Columna de Óscar Contardo: A prueba de burlas

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REUTERS/Brian Snyder


Luego de la reciente victoria de Donald Trump en las elecciones de Estados Unidos, el Presidente argentino Javier Milei lo felicitó a través de sus redes sociales con el entusiasmo de quien se alegra por el triunfo de un amigo cercano. Escribió un mensaje y luego grabó un video para subirlo a sus redes. Las horas pasaron sin que Trump respondiera al cariño desbordado de su admirador. Las burlas de la oposición argentina en contra de Milei cundieron en redes sociales; aquella actitud servil se sumaba a la larga lista de características vergonzantes de Milei que son utilizadas para atacarlo: su emocionalidad destemplada; su discurso fanático, sectario y violento; la inflación de un currículum mediocre; o la incapacidad para empatizar con nadie que no piense exactamente como él. Todo eso sumado a una vida privada estrafalaria, por calificarla de algún modo, lo transforman en un blanco perfecto para un opositor argentino común, muy ingenioso a la hora de insultar. Si tomamos en cuenta la cultura transandina y las características del personaje, en el papel Milei no debería haber ganado la elección que ganó, y si lo lograba, no pasaba del primer invierno sin enmendar el rumbo. Pero Milei continúa concitando apoyo en su país, pese a la dura realidad que vive la mayoría de los argentinos. Puede que resulte descabellado, pero es lo que está ocurriendo. El mismo hecho de que el eslogan Make America Great Again cobrara sentido internacional para ultraderechistas y libertarios de todo el mundo, indica algo extraño, contradictorio: defensores de patriotismos locales reactivos e inconsistentes apoyando liderazgos de potencias extranjeras. Desde fuera resulta absurdo, material para burla, pero en los hechos esa incoherencia avanza sin que el progresismo pueda detenerla.

Trump volverá a la Casa Blanca pese a todo. No funcionaron ni las burlas ni los procesos judiciales en su contra, tampoco funcionó haber expuesto cada una de las contradicciones que encarna, a saber, solo dos: un hombre con una vida privada que está lejos de ser un ejemplo de moral conservadora y que, sin embargo, defiende posturas religiosas integristas, y un heredero de la riqueza paterna criado en el privilegio que denuncia a las élites con el apoyo de Elon Musk, el non plus ultra de los súper ricos. Seguramente hay factores culturales de un país inmenso que desde lejos puede resultar incomprensible, pero aun así hay un patrón que se repite internacionalmente, un patrón al que las izquierdas no están respondiendo con la eficacia necesaria. La gente sigue votando a Trump, como votó por Milei, Meloni o por la ultraderecha alemana. Es cierto que sus discursos rabiosos funcionan en gran medida gracias a la siembra generalizada de bulos o medias verdades, pero no solo por eso. Cabría empezar a preguntarse por qué y en qué condiciones esos discursos cobran adherentes, en lugar de usar la estrategia de maltratar a quienes votan por ellos.

Hace una semana describí en este espacio la estrategia usada por un sector de la derecha local para levantar la candidatura de su postulante a la Gobernación de la Región Metropolitana. Expuse que la lógica podía apreciarse en la manera en que ese candidato era presentado públicamente, y cómo la oposición utilizaba a su favor las descalificaciones que recibía ese candidato de parte de sus adversarios. El solo hecho de exponer el asunto significó que muchas personas, declaradamente oficialistas, decidieran que yo estaba apoyando la candidatura de la derecha, cuando lo único que hacía era describir la manera en que se planteaba en la campaña frente al gobernador incumbente. Sospecho que la gran mayoría ni siquiera leyó el texto, solo reaccionó a una foto que acompañaba un enlace en redes sociales con una frase descontextualizada. Entre los insultos, los más recurrentes fueron “vendido” y “facho”. En lugar de distanciarse del campo de juego vociferante explotado por la ultraderecha que tanto critican, se sumaban a él, en contra de alguien que sólo exponía sobre una estrategia que podía dañar las pretensiones oficialistas.

Hasta el momento no conozco ningún caso en donde el populismo de derecha haya retrocedido porque la izquierda, en lugar de intentar comprender la razón que tienen los ciudadanos para adherir a esas propuestas, se haya dedicado a insultar a quienes votan por sus ideas: no pasó en Madrid con Díaz Ayuso ni en Concepción con los partidos de extrema derecha que sumados llegaron al 42 por ciento en la última municipal.

Por alguna razón los votantes no le perdonan al progresismo contradicciones que sí pasan por alto con el mensaje del populismo de derecha; es algo que un gobierno progresista debería tener muy claro, después de lo ocurrido con el expresidente Fernández en Argentina y con el caso Monsalve en Chile. Una candidatura que se reconocía feminista y exigía elevar estándares éticos en la política no puede actuar, una vez que llega al poder, con la negligencia con la que actuó La Moneda frente a una denuncia de violación que involucraba a una autoridad. Un gobierno de los trabajadores no puede ningunear la muerte de un funcionario de La Moneda, el gásfiter Hugo Morales, como lo hizo durante semanas. La declarada vocación de tolerancia a la diversidad de cierto oficialismo desaparece cuando enfrenta las críticas legítimas como hinchada furiosa buscando venganza.

El triunfo de Trump es una señal de que hay algo que ya dejó de existir, algo que las izquierdas aún no logran identificar con claridad, pero sobre lo que es conveniente ponerse a pensar. Contrarrestar ese vacío con burlas sobre el adversario de poco sirve si lo único que las izquierdas están ofreciendo son bondadosas intenciones de solidaridad colectiva, que una vez que están en el poder no son capaces de llevar a los hechos, o mínimamente, sostenerlas en su propia manera de conducirse.

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