En el perfil sobre Augusto Pinochet escrito por Jon Lee Anderson y publicado por el New Yorker en 1998 hay una escena que sugiere mucho sobre una manera de ver el mundo. En el tercio final del texto titulado El dictador aparece el hijo menor de Pinochet en el jardín de su casa junto a su señora y un matrimonio amigo. Un cuadro de placidez burguesa levemente azumagado. En un momento, el varón que está de visita le comenta al hijo de Pinochet que durante un viaje al sudeste asiático les habían “regalado” un friso de piedra, una pieza robada, muy valiosa, que era difícil pasar por la aduana. La conversación decantó entonces sobre la manera de eludir los controles y la corrupción de los países de esa parte del mundo y de Latinoamérica en general. Ninguno de los comensales se detuvo sobre la responsabilidad de quien intenta sacar ilegalmente del país un objeto arqueológico robado, tampoco mencionaron el escándalo de los Pinocheques, que involucraban al hermano mayor del anfitrión, y que era hasta ese momento, antes del viaje a Londres y del Banco Riggs, el caso más directo de fraude que involucraba a su familia. La corrupción era algo que cometían otros, sucedía en un lugar distinto. El hijo de Pinochet cerró el tema reflexionando sobre los beneficios de los gobiernos autoritarios para mantener la probidad.

Durante mucho tiempo los adherentes a la dictadura la defendieron invocando que durante ese período los militares habían sido honestos y que su líder no se había enriquecido como sucedió en otros gobiernos autoritarios de la región. La reflexión nacía de otro relato fundacional, que nos aseguraba que, a diferencia de naciones vecinas, en Chile la corrupción era un problema menor, casi inexistente. A la luz de los hechos, ninguna de las dos aseveraciones era real, sino más bien la proyección de una manera de entender los lazos de pertenencia y poder como una ventaja natural para hacerse de dineros públicos sin tener que darle explicaciones a nadie. La corrupción no existía porque nadie quería nombrar así lo que sólo algunos sabían que ocurría. Una especie de justificación fundada en un sentimiento aristocrático o patriotismo mal entendido que sólo considera algo como robo, desfalco o fraude cuando es cometido por quien está fuera de cierto círculo o ajeno a sus intereses inmediatos. Un funcionario vendiendo cerezas en una camioneta fiscal podía ser un escándalo de portada; un legislador recibiendo fondos de empresarios que buscaban tenerlo de su lado, una situación confusa que se anuncia con verbos condicionales; un general de Ejército, o varios, usando a su antojo gastos reservados durante años, una nota pequeña perdida en el noticiero central.

Existe una forma ambigua de percibir la filtración de dineros públicos a bolsillos privados que ha repercutido incluso en el diseño de determinadas instituciones. Como si en algunos círculos primara una cosmovisión de permisividad culturalmente avalada, llamándole equivocación, tropiezo, irregularidad o pecado a algo que es derechamente un robo.

Un ejemplo de institución abierta al robo fue Cema Chile, en donde la apropiación durante la dictadura fue grotesca y sostenida: una industria del desfalco oculta entre mantelitos de crochet y figuritas de greda. Los casos se acumulan sumando montañas de dinero en un arco de instituciones demasiado amplio como para juzgarlo como una casualidad: Ejército, Carabineros, PDI y ahora en las municipalidades del nororiente de Santiago, las más ricas del país, lideradas por partidos que tienen como lema la eficiencia en el uso de los recursos del Estado. Los mismos dirigentes que califican de despilfarro público el más modesto bono para familias pobres, aparecen recibiendo millonarios ingresos sólo por el hecho de pertenecer a un determinado sector político y círculo social. Una trenza firme sostenida por un discurso de eficiencia que a la larga ha resultado ser puro derroche disimulado por los buenos modales propios de una reunión social entre parientes y amigos de toda la vida.

Naturalmente la sinvergüenzura no tiene bando, y la deshonestidad no es algo que dependa de un origen ni de un pensamiento político: hay cuenteros que hacen rifas para tratar enfermedades falsas, existen quienes han cobrado millones por desmalezar terrenos baldíos, y los que ven la oportunidad de coordinarse para comprar barato un terreno que, con un cambio en el plano regulador previamente acordado, podrán vender muy caro. Lo que varía son los montos defraudados, la distribución de la justicia y la condena social. La corrupción aparece allí donde es posible que cunda, independiente de las buenas intenciones: cuando hay instituciones horadadas la solución al problema es más compleja que prometer honestidad eterna a cambio de votos o nombramientos. No se trata de elegir héroes ni heroínas dispuestos a cortar cabezas, sino de diseñar leyes y normas que dificulten que los robos ocurran, sobre todo esos fraudes que algunos no querrían nombrar como tales, porque consideran al Estado como una hacienda privada y lo público como un coto de caza familiar reservado para su propio goce.