El gobierno, la oposición y la clase política en general dicen estar empeñados en disipar el clima de incertidumbre, pero lo concreto es que todos los bloques políticos están con muy bajos niveles de aprobación, que el precio del dólar alcanzó esta semana su mayor nivel en mucho tiempo y que va en descenso el prestigio de la Convención Constitucional. Así las cosas, nada sugiere que este cuadro pueda corregirse pronto. Al revés, las incógnitas persistirán. Por de pronto, las jornadas electorales, que son por definición en las democracias instancias de clarificación y de fijación de rumbos, este año jugarán bien en sentido inverso, porque agregarán más niebla y nuevos factores de combustión y conflicto sobre el escenario político. Este efecto está asociado a la desafortunada convergencia en el calendario de la elección presidencial y parlamentaria con el trabajo de la Convención Constitucional ahora en curso.
Este año los chilenos sabremos qué autoridades estamos eligiendo, pero nada garantiza que quienes resulten electos puedan cumplir sus mandatos por el tiempo y con las atribuciones legales actualmente previstas para sus cargos. La Convención bien podría dar plazos y prerrogativas en el texto constitucional que acuerde. El Artículo 138 que se agregó a la actual Constitución lo autoriza expresamente y el vicepresidente de la Convención, Jaime Bassa, no se propasó al recordarlo. En realidad, la disposición es un monumento al cantinfleo, porque con palabras engoladas señala que la Convención no podrá acortar los mandatos de autoridades electas, salvo que decida acortarlos o suprimirlos (¡plop!). Las podas en la nueva arquitectura constitucional, que pueden ir desde un mero corte de uñas hasta un corte de dedos o de órganos mayores, operarán por supuesto sobre la cabeza del Ejecutivo y el Legislativo por largo tiempo, y es de temer que si el elegido es Sichel el bisturí opere de manera muy distinta a que si sale Boric. Hasta aquí, al menos, se supone que Boric tiene mayor afinidad con la variada tesitura de la Convención. En principio, desde luego, estas contingencias coyunturales no debieran contar, porque se supone que la Convención está trabajando no a la pinta de un gobierno en particular, sino para el futuro del país, en función de los requerimientos de nuestra gobernabilidad en las próximas décadas. Pero esa es la teoría. En política, la verdad es que el largo plazo simplemente no existe. Basta ver lo ocurrido esta semana en la Cámara de Diputados con el retiro del 10% para comprobarlo. Ahí se puede dimensionar hasta dónde puede llegar la impudicia de los políticos en esto de sacrificar consideraciones de país o de bien común a retornos electoreros impresentables y de corto plazo. ¿Hay razones para esperar que los constituyentes puedan actuar de manera muy distinta?
Por supuesto que debería haberlas. Chile no está acostumbrado a instituciones de tan mala calidad como la Cámara Baja en la actual legislatura. Y quizás porque nunca haya que perder completamente la confianza en la buena fe y el patriotismo de la gente, las expectativas en torno al trabajo de la Convención, si bien han ido a la baja, aún se mantienen en terreno positivo. A veces pánfilamente positivo, es cierto, pero eso, aunque no sea muy tranquilizador, ya es algo. El problema es que todo el ambiente político está complicado y no porque haya subido el tono de los ataques por pensar así o asá, de una manera o de otra. Está complicado porque comenzó a ser atacada la propia institucionalidad democrática. Tremenda cosa, se dirá, dado que eso y no otra cosa fue el estallido. Es cierto. Pero ahora el cuadro es un poco distinto. Porque el ataque a los valores de la democracia no viene de afuera, de las turbas que saqueaban y vandalizaban la ciudad a su amaño durante largas semanas. Viene también de adentro, de las propias instituciones, de mayoría tránsfugas que juntan muchas veces el hambre con las ganas de comer. Es nada menos que la Convención Constitucional la que tipifica un concepto de negacionismo cuya amplitud ya se quisiera cualquier gobierno totalitario para sepultar la libertad de expresión. ¿Qué concepto de democracia o de derechos humanos está manejando la mayoría que aprobó esa norma? Son, por otra parte, los diputados los que insisten en saltarse la Constitución que juraron respetar. Son las cámaras las que reciben las urgencias del Ejecutivo para legislar como si oyeran llover. Eso no es todo, porque hay otros frentes donde también estamos confundidos. Es la Corte Suprema, por ejemplo, la que le echa leños al fuego de la inmigración al establecer que da lo mismo si el inmigrante entró al país legal o ilegalmente. Es la Contraloría la que pone las cosas más cuesta arriba cuando se trata de poner un poco de orden -orden que no existe- en la macrozona. Hubo un tiempo en que las normas se tenían que interpretar desde la buena fe y en coherencia con el ordenamiento jurídico. No está claro en qué momento, resquicios mediante, comenzaron a interpretarse sistemáticamente en contra del interés nacional.
Hay que reconocerlo: la única certeza realmente instalada hoy en el país es que no las tenemos.