La vida moderna siempre transcurre en un equilibrio inestable. Hasta antes de la pandemia el equilibrio de nuestras vidas se sostenía en un malabarismo de tareas por cumplir, pero con colegios y jardines abiertos, con familias para apoyarnos, con tiempos libres. La inestabilidad venía de cuestiones más o menos excepcionales. Hoy vivimos en desequilibrio, con amonestaciones de múltiples frentes, sin tiempo -ni energía- para corregirlo. El sistema social se ha vuelto más frágil, nosotros también. Porque claro, supongo que siempre podemos no dormir para entregar un informe, cocinar o cortar papeles para una tarea escolar, pero eso dura poco y esta pandemia no.
Una manera de ajustar la balanza tambaleante de la vida es eligiendo. Hay que priorizar entre necesidades familiares, desarrollo personal, funcionamiento diario, cuidado afectivo y el trabajo, que nos entrega las condiciones materiales para seguir adelante. Mantener el equilibrio, sin los elementos que antes lo permitían, nos enajena y debemos elegir. Un riesgo elemental está en tener que dejar el trabajo para cumplir bien al menos en el frente familiar, sobre todo cuando hay menores. La mayor amenaza de esa priorización la vivimos las mujeres. No es mala suerte, ni porque seamos más capaces de atender lo doméstico, ni mucho menos por ser dispensables en el mundo laboral. Lo experimentamos las mujeres porque muchos de los que tenían un rol en ese complejo sistema (increíblemente endeble) se han desentendido de su condición de posibilitadores de lo común y han asumido que somos nosotras las encargadas del bienestar doméstico.
Las instituciones, el Estado, y muchas parejas también, escatiman su mérito en el equilibrio del sistema social que había pre pandemia, lo consideran una “ayuda a la mujer”, y no se ven como una condición para que ese mundo existiera para todos. Son necesarios no solo para que las mujeres nos desarrollemos individualmente, sino para que todos lo hagan. Y es incomprensible que lo pierdan de vista. Primero, por creer que no consideraremos su condescendencia como la arraigada creencia de cómo deben ser nuestros roles en el mundo (mujer en la casa, hombre en el trabajo) y segundo porque es inviable, pues el sistema equilibrado pre-pandemia no era solo para las mujeres, sino para todos, niños, empleos, familias y Estado incluido.
Si consideramos que en Chile la participación laboral femenina ha disminuido un 41% (ComunidadMujer 2020) y que más de la mitad de las familias son monoparentales lideradas por mujeres, entenderemos que muchas no han podido mantener el equilibrio. El sistema completo es responsable cuando no logra comprometer a cada participante, hombres, instituciones, Estado, en su función paritaria de la sociedad, y es radical que lo haga. Es cierto que hace siglos las mujeres éramos las malabaristas y encargadas de estos asuntos, pero la sociedad comprendió que no era por cuestiones naturales. Todos estamos ahora volcados y obligados al mismo espacio privado y doméstico, y es equívoco pensar que las mujeres estamos destinadas a él. Todos componemos eso que nos permite ser sociedad.
Si nuestros espacios de trabajo, el Estado, las parejas, consideran que somos las mujeres las que debemos ocuparnos de estas cuestiones, están diciendo, con otras palabras, que nuestra vida anterior a la pandemia era superficial o al menos prescindible, y que nuestra confianza en ese sistema era tan falsa como vana. Hay reciprocidad en nuestra vida social, y eso es una virtud que abrazar, no que soltar.