Aunque hasta aquí el manejo de la epidemia en Chile ha sido más que razonable, arriba del 70% de los ciudadanos no entiende por qué las autoridades no han decretado en todo el país cuarentenas absolutas y forzadas como estrategia para enfrentar el virus. La gente tiene razones para estar con miedo y por estos días quien encienda la televisión sabe de antemano que terminará aterrado. Llevamos semanas y semanas en que no se habla de otra cosa, y tanto las redes sociales como los medios están enfrascados en explotar el sobresalto y en la macabra métrica diaria de los decesos y contagios. No sólo eso. Los sesgos informativos -muy básicos, muy rupestres y con frecuencia apocalípticos- también alimentan una suerte de competencia por países, donde lo único que importa son los números absolutos, al margen del tamaño de la población, del momento en que se haya detectado el primer caso y de la calidad que revistan los datos. En medio de la ansiedad de los comunicadores y de la angustia de las audiencias, por supuesto que han sido numerosos los episodios de funa, las confusiones odiosas, las denuncias malintencionadas, las declaraciones impertinentes y los protagonismos patéticos. Pero eso es lo de menos. Al final nadie -ni las autoridades ni las dirigencias sociales y tampoco los periodistas- está enteramente preparado para actuar en circunstancias excepcionales. El problema, sin embargo, comienza a generarse cuando los distintos actores sociales advierten que mientras más alarmistas y dramáticas sean sus apreciaciones, mayores pueden ser los dividendos mediáticos a cosechar. En esta dirección -no nos engañemos- no es tan difícil mover las agujas.
Otro canal del alarmismo insiste en que las autoridades están minimizando las dimensiones de la epidemia con las cifras que están dando, sean porque advierten que están desfasadas en el tiempo, sea porque sospechan que hay otras que no se están entregando y porque las estadísticas no toman en cuenta una variable que en realidad nadie maneja ni tampoco puede manejar, que es el número de personas posiblemente contagiadas que nunca lo advirtió, por pertenecer al grupo de los pacientes asintomáticos, o que incluso superó la enfermedad sin mayor asistencia médica. Estamos de acuerdo: deben transparentarse todos los datos. Con buenos datos se pueden hacer mejores políticas públicas. Sin embargo, no es desgraciadamente por la vía de la pura disciplina estadística que vamos a encontrar las certezas finales para afrontar esta epidemia. Estamos ante un problema que ni siquiera podemos dimensionar bien, entre otras cosas porque el virus es nuevo y tiene lógicas, condicionantes y dinámicas que ignoramos por completo.
Así como hay mucha gente que, mirando más el árbol que el bosque, está muy alarmada por la forma y la velocidad con que ha estado evolucionando entre nosotros la pandemia, así también hay otros que están tremendamente contrariados por el hecho de que las cifras no sean peores. Y sospechan que hay gato encerrado. De hecho, el país sigue estando aún muy distante de las fatídicas proyecciones que se hicieron en algún momento. La verdad es que hasta aquí esas estimaciones no se han cumplido, pero nada indica que las cosas no puedan salirse hoy mismo de control. Como muchos otros países, seguimos estando al borde de la cornisa y todo indica que vamos a permanecer ahí por uno o dos meses más a lo menos.
Posiblemente, no hay negocio más antiguo que el miedo en la política y en la discusión de los asuntos públicos en general. Y aunque siempre se ha considerado que es un tremendo aliado del poder, lo cierto es que convertido en pánico o en perturbación repentina de los ciclos anímicos puede circular en cualquier dirección. El miedo suspende el juicio, secuestra la racionalidad, apela a los temores atávicos y hace actuar a las personas bajo impulsos descontrolados. El miedo hace que una gota parezca una inundación y transforma cualquier chispa en hoguera.
En esta materia, los chilenos hicimos en los últimos meses a lo menos un verdadero diplomado en ciencia política. Hubo, efectivamente, mucho miedo. Parte del que era posible reconocer obedecía quizás a una construcción política para identificar enemigos, reales o supuestos. Pero otra parte obedecía al deliberado propósito de grupos extremistas por investirse con la violencia y la amenaza. Unos lo necesitaron para defenderse. Otros, al revés, para aterrorizar e imponerse.