Columna de Óscar Contardo: El imperio en la penumbra



El imperio ya no es lo que solía ser. Un informe de la consultora Gallup, publicado en mayo, constata que el liderazgo y la percepción de la influencia de Estados Unidos en contraposición a China ha variado durante la última década dependiendo del presidente norteamericano a cargo. Aunque Estados Unidos lleva ventaja en el número total de países -es la potencia preponderante para 81 de los 133 países estudiados en 2023- hay zonas del mundo, como África subsahariana y el sudeste asiático, en donde el avance chino es contundente. Además, indica el estudio, la preponderancia de Estados Unidos tiende a ser cuestionada en la medida en que es percibido como dos naciones distintas, dos países enfrentados. Una fractura expuesta.

Aunque el informe de Gallup no describe exactamente cómo luce esa dualidad estadounidense, ni qué tienen en mente las personas que la mencionan, no es difícil de imaginar las posibilidades: por una parte, está el país de las grandes ciudades costeras cosmopolitas y el del medio oeste, reconcentrado en sí mismo; el de las figuras progresistas bienpensantes y millonarias, y el de quienes asaltaron el Capitolio en enero de 2021; el país de las universidades célebres por su calidad y sus niveles de investigación en ciencias y humanidades, y el ultrarreligioso de la interpretación literal de la Biblia como fuente de conocimiento; el de los emprendedores de Silicon Valley y el de la crisis del fentanilo que ha creado rebaños de zombis adictos a una droga que se recetaba y vendía como aspirina, pese a las contraindicaciones evidentes; el de los movimientos de derechos civiles, y el de los ciudadanos orgullosos de la libertad de portar armas como quien lleva un celular, provocando tiroteos masivos que cobran miles de vidas al año. Es, a la vez, la nación que se concibe a sí misma como campeona de la democracia, y la del racismo feroz; el país, por último, en donde los candidatos a presidirlo solían medirse en debates rudos, pero en donde la precisión de las ideas, la veracidad de los hechos declarados y el respeto entre rivales eran asuntos que se daban por descontado, y el país de esta semana, en donde dos hombres ya mayores se enfrentaron en una puesta en escena lamentable, que se mecía entre las mentiras compulsivas de uno y la evidente senilidad del otro. El mundo entero vio el jueves pasado, durante el primer debate de la campaña por el próximo período, a un expresidente Donald Trump lanzando falsedades sin empacho, porque ya sabe que cada constatación de hechos posterior que lo desmiente apenas hace mella en su popularidad, y a un Presidente John Biden vacilante y extraviado, encarnando la imagen de un líder incapaz de enfrentar su lamentable realidad y ceder el puesto a alguien en mejores condiciones.

En su libro El desmoronamiento, publicado en 2013, el periodista George Packer retrata 30 años de declive norteamericano, cuyo inicio el autor fecha a partir del momento cuando “las reglas que antaño hicieron útiles a las instituciones comenzaron a desmoronarse y los líderes descuidaron sus cargos”, provocando el desmantelamiento de “la república roosveltiana”. El autor explica que ese vacío de poder lo ocupó a partir de entonces “el dinero organizado”. Entre otras historias, El desmoronamiento incluye la experiencia política de Jeff Connaughton, hijo de un matrimonio nacido en la pobreza a comienzos del siglo XX que había prosperado durante la posguerra hasta integrar la clase media surgida en torno al avance industrial. Connaughton nació en 1959 y estudió ciencias empresariales. En la universidad conoció a un joven Joe Biden, con quien a la larga trabajaría como parte del equipo de asistentes del entonces senador, iniciando su carrera en el servicio público. En ese rol alguna vez intentó lograr una recomendación del senador Biden -a quien admiraba- para lograr un puesto entre los cercanos a Bill Clinton, pero no lo logró. Biden no quiso retribuir la dedicación de Connaughton. La única explicación que tuvo para esa negativa fue una frase franca y amarga de un cercano al senador: “Biden defrauda a todo el mundo por igual. Esa es una política en la que no discrimina a nadie”. Connaughton, a la larga, abandonaría el servicio público. Tiempo después le detallaría a George Packer la forma en que el Estado es incapaz de detectar el fraude y la manipulación de los mercados cada vez más complejos y las razones para que Wall Street siempre gane. Eso ocurrió en 2010, el año en que el llamado tea party prendió la mecha de su “rebelión conservadora”.

Parte del poder del imperio estadounidense, de su capacidad de influir de un modo perdurable en nuestra manera de ver el mundo, incluso de manera inconsciente, era la escenificación de un sistema democrático interno impecable, en donde cada institución y cada personaje cumplían un rol definido, y en donde quienes se saltaban las reglas debían sufrir ciertas consecuencias. Desde hace unas décadas hasta ahora ese hechizo, que le brindaba una jerarquía particular entre las potencias, se fue rompiendo hasta que la admiración mutó en vergüenza ajena. Hemos sido testigos de un sistema de recuentos de votos absurdamente lento, de la devaluación de los hechos y de la verdad, de la argumentación bíblica como justificación legal, y del modo en que una manada de estrambóticos sujetos ocupaba por la fuerza la sede del Congreso. Eran cosas dignas de la periferia que habitamos, no de la metrópoli. La crisis volvió a brotar en su crudeza el jueves con el debate entre Trump y Biden. Tal vez el imperio no esté en franca decadencia, pero hay señales de un declive que dejará una penumbra a la que todos seremos arrastrados mientras el vacío que está dejando no sea ocupado por una nueva potencia en ascenso.

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