No estando nadie en condiciones de anticipar ni siquiera lo que sucederá esta semana, la pregunta de lo que ocurrirá después de esta pandemia, cuando el mundo lentamente, muy lentamente, retome el pulso de la actividad, envuelve en el caso de Chile niveles de incertidumbre que deben multiplicarse por dos. Una cosa es saber cuánto nos cambiará el coronavirus. Y otra será establecer cuánto nos cambió en el mediano y largo plazo la revuelta de octubre.

Ambas conjeturas -hay que reconocerlo de partida- están contaminadas por el desarrollo de la crisis económica que ya se desató. Será enorme, transversal y extraordinariamente severa. Golpeará como siempre a los sectores más vulnerables y expuestos, porque ese y no otro es el problema de la pobreza, e impondrá al Estado esfuerzos adicionales a los muchos que ya está haciendo para aliviar la situación de los desempleados, de los que perdieron su emprendimiento y de las miles de empresas que no podrán sobrepasar el apretón.

Tanto o más que los golpes de Estado, las crisis económicas son fenómenos de temer. En los hornos del colapso de la actividad productiva, de la paralización y de la carestía, se cocinó en la Europa de los años 20 y 30 tanto el fascismo como el Tercer Reich. En Estados Unidos, en cambio, la Gran Depresión, lejos de debilitar al sistema democrático, lo terminó robusteciendo, y la crisis abrió en cierto modo la oportunidad para que la sociedad americana, por un lado, se calmara, luego del vértigo que vivió como potencia victoriosa tras la Primera Guerra, y por el otro se reencontrara con sus viejos ideales liberales de autonomía y comunidad como nación.

¿En qué sentido va a operar la crisis económica en Chile? ¿Va a echar todavía más leña al fuego del descontento, del malestar o de la revuelta, como quiera que se llame lo que dejó el estallido de octubre? ¿O, por la inversa, la recesión va a contener las expectativas abiertamente sobregiradas que instaló octubre, actuando como una instancia de disciplina de las demandas y de sensatez de las conductas?

Nada indica aún si el escenario se está moviendo en una dirección o en otra. Lo que sí está claro es que la izquierda se está jugando el todo por el todo para conseguir, después de esta epidemia, lo que no logró con la revuelta, que era botar a Piñera a como diera lugar. Ese propósito, que desde este sector se vio como muy cercano e inminente -no obstante haber razones para creer que nunca estuvo próximo y que tampoco era inminente-, es lo explica la desazón con que los grupos más radicalizados asistieron primero al enfriamiento de las protestas, luego, desde mediados del mes pasado, al fracaso de las amenazas del marzo incendiario que formularon durante todo el verano y, finalmente, al balde de agua fría que fue para la insurgencia la llegada de la pandemia.

La izquierda puede tener razón en que si el país estaba mal hace cinco meses, ahora va a estar mucho peor. Y por lo mismo -pensarán- la ciudadanía tendrá más y mejores razones aún para movilizarse y asestar el golpe final al modelo que las protestas no le alcanzaron a dar. Ese es un escenario.

El otro es que el país se calme un poco en la adversidad, que retorne a la serenidad gradualista de las últimas décadas, que el gobierno recupere a raíz de la crisis sanitaria algún margen de confianza, que el Presidente deje de estar donde no debe -en Plaza Baquedano, anunciando planes de apoyo a las pymes o salvatajes para los que trabajan a honorarios- y comience a estar donde debe y donde hace falta, que es en la Jefatura del Estado, donde ha de poner timón y contención, liderazgo, empatía y un profundo convencimiento de que las actuales adversidades no nos doblarán la mano como sociedad.

Los chilenos, que fuimos en los últimos 30 años bastante previsibles como país, nos volvimos de un tiempo a esta parte bastante creativos y originales. Es una manera de decirlo. Estábamos mejor, pero considerábamos que estábamos mucho peor. Queríamos ir por más, pero apostábamos a ir por menos. Nos preocupaba el destino del país, pero, con las mejores razones del mundo, hacíamos cuanto podíamos por arruinarlo y ensombrecerlo. Ahora vendrá posiblemente el momento de la verdad. Será el momento de cerrar la brecha entre las intenciones y los hechos, restableciendo un poco la coherencia. O será el de continuar burlándola, simplemente hasta que no quede piedra sobre piedra. Será una buena disyuntiva.