Al menos dos fueron las ideas que la campaña del Rechazo presentó como argumentos para difundir su postura: la unidad del país y el amor como respuesta al supuesto odio implícito que manaba el texto constitucional redactado por la fracasada convención. Esas eran las razones que ofrecían los partidos de la ultraderecha, la derecha y los autodenominados “amarillos de centroizquierda” para llamar a votar en contra de la propuesta constitucional. Lograron convencer al electorado de hacerlo y su opción se impuso por aplastante mayoría.
Ahora el país ha vuelto al punto de partida, aunque sin un plan de ruta concreto para retomar el cambio propuesto por el acuerdo de noviembre de 2019. Tras el triunfo del Rechazo, la actual oposición anunció tener posiciones encontradas sobre el futuro del proceso constituyente. La voluntad de diálogo a la que tanto apelaban en la campaña a través de la vocería amarilla, ahora se parece más a un plan de demarcación de fronteras o bordes que le aseguren no volver a perder el mango de la sartén que supieron sostener con astucia y puño de acero durante más de cuatro décadas. Están en su derecho, triunfaron. Lo curioso es la velocidad con que el tono magnánimo de sabio moderado que lamenta los desvaríos del pueblo, con el que se había manejado el vicariato amarillo del Rechazo, cambió radicalmente la misma noche del 4 de septiembre, cuando reaparecieron todos esos dirigentes que se habían echado de menos durante los últimos meses. Volvieron como si nada. El fraseo terapéutico de director espiritual ensayado por los “amarillos de centroizquierda” fue velozmente reemplazado por la inflexión ruda habitual de quien no está acostumbrado a dar explicaciones ni tiene pensado acostumbrarse a darlas, un estilo tan propio de las dirigencias conservadoras. Los deseos de unidad y amor fueron enterrados la misma semana, ofreciéndole un plantón al gobierno y desautorizando un acuerdo inicial difundido en la mañana y negado en la tarde. Nada inesperado, en todo caso.
Es cierto que la actividad política no es ni debe ser una analogía de terapia familiar, como tan majaderamente suele representarse en el lenguaje meloso de marketing que compara líderes con padres de familia y países con casas que se construyen en conjunto. La política es otra cosa, algo que mirada de cerca rara vez resulta tener el encanto de las frases de campaña. Está hecha de negociaciones entre lotes, de sacrificios individuales, de saldar y cobrar cuentas, y también de intercambiar apretones de manos entre viejos líderes reconvertidos que se resisten a salir de escena y aspirantes a personeros de importancia que buscan marcar territorio en una época alborotada. Nada muy estético, menos aun edificante. Sencillamente es así. Uno esperaría, sin embargo, unos mínimos de coherencia, sobre todo en tiempos de una crisis extendida de confianza en las instituciones, un guion que encajara en las circunstancias y que se correspondiera entre los discursos y los hechos. Aspirar a que, por ejemplo, el grupo de personalidades políticas que durante meses ha estado permanentemente lamentándose de las señales de polarización política y apelando a la necesidad de moderación y diálogo, se condujera en coherencia con su discurso y tuviera el pudor de evitar el asedio a un gobierno recién instalado. Evidentemente, los errores del Presidente debutante deben hacerse notar, el problema es cuando la crítica se transforma en un acoso que abarca desde especulación sicológica espuria hasta agrupaciones de fanáticos que confunden patriotismo con matonaje, sembrando mentiras y medias verdades como si se tratara de revelaciones. Sobre todos esos casos, los predicadores de la moderación no han dicho nada, menos aun los rostros de la llamada centroizquierda por el Rechazo que tan diligentemente de opusieron a la propuesta constituyente. No se entiende cómo es que se puede evitar la polarización y lograr un escenario de estabilidad política dándole fecha de expiración súbita a un gobierno que recién alcanza los seis meses y atacándolo hasta por los zapatos que calza el Presidente. Tomar palco frente a ese asedio es irresponsable incluso en la lógica de aquellos liberales que se jactan de pertenecer al centro político, pero que en la pasada elección presidencial no dudaron en votar por una extrema derecha fóbica a todos los valores que ellos mismos dicen defender. En ese caso la rara alquimia que separa “lo moderado” de los extremos, una receta que ellos parecen dominar de manera exclusiva con tanta precisión, no fue aplicada.
Los votos logrados por la opción Rechazo están siendo explotados por la derecha y su vicariato de centroizquierda como una suerte de trofeo en disputa. También como un tupido velo que algunos están disponiendo sobre la historia reciente para disimularla o ejercitar sobre ellas pases de prestidigitación para olvidarse del estallido o reinterpretar sus causas a su antojo y conveniencia. Los hechos y las evidencias, sin embargo, dicen otra cosa: las causas que provocaron la grave crisis de 2019 siguen ahí -percepción de desigualdad, de abuso, de abandono e impunidad de los poderosos, cualquiera sea su tienda política- sólo que intensificadas por las apreturas económicas fruto de la pandemia y por la inflación. El desprestigio de las instituciones -un tsunami que comenzó a formarse hace décadas- no se esfumó con el último resultado del plebiscito y todo apunta a que los indicadores no mejorarán si la actitud de amplios sectores políticos persiste en enfrentar los desafíos como se venía haciendo hasta hace tres años: imponiendo relatos a la fuerza, desoyendo las señales ambientales y buscando en el acomodo mezquino y cortoplacista un espejismo de normalidad que solo le ponía más presión a un dique totalmente trizado.