Son días extraños. Entremezcladas con las ansiedades y angustias propias de la crisis, muchas de las leseras que han circulado en los medios y las redes sociales responden a una matriz apocalíptica. Si no nos reformateamos en esta o en aquella dirección -se plantea-, la humanidad no sobrevivirá. Es una amenaza grotesca, desde luego, pero como cualquiera dice lo que se le ocurre amparándose en que el virus es nuevo y nadie sabe cómo se comportará, el margen de impunidad para desplegar hipótesis sombrías ha crecido exponencialmente.
La pandemia nos tiene muy sobresaltados y a veces pareciera que la pérdida de libertad que hemos tenido es directamente proporcional a la pérdida del sentido de las proporciones.
En tributo a la sensatez, por lo mismo, sería bueno volver al realismo. En contra de lo que muchos creen -de partida-, no vamos a salir de este episodio moralmente fortalecidos o siendo mejores personas. Las pandemias son pandemias y no escuelas de virtud. Lo más probable es que seguiremos siendo los de siempre. Solidarios en parte, o a veces, egoístas también en parte, casi siempre. Es cierto que esta crisis -en la apoteosis de nuestro distanciamiento- ha puesto de manifiesto niveles de interdependencia que habíamos olvidado en los últimos años. Bien hecho que los refresquemos. Ahora, esta dimensión se hizo más nítida porque la estrategia sanitaria validó la responsabilidad individual, pero solo en la medida en que todos fuéramos capaces de asumirla. De nada sirve que me cuide yo si el resto no lo hace. Si yo fallo, por otra parte, me perjudico yo y pongo en riesgo a todos los demás. Para evitar frustraciones el día de mañana, sin embargo, sería preferible no dar por descontado que gracias a este baño de sociabilidad y respeto terminaremos siendo más solidarios y desprendidos.
Tampoco tiene mucho sustento suponer que el mundo que nos aguarda será totalmente distinto del que conocimos. Algunas cosas cambiarán, desde luego. De hecho, ya cambiaron: nos volvimos muy sensibles al riesgo y el horizonte de varias industrias está muy amenazado. Nadie duda de que viviremos un periodo largo de adaptación a las nuevas circunstancias. Eso, que ya es bastante, no se traduce, sin embargo, en que este sea el punto de inflexión de un mundo realmente nuevo por la manera en que vamos a vivir, a trabajar, a divertirnos o a estudiar en el futuro.
Es verdad que la emergencia reempoderó a la autoridad y al Estado. La epidemia planteó un tipo de amenaza que no puede ser enfrentada sino desde un mando y una planificación central, por así decirlo. No obstante eso, es extraño que de ahí se siga que vamos en camino a sociedades cada vez más totalitarias. Con pandemias o sin pandemias, no es hacia allá que camina la historia. Los autoritarismos suelen aparecer en el escenario colectivo básicamente en contextos de ingobernabilidad, mucho más que por amenazas externas, como podría ser en este caso el coronavirus. Con todo, es cierto que el mundo podría volverse más autoritario si eso es lo que quiere la gente, y que es lo que ha estado ocurriendo en países como Turquía o Brasil, o como Hungría y los mismos Estados Unidos.
Hay varios profetas locales que a raíz de la pandemia hablan también del fin del capitalismo. Ya lo habían sentenciado en octubre, con ocasión de las protestas, y se quedaron aguardando el desenlace que nunca llegó. Lo que no pudieron las movilizaciones, quizás lo consiga el virus. En momentos postreros, por decirlo de alguna manera, todo sirve. Sirve a la causa, claro, no al análisis objetivo de los hechos.
Tampoco es cierto que esta pandemia haya puesto a Chile al desnudo en términos de desigualdad. Esto se ha repetido bastante y es otra mentira. El virus en sí no ha movido un ápice las brechas de riqueza y oportunidades de la sociedad chilena, ni para arriba ni para abajo. Y ataca lo mismo a los ricos que a los pobres; al parecer, no tiene sesgos de clase, por mucho que quieran atribuírselos. Siempre supimos que éramos un país poco equitativo. Reconocido eso, sin embargo, sería injusto no destacar que en el manejo de esta epidemia las curvas de la desigualdad también se han aplanado. Al momento de evaluar el desempeño del país durante la crisis, es un factor que también debería incorporarse a la ecuación.