emprendimiento, a la apertura externa y a la competencia. Nada de esto es jacobinismo. Al revés, son valores con los cuales la sociedad chilena actual mantiene relaciones que en absoluto son traumáticas. Lo mismo cabe respecto de la propiedad. Es cosa de comprobarlo en la vuelta de campana que se dio la izquierda que hasta ayer se la estaba jugando por la nacionalización de los fondos de pensiones. El viraje fue espectacular, no solo del candidato del PC. El proyecto presentado por un grupo de senadoras y senadores el año pasado implicaba que a los trabajadores se les iba a entregar una suerte de certificado por los ahorros en sus cuentas el día que estos pasaran a control estatal. Y que los fondos capturados iban a tener una rentabilidad de un 2% anual, “garantizada”. Si esto no envolvía un robo, bueno, vaya que estaba cerca. Lo importante es que la compulsión estatista contrarió el sentido común de la gente. Y cuando la colisión era inminente, hoy hasta los propios autores del proyecto -Yasna Provoste incluida- dicen no a la nacionalización. No es poca cosa: este vuelco podría significar que no todo está perdido.
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