Uno de mis momentos favoritos de la película de Los Diez Mandamientos, que solía ver de niño en la televisión, era la escena en que Moisés, encarnado por Charlton Heston, trepaba un monte en busca de una señal misteriosa. Escalaba hasta llegar a un rinconcito en el que había un arbusto coronado por una auréola. A través de sus ramitas fosforescentes, el vegetal espinoso parecía invitarlo a disponerse a una conversación privada. Repentinamente, una profunda voz surgía, no sé bien de dónde, y le daba instrucciones confusas, pero que Moisés sabía interpretar muy bien. Naturalmente, quien hablaba era Dios. Moisés le hacía un par de preguntas sobre la razón para que hubiera dejado a su pueblo a merced de un faraón maltratador, pero la voz no daba explicaciones y con una retórica mayestática le ordenaba a Moisés guiar a su pueblo fuera del alcance del rey de Egipto. El buen hombre obedecía. Mi formación religiosa escolar fue pobre, pero Hollywood la compensaba con sus grandes producciones bíblicas. En ellas, la voz de Dios aparecía de imprevisto, fuera de cuadro, desentendiéndose de los acontecimientos dolorosos que él -como entidad todopoderosa- pudo haber evitado. Hablaba en una gramática alambicada y elusiva, en donde los verbos parecían diluirse en un laberinto sin un sujeto preciso, pero con mucho predicado. Como cuando los padres les dicen a los niños: “Hay que ordenar la pieza”; parece una declaración dicha sin un destinatario claro, pero funciona, porque quienes lanzan la frase -los padres- están jerárquicamente muy por sobre la voluntad de quienes escuchan -los hijos-. Un lenguaje que cobra sentido cuando los vínculos de obediencia y subordinación son tan nítidos e incuestionables como la relación de Moisés con su fe o la de los niños con sus padres.

Recordé ese tipo de lenguaje mientras leía la carta abierta firmada por exautoridades de la Concertación y la Nueva Mayoría, llamando a un “acuerdo nacional”. El documento arranca calificando la crisis actual como una oportunidad de “dar un salto histórico”, luego propone un acuerdo, advirtiendo -de paso- que quienes no se sumen a él lo harán “movidos por la estrategia de la confrontación y de la polarización como vías para sus discutibles proyectos políticos”; enseguida, enumera grandes temas que deben abordarse para salir del embrollo. El texto sugiere la existencia de actores sociales que están a favor de la violencia, sin especificar quiénes, y luego elabora una breve lista de acciones que encaminarán al país hacia una puerta de salida a la crisis. No hay mención a las violaciones a los derechos humanos cometidas durante el período, tampoco a la opción más adecuada para el plebiscito de abril; la carta elige lo que muestra, lo que sugiere y también lo que omite.

Una de las oraciones más interesantes del texto es la siguiente: “La ciudadanía tomó conciencia de las graves carencias sociales que aún afligen a gran parte de la población”. Hay en esa frase una gimnasia compleja que resume una curiosa manera de ver la crisis. En primer lugar, describe un fenómeno súbito llamado “la toma de conciencia” de algunos sobre la realidad de otros; escamoteando la experiencia directa de quienes sufren el malestar. Asimismo, es posible inferir de la oración que el malestar no surge fruto de los abusos y de la desigualdad -que indican un tipo de relación de la que alguien saca provecho-, sino de “graves carencias sociales”, es decir, es producto de un asunto que está ahí independiente de las relaciones de poder, como las piedras y los arbustos que hablan. La carta evita usar el vocabulario del estallido y traduce las demandas a su propio lenguaje.

Sin embargo, lo más interesante de la declaración no es tanto el contenido explícito, sino el tono del documento: una voz firme, sabia, pero al mismo tiempo invisible e incorpórea que se dirige a una audiencia que le debe lealtad y que está obligada a escucharlo; tal como Dios hablándole a Moisés, un ser sobrenatural que se asoma entre las nubes y anuncia un plan sin tener que rendir cuentas ni dar explicaciones. El problema es que en este caso quienes firman la declaración no son deidades, sino exministros de Estado y destacados dirigentes políticos. Sería muy extraño que esa ciudadanía que, según el documento súbitamente tomó conciencia de sus propias aflicciones, no quisiera preguntarles a quienes durante décadas estuvieron en posiciones de poder la razón para haber hecho las cosas tal y como las hicieron y no del modo en el que ahora -apurados por una crisis tremenda- ofrecen hacerlas. Más raro aun sería que un grupo de personas de gran trayectoria política quisiera seguir relacionándose con la opinión pública como si el 18 de octubre jamás hubiera ocurrido y todo consistiera en hacer una declaración entre viejos conocidos, firmarla y elevar los brazos en signo de triunfo.