En julio de 1994, como parte de la campaña de beatificación de Alberto Hurtado, el sacerdote Fernando Karadima concedió una entrevista a El Mercurio para hablar de su relación con el fundador del Hogar de Cristo. El entonces párroco de la iglesia de El Bosque se presentaba como su heredero espiritual, asegurando haber forjado una relación estrecha con el jesuita desde el día en que acudió a verlo, a la salida de la Iglesia San Ignacio del centro de Santiago. Karadima le habría pedido “hablar una palabrita”. La respuesta de Hurtado habría sido simple: le ordenó que se arrodillara frente a un crucifijo antes de comenzar la charla. La entrevista prosigue dando detalles de una relación estrecha entre ambos que habría durado cuatro años: “Nos juntábamos todos los sábados en lo que se llamaba la Congregación Mariana, de tres de la tarde a las cinco (…). Salíamos en la noche a ver a los vaguitos, a los enfermos”. El mensaje era claro, si había alguien autorizado para hablar del futuro beato, era él. Cuando le preguntaron sobre algo que lo impactara del carismático cura, Karadima respondió: era un hombre que rezaba mucho. Una respuesta bastante pobre, considerando que la ocupación del aludido era justamente el cultivo de una religión que tiene como actividad principal la oración. La nota prosigue aportando momentos difíciles de constatar, como que Fernando Karadima habría estado en el lecho de muerte de Alberto Hurtado, ocasión que aprovechó para mandarle tres recados a Dios con el cura agonizante, como quien manda una encomienda en la maleta de un viajero.
El relato que hacía el cura de la parroquia de El Bosque estaba totalmente desprovisto de escenas públicas de trascendencia, ni qué decir de ideas. No desarrollaba temas, era una huella imprecisa de frases sueltas sacadas de un imaginario de películas de Semana Santa, sólo que no de las mejores, sino de telefilmes de bajo presupuesto, llenos de apariciones inesperadas y golpes de efecto sentimentales. En privado, muchos jesuitas criticaban la manera en que Karadima ejercía de heredero de Alberto Hurtado, porque adivinaban que su versión de los hechos era falsa. Sin embargo, jamás lo desmintieron públicamente. Las contradicciones en el relato del párroco de El Bosque sólo fueron confrontadas años después, en el libro Los secretos del imperio Karadima, de Gustavo Villarrubia, Mónica González y Juan Andrés Guzmán, en donde el cura aparece como el mentiroso trepador que era. Tal vez los jesuitas no lo desenmascararon antes porque el párroco de El Bosque contaba con el apoyo de Renato Poblete y del antiguo nuncio apostólico Angelo Sodano, que en ese entonces ejercía gran influencia en el Vaticano.
Karadima, Poblete y Sodano tenían al menos una cosa en común: su predilección por los poderosos y su debilidad por usar la riqueza ajena a su favor. Eso les abría puertas, los blindaba y les arropaba en prestigio. Un patrón de conducta, además, coincidente con el del cura Marcial Maciel en México o el del laico Luis Fernando Figari en Perú. Tal como ellos, Karadima cultivaba su oficio de religioso acercándose a los círculos más privilegiados y conservadores de sociedades latinoamericanas intensamente desiguales. Cada uno de ellos les ofrecía a sus comunidades respectivas mensajes acordes a sus necesidades: tanto Karadima, como Maciel y Figari fueron, además de pervertidos sexuales, astutos en el arte de deslizar camellos a través de todos los ojales, con hilos invisibles y agujas que pinchan la culpa que provoca tener mucho en países en donde hay tantos que no tienen nada. Los tres difundían discursos vacíos de contenido y pobres en significado, pero funcionales a grupos que profesan una particular versión de la fe cristiana: aquella que no comulga con discursos críticos y, a veces, ni siquiera con la democracia, pero que está muy atenta a normar costumbres ajenas, imponiendo su perspectiva de la realidad con la severidad del carcelero. No sé si es una versión mejor o peor de un determinado credo, pero está claro que, a la luz de los hechos, tiende a ser degradada hasta el hartazgo por sujetos astutos y sin escrúpulos que exigen ser mimados como niños y obedecidos como dioses.
El recién fallecido Fernando Karadima no fue el único abusador, tampoco el primero, ni el último. La crisis era estructural y a fin de cuentas atravesaba toda la Iglesia local, cada una de las congregaciones y diócesis. Tampoco fue exclusiva de los sectores más acomodados y conservadores, pero la gran pregunta en este caso y el de John O’Reilly es por qué el sector social que, en el papel, tiene acceso a la mejor educación posible de encontrar en el país, y cuenta con todos los medios como para protegerse de depredadores como ellos, no sólo los acepta, sigue y protege, sino también los admira, percibiendo luz en donde sólo había rastros de una inteligencia mediocre y una personalidad astuta y manipuladora, pero evidentemente opaca. Por qué decidieron hincarse frente a él y escuchar en su fraseo titubeante y bobalicón algo que los reconfortaba de un modo hipnótico y definitivo. Cuál era la palabra clave que Karadima supo invocar para que lo vieran como un santo y no como un criminal.